The Project Gutenberg eBook, Historia de la literatura y del arte
dramático en España, tomo II, by Adolf Friedrich von Schack.

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Title: Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo II

Author: Adolf Friedrich von Schack

Release Date: July 6, 2008  [eBook #25988]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HISTORIA
DE LA LITERATURA Y DEL ARTE DRAMÁTICO EN ESPAÑA, TOMO II***

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COLECCIÓN
de
ESCRITORES CASTELLANOS
——
CRÍTICOS


TIRADAS ESPECIALES

100ejemplaresen papel de hilo, del i al ioo.
25"en papel China, del I al XXV.
25"en papel Japón, del XXVI al L.

título

HISTORIA

DE

LA LITERATURA
Y DEL ARTE DRAMÁTICO

EN ESPAÑA

por

ADOLFO FEDERICO

CONDE DE SCHACK

traducida directamente del alemán al castellano
 
POR

EDUARDO DE MIER

TOMO II

MADRID
IMPRENTA Y FUNDICIÓN DE M. TELLO
IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
ISABEL LA CATÓLICA, 23

1886


decoración

ÍNDICE.

CAPÍTULO XI.Cervantes
CAPÍTULO XII.—Comedias más antiguas de Cervantes.—Su crítica del teatro español.—Sus últimas comedias.
CAPÍTULO XIII.—Lupercio Leonardo de Argensola.—Actores y poetas dramáticos del último decenio del siglo xvi.—Escrúpulos teológicos sobre las representaciones dramáticas.—Autorización legal para la representación de las comedias.—Ojeada general sobre el drama español anterior á Lope de Vega.—Reseña histórica de los bailes nacionales españoles.
SEGUNDO PERÍODO.
EDAD DE ORO DEL TEATRO ESPAÑOL, DESDE 1590
HASTA PRINCIPIOS DEL SIGLO XVIII.
PARTE PRIMERA.
el teatro español en tiempo de lope de vega.
CAPÍTULO PRIMERO.—Importancia política de España en este periodo.—Ciencias y letras españolas.—Ideas políticas predominantes.—Ideas religiosas.—La Inquisición.—Sus relaciones con la literatura, y principalmente con la dramática.
CAPÍTULO II.—Poesía española en general.—Ideas caballerescas de los españoles.—El honor castellano—Tradiciones románticas.—Influencia de la antigüedad.—Creencias religiosas.—Fiestas religiosas y profanas.—Afición á la poesía.
CAPÍTULO III.—Actividad poética de esta época.—El culteranismo.—Poesía lírica, prosa novelesca, libros de caballería, poesía épica.—Originalidad de las letras españolas.—Los teatros español é inglés.
CAPÍTULO IV.—Florecimiento del teatro español, y períodos en que puede dividirse.—Desenvolvimiento del drama por sí, á pesar de la indiferencia de los reyes.—Causas determinantes del desarrollo del drama.—Triunfo de los elementos dramáticos nacionales.—Formas dramáticas; comedias; sus caracteres en España.
CAPÍTULO V.—Elementos épicos y líricos de la comedia.—Versificación.—Verso trocáico de cuatro pies.—Romance.—Redondilla.—Quintilla.—Octava.—Soneto.—Terceto.—Lira.—Silva.—Endechas y otras combinaciones métricas.—División de las comedias.—Errores cometidos en esta materia.—Comedias de capa y espada, y de ruido.—Comedias de santos, divinas y humanas.—Burlescas.—Fiestas.—Comedias de figurón.—Comedias heróicas.
CAPÍTULO VI.—Autos.—Autos sacramentales.—Autos al nacimiento.—Loas.—Entremeses.—Relaciones de viajeros franceses del siglo xvii que asistieron á representaciones dramáticas en España.
CAPÍTULO VII.—Decoraciones y tramoyas de los teatros españoles.—Trajes.—Aparato escénico en la representación de autos.—Prohibición de espectáculos teatrales en 1598.—Su derogación en 1600.—Noticias particulares de los teatros de esta época.
CAPÍTULO VIII.Vida de Lope de Vega.
CAPÍTULO IX.—Continuación y fin de la vida de Lope de Vega.
CAPÍTULO X.—Número de obras dramáticas de Lope.—Su Arte nuevo de hacer comedias.
CAPÍTULO XI.—Caracteres generales de la poesía dramática de Lope de Vega.
NOTAS

decoración

CAPÍTULO XI.

CERVANTES.

NO es éste el lugar oportuno de referir prolijamente la vida de tan grande hombre, querido y admirado de toda Europa; pero tampoco nos parece justo hacerlo con superficialidad después de los concienzudos trabajos de Ríos, Pellicer, y sobre todo de Navarrete, que han derramado nueva luz sobre ella, y que son poco conocidos fuera de España[1]. El objeto de esta obra exige tan sólo extendernos cuanto nos sea dable sobre sus trabajos dramáticos; de los demás sucesos de su vida sólo trataremos más minuciosamente en los casos en que las modernas investigaciones hayan revelado hechos desconocidos, ó subsanado antiguos errores, tocando ligeramente los datos y noticias ya vulgares.

La familia de los Cervantes era de las más antiguas de España, y emparentada, según parece, con los reyes de León. Los individuos de este linaje, ricos-hombres domiciliados al principio en Galicia, extendiéronse después por Castilla en la Edad Media, y desde los primeros años del siglo xiii se encuentra frecuentemente en los anales de España el nombre de Cervatos, y Cervantes. Gonzalo de Cervantes, tronco de la línea á que pertenecía nuestro poeta, se distinguió en la conquista de Sevilla por San Fernando, y obtuvo algunos bienes al distribuirse entre los vencedores las tierras de los moros. Uno de sus descendientes se casó con una hija de la casa de Saavedra, por cuya razón muchos individuos de la de Cervantes añadieron aquel apellido al suyo. También llegaron hasta el Nuevo Mundo ramas del tronco principal.

A principio del siglo xvi encontramos un Juan de Cervantes de corregidor de Osuna. Hijo de éste fué Rodrigo, que casó hacia el año de 1540 con Doña Leonor de Cortinas, dama noble de Barajas, presumiéndose con ciertos visos de verosimilitud que era parienta de Doña Isabel de Urbina, primera mujer de Lope de Vega; coincidencia, en verdad, no poco curiosa, porque indica que además del lazo común de su merecida fama, había entre estos dos poetas otros de parentesco. De este matrimonio nació primero un hijo, llamado Rodrigo, y después dos hijas, cuyos nombres fueron Andrea y Luisa. El último de todos fué Miguel, nuestro poeta, que, según testifican documentos auténticos, encontrados hace poco, nació en Alcalá de Henares. No se sabe el día, pero si que fué bautizado el 9 de octubre de 1547.

De su infancia sólo se conoce lo poco que él mismo dice. De su temprana afición á las musas habla en el Viaje al Parnaso, cap. 4.º, cuando indica que desde sus más tiernos años le agradó el arte suave de la bella poesía. También cuenta que en su niñez vió representar á Lope de Rueda, lo cual debió suceder en Segovia en el año de 1558, ó acaso más tarde en Madrid ó en alguna otra ciudad inmediata. Dedúcese de las obras escritas en su edad madura, que este espectáculo impresionó vivamente al joven Cervantes, y quizá proviniera de esta circunstancia su particular afición á la literatura dramática, que no le abandonó nunca. En su mocedad cursó dos años en la Universidad de Salamanca, como debía constar en los registros de matrícula de la misma. El concienzudo Navarrete no pudo, en verdad, hallarlos; pero las ingeniosas y divertidas escenas de la vida y costumbres de los estudiantes de esta Universidad, que se leen en El licenciado Vidriera, en La tía fingida y en la segunda parte del Don Quijote, demuestran suficientemente que sólo pudo trazarlas quien las vió y estudió por sí mismo. Es probable que pertenezca también á los recuerdos de esta época el animado entremés, titulado La cueva de Salamanca.

D. Juan López de Hoyos parece haber sido el primero, que alentó al joven poeta en su carrera. A este famoso maestro, en cuya escuela recibió parte de su instrucción literaria, se le encargó que escribiese las poesías para llorar la muerte de Isabel de Valois, en cuyo trabajo le ayudó su discípulo. Al describir estas exequias, alaba el maestro á Cervantes, autor de un soneto, una elegía y algunas redondillas, y le llama su querido y amado discípulo. Tenía entonces veintiún años. Lanzado una vez en esta senda poética, la prosiguió con celo, y, como dice en su Viaje al Parnaso, escribió innumerables romances, sonetos á docenas, y es probable que también por este tiempo compusiera La Filena, novela pastoril, sin duda á semejanza de las de Gil Polo y Montemayor. Estos trabajos de su juventud han desaparecido, á no suponer que entre los romances del Romancero general haya algunos suyos[2].

Pero el joven poeta, cuyos recursos pecuniarios nunca habían sido abundantes, necesitaba una ocupación que proveyese mejor á su subsistencia, y por esta razón entró, sin duda, al servicio del cardenal Julio Acquaviva, que vino de legado pontificio á la corte de España en 1568, acompañándole á Roma el mismo año. Semejante posición no era en aquella época humillante, porque españoles nobles y principales no se desdeñaban de servir á Papas y Cardenales, arrastrados por el deseo de ver el mundo, por la protección que en ellos encontraban, y por la perspectiva de obtener pingües beneficios, que los reconciliaban con su estado. Las vivas impresiones que Cervantes recibió en esta larga peregrinación, se revelan hasta en sus últimas obras. En el Persiles viajan los dos peregrinos Periandro y Aristela por Valencia, Cataluña y la Provenza hasta Italia, ruta, que, al parecer, siguió él mismo, animando estos cuadros con sus propias observaciones. Cataluña particularmente debió gustarle más, porque en la Galatea, en la novela de Las doncellas y en Don Quijote, hace exactas descripciones del país y de sus costumbres.

Su residencia en Roma, por duradero que fuese su recuerdo, no fué larga. En El licenciado Vidriera, una de sus novelas, la llama dominadora del mundo y reina de las ciudades, y añade que así como de las garras del león se deduce cuál es su fuerza y su grandeza, así se reconoce la de Roma por sus fragmentos de mármol, sus techos caídos y arruinados baños, sus magníficas columnatas y grandes anfiteatros, y por la corriente sagrada, cuyas orillas santifican innumerables reliquias de mártires, sepultados en sus olas.

Pronto trocó Cervantes su vida pacífica en la casa del prelado por la agitada de la milicia, pues si las armas, como él decía, ennoblecen á todos, realzan más principalmente á los de ilustre prosapia. Sentó, pues, plaza en los tercios españoles, que ocupaban entonces la Italia, residiendo de ordinario en Nápoles. Aquí se embarcó en el año de 1571 para Mesina, punto de reunión de las escuadras congregadas para defender á la cruz contra la media luna. Sirvió de simple soldado en la compañía de Diego de Urbina; siguió á la flota aliada, mandada por D. Juan de Austria, á las aguas de Lepanto, y tomó parte activa en la batalla. Al comenzar estaba enfermo de calenturas, y á los ruegos de su capitán y compañeros de que permaneciese tranquilo en su lecho, replicó que él quería mejor morir por su Dios y su Rey que recobrar cobardemente la salud, y solicitó de su capitán que le pusiese en el puesto de más peligro. Concediósele lo que pedía, y peleó con sin igual bravura con la tripulación del buque, que mató sola 500 turcos de la galera Almirante de Alejandría, y se apoderó de la bandera de Egipto. Cervantes, expuesto al fuego más vivo, fué herido por tres balas, dos en el pecho y una en la mano izquierda, que después perdió por completo. En vez de quejarse de esta mutilación, la enseñaba siempre con orgullo, porque probaba su participación en el más glorioso suceso que vieron los pasados siglos y verán quizá los venideros[3]. El día 7 de octubre de 1571 parece haber sido siempre el plácido recuerdo, que lo consolaba en los muchos apuros y penalidades de su vida, puesto que hasta en sus últimos años dice en su Viaje al Parnaso, que, cuando extiende su vista por la desierta superficie de los mares, se le viene á la memoria la heróica hazaña del heróico D. Juan, en la cual él tomó parte, aunque en un puesto inferior, con ardiente sed de militar renombre, varonil coraje y noble corazón. Tal fué, en efecto, su valor, que cuando D. Juan de Austria, al día siguiente de la batalla, recorrió toda la armada, distinguió particularmente á Cervantes y mandó que añadiesen á su sueldo un plus importante.

Sábese que la victoria no tuvo grandes resultados. El enemigo de la cristiandad se cercioró entonces de que su mejor aliado eran las mezquinas discordias de los príncipes cristianos: Felipe II ordenó á su hermano que volviese con la armada á Mesina, en donde la victoriosa flota fué recibida con extraordinarias fiestas. Cervantes pasó al hospital á curarse de sus heridas, y se quedó en Mesina, mientras casi todas las tropas se distribuían por el interior de Sicilia. En la primavera del año siguiente se hizo de nuevo á la vela para el Archipiélago en el regimiento de Figueroa, y asistió á la batalla de Navarino; pero se frustró la expedición, y la flota volvió á Mesina en noviembre.

El invierno inmediato se pasó en preparativos: la inesperada defección de los venecianos disolvió la liga, y se creyó que no era bastante fuerte el poder marítimo español para atacar sólo á los turcos, por cuyo motivo se proyectó una expedición contra Túnez. El objeto del Rey era únicamente destronar á Aluch-Alí y apoyar á Muley-Mahomet; pero D. Juan de Austria, su general, esperaba fundar para sí un reino independiente en África, para lo cual se le había prometido el favor del Papa. Apenas llegó la flota á la Goleta, tanto los habitantes como la guarnición de Túnez abandonaron la ciudad y la fortaleza, y bastó un regimiento de veteranos, entre los cuales se hallaría probablemente Cervantes, para apoderarse de ambas. D. Juan construyó un nuevo fuerte, tomó á Biserta, y volvió á Sicilia con parte de sus tropas. La compañía en que estaba Cervantes pasó á Cerdeña, permaneció en ella en el invierno de 1573 á 1574 y marchó después á Génova, en donde habían ocurrido algunos desórdenes. Para contenerlos vino D. Juan de la Lombardía, y supo entonces que los turcos se preparaban á reconquistar á Túnez y la Goleta; embarcó en Spezia, para Nápoles, parte de sus tropas (entre las cuales estaba Cervantes), y desde aquí se hizo á la vela hacia Túnez. Un huracán casi echó á pique á su galera, y la arrastró de nuevo á la costa italiana. Mientras tanto, y después de esforzada resistencia, se perdieron Túnez y la Goleta, y se desvanecieron de este modo las esperanzas de D. Juan. Cervantes permaneció en Sicilia á las órdenes del duque de Sesa, aunque no tardó en dirigirse á España, ya por su natural deseo de regresar á su patria, ya desalentado al ver el escaso premio que merecían sus servicios, con cuyo objeto pidió licencia en el verano de 1575. Concediósele, en efecto, y honorífica en alto grado. D. Juan y el duque de Sesa le dieron cartas de recomendación para el Rey, en las cuales le rogaban que atendiese á los méritos de este hombre distinguido, que se había granjeado la estimación de iguales y superiores[4].

Bajo tan favorables auspicios se embarcó Cervantes en Nápoles en la galera del Sol con su hermano Rodrigo; pero el regreso á su patria no era tan fácil como creían. La galera tropezó el 26 de septiembre de 1575 con un corsario argelino, y fué apresada tras larga resistencia y llevada á Argel. Cervantes, al repartirse el botín, tocó en suerte al renegado Dali-Mamí, el cual se alegró de que hubiese caído en sus manos un caballero tan distinguido como Cervantes, que llevaba una carta para el rey Felipe II, y con la esperanza de conseguir cuantioso rescate, lo atormentó con malos tratamientos; pero el osado cautivo, en vez de acobardarse, formó el plan de recobrar su libertad y la de sus compañeros, y los animó á escaparse hacia Orán. Ya habían salido de Argel, cuando los descubrió el moro, que prometió llevarlos, y se vieron obligados á regresar á la cárcel y sufrir más duros tormentos[5].

Uno de los cautivos, que fué rescatado y volvió á España, participó á su padre la suerte de sus dos infelices hijos. El buen viejo empeñó en seguida sus escasos bienes, sin pensar que de esta manera quedaban reducidos á la mayor miseria él y toda su familia, y remitió al punto á Argel una suma no despreciable. Entonces pudieron los hijos tratar de su rescate; pero Dali-Mamí pidió tanto por Miguel de Cervantes, que éste perdió la esperanza de salir del cautiverio y cedió su parte á Rodrigo, que consiguió la libertad en agosto de 1577. Rodrigo prometió, al despedirse de sus compañeros, que haría cuanto pudiese para armar una fragata en Valencia ó las islas Baleares, desembarcar en las costas africanas y libertar á su hermano y demás cautivos. Con dicho objeto llevaba cartas de un esclavo español de la casa de Alba, que se hallaba también en Argel. Largo tiempo hacía que Cervantes había trazado el siguiente plan: en la costa, y al Occidente de Argel, había un jardín, perteneciente al alcaide Hassén, cuyo administrador, que era un esclavo de Navarino, á ruegos de Cervantes, había puesto á disposición de los cautivos una cueva, situada en el extremo de dicha posesión, en donde se habían ocultado muchos desde febrero de 1577. Poco á poco se aumentó el número de los fugitivos, y en noviembre llegó también Cervantes, escapado de la casa de su amo y deseoso de reunirse á ellos. Cervantes había calculado bien la época en que debía aparecer por la costa la deseada fragata, que llegó, en efecto, el 28 de septiembre, y se mantuvo oculta de día; se acercó por la noche al jardín, é hizo á los cautivos la señal convenida. Pero al mismo tiempo levantaron el grito algunos moros, que por casualidad estaban cerca; se retiró la fragata, y poco después hizo otra tentativa de desembarco, más desgraciada que la primera, y cayó en poder de los moros.

Cervantes y sus compañeros esperaban mantenerse ocultos en la cueva hasta que se les presentase nueva ocasión para escaparse; pero un renegado, por nombre el Dorado, que estaba desde el principio en el secreto, lo reveló al rey Hassán, que creía tener derecho á todos los esclavos, y aprovechó ansioso esta coyuntura para llenar con ellos sus cárceles. Un destacamento de soldados sitió el jardín del alcaide Hassén, penetró en la cueva, y se apoderó de los fugitivos. Cervantes declaró en el acto que él solo era culpable, y que había seducido á los demás para que huyesen. Confesado esto, fué llevado con cadenas á la presencia del Rey, después de sufrir los improperios y malos tratamientos de la soldadesca y las burlas del populacho turco. El Rey, ya empleando la astucia y palabras lisonjeras, ya tremendas amenazas, intentó arrancarle el descubrimiento de los demás culpables, con el objeto de complicar en este asunto al P. Jorge Olivar, encargado de la redención de esclavos por la corona de Aragón. Cervantes se mantuvo inflexible, y sólo sostuvo que él era el único culpable.

Mientras tanto castigó duramente á los fugitivos el alcaide Hassén, comenzando por ahogar con sus propias manos al jardinero. Igual suerte hubiera cabido á Cervantes y á sus amigos, si la codicia del Rey no superase á su crueldad. La esperanza de cobrar su rescate salvó la vida á los cautivos, pero los encerraron en una horrible cárcel y los atormentaron sin piedad ni mesura. La descripción que hace el P. Haedo de esta prisión y de las crueldades del rey Hassán, nos llenan de espanto. La cárcel en que estaba Cervantes era la peor de todas las de Argel.

En esta situación desconsoladora, testigos diarios de los tormentos ó suplicios de sus compañeros, y esperando á cada momento igual suerte, se esforzaban los míseros cautivos, casi todos españoles, en olvidar su desdicha, recordando sin cesar su amada patria, y bailando y divirtiéndose como si estuvieran en ella. Animábanse al oir las hazañas de sus antepasados, que cantaban alternadamente, repitiendo conocidos romances; celebraban las santas fiestas de su religión, y se solazaban con representaciones dramáticas. Tan general era la afición al drama naciente, que convirtieron en teatro una mazmorra obscura de esclavos; tanto habían penetrado las comedias de Lope de Rueda en el corazón del pueblo, que, separados de su país largos años, sabían recitar sus trozos más bellos[6]. Otra relación hubo también entre las cárceles de Argel y el teatro español. En ellas concibió Cervantes el plan de dos dramas, que pintan los sufrimientos de los cautivos cristianos, cuyos dramas, imitados primero por Lope de Vega en sus Cautivos de Argel, dieron origen á una serie de composiciones análogas.

El mal éxito de su primera tentativa para alcanzar la libertad no había abatido á Cervantes; al contrario, la desgracia lo excitaba más á desearla, si es cierto que la libertad, como él indica, es el don más precioso que el cielo concedió á los hombres, y por ella, lo mismo que por el honor, se puede y se debe aventurar la vida, y que la prisión, en cambio, es el mayor mal que puede suceder al hombre. Pudieron persuadir á un moro que llevase cartas de Cervantes al gobernador de Orán para probar de nuevo, si era posible, librarse á sí mismo del cautiverio y á otros tres compañeros. Pero el rey Hassán descubrió el proyecto, empaló al mensajero y condenó á Cervantes á 2.000 azotes en castigo de haber escrito la carta. Esta última sentencia no se ejecutó, sin embargo, gracias á los empeños que hubo en favor del noble cautivo; y tan desusada clemencia es en alto grado inexplicable, atendiendo á que al mismo tiempo otros tres españoles perdieron la vida por un delito semejante, y sólo se comprende por la impresión que los caracteres grandiosos hacen hasta en los hombres más bárbaros.

Otro nuevo plan, más vasto que los precedentes, trazado en septiembre de 1579, fué descubierto por un monje dominicano. Hassán, para coger infraganti á los cautivos, fingió no saber nada; pero los cristianos sospecharon pronto que su proyecto era conocido. Un mercader valenciano, residente en Argel, que les prometió su ayuda, y que temió entonces por su vida y sus bienes, hizo cuanto pudo para decidir á Cervantes á huir á toda prisa en un barco, temeroso de que el rigor de los tormentos le arrancase la confesión de su complicidad; pero éste, que ya se había escapado de la cárcel y estaba oculto en casa de un amigo, no consintió en salvarse solo y dejar á sus compañeros expuestos al peligro; se esforzó en calmar las inquietudes del mercader, y le juró que ni la muerte ni los tormentos le obligarían nunca á declarar. Mientras tanto se pregonó en las calles de Argel un bando del sultán para descubrir al esclavo Cervantes, condenando á muerte á cualquiera que lo encubriese. Entonces resolvió el cautivo librar á su amigo de tan tremenda responsabilidad, y se presentó al Rey. Éste, para amedrentarlo, ordenó que le pusiesen una soga al cuello y que le atasen las manos á la espalda, y le propuso después, como único medio de salvación, el descubrimiento de sus cómplices. Cervantes, sin inmutarse, sostuvo que él solo había intentado huir, y declaró cómplices á cuatro españoles, que se habían rescatado poco tiempo antes. Las súplicas de un renegado, amigo de Cervantes, movieron una vez más al Rey á perdonarle la vida; pero lo llevaron á la cárcel del palacio, le pusieron grillos y esposas y lo celaron con más rigor.

Aunque parezca novelesco, no es menos cierto, si merecen fe testimonios irrecusables, que Cervantes trazó entonces un nuevo plan, más atrevido aún que los anteriores[7]. Su objeto era promover un levantamiento de todos los esclavos de Argel, y apoderarse de la ciudad para entregarla á Felipe II; y á pesar del cuidado con que se le guardaba, encontró medio de plantear su propósito. No se sabe con certeza ni hasta dónde llegó, ni si se descubrió al cabo, ni por qué medios. Lo que sí consta es que el rey Hassán miraba á Cervantes como al más osado y emprendedor de sus esclavos, y como al único de quien todo podía temerlo. Solía decir que para tener seguros sus esclavos, sus buques y su capital, era necesario vigilar con esmero al español estropeado. Á pesar de todo, lo trató con singular moderación. El mismo Cervantes dice que sólo un soldado español, llamado Saavedra, escapó bien con él, pues aunque por obtener su libertad hizo tales cosas, que durarán largo tiempo en la memoria de las gentes, sin embargo, ni lo maltrató, ni mandó atormentarlo, ni le dijo una mala palabra, cuando todos, y él el primero, temían á cada instante que por la menor cosa que acometió lo hubiese empalado.

Mientras hacía Cervantes tantas y tan inútiles tentativas para alcanzar su libertad, trabajaban sus parientes en Madrid con igual objeto. Completaron sus recursos acudiendo á la generosidad del Rey, ya recordando sus méritos los compañeros de armas del cautivo, ya aprovechándose de la carta de recomendación del duque de Sesa. Su padre Rodrigo había muerto, dejando á su familia en la mayor miseria; la corte mostraba frialdad, y por estas razones los encargados del rescate de cautivos, que fueron á Argel en mayo de 1580, sólo pudieron reunir una pequeña suma para redimir al más generoso de todos. Hassán había dejado el gobierno de Argel á otro Pachá, encaminándose á Constantinopla. Cervantes era del número de los esclavos, que él quería llevarse, y ya había subido á la galera, pronta á hacerse á la vela, cuando llegaron los redentores en ocasión en que su rescate, caso de lograrse, no era ya posible. El precio pedido ascendía á más del doble de la suma, que traían aquéllos; pero gracias á los esfuerzos del P. Gil, que con dinero prestado aumentó la suma y acalló algún tanto las pretensiones de Hassán, pudo Cervantes conseguir su libertad en 19 de septiembre de 1580.

Antes de regresar á España, quiso desvanecer varias calumnias de que había sido víctima. El monje dominico, que, como dijimos antes, descubrió la última tentativa de huída y se granjeó el odio de los cristianos, intentó hacer recaer en Cervantes toda la odiosidad de su conducta, sobornando con ese fin insidioso á diversos testigos. Para disipar desde luego esta sospecha, produjo el calumniado el irrecusable testimonio de once de sus compañeros de cárcel, todos de las familias más nobles de España, que hicieron su más cumplido elogio. D. Diego de Benavides declaró, que, á su llegada á Argel, le hablaron de Cervantes como de un hombre excelente por su nobleza y sus virtudes, y que se había portado con él como lo hubieran hecho su padre y su madre. Luis de Pedrosa dijo, que, si bien habían estado en Argel muchos bravos caballeros, ninguno había hecho tanto bien á sus amigos esclavos como Cervantes, y que éste tenía tanta y tan peculiar gracia, y era tan ingenioso y diligente, que pocos hombres podían comparársele.

Después de desenmascarar de esta manera á su perverso calumniador, se hizo á la vela en 22 de diciembre y disfrutó de la mayor alegría que se puede alcanzar en esta vida, regresando á su patria sano y salvo tras larga prisión, puesto que, como él dice, no hay placer comparable al de recobrar la perdida libertad.

De vuelta á España, se alistó de nuevo en el ejército para remediar la miseria de su familia. Pasó, pues, á Portugal, aún no sometida del todo, en compañía de su hermano Rodrigo, y tomó parte con él en las expediciones militares que en 1581 y 82 se hicieron á las islas Azores, y en la del verano de 1583 para conquistar la isla Terceira, y desbaratar por completo á los parciales del prior de Ocrato. Carecemos de datos más exactos acerca de esta época de su vida, pero parece que en este mismo tiempo estuvo también en Orán, y que mientras residió en Portugal tuvo relaciones amorosas con una dama portuguesa, cuyo fruto fué su hija Doña Isabel de Saavedra.

El estrépito de las armas no pudo acallar su musa, puesto que la afición á la poesía, siempre viva en su pecho hasta en las cárceles de Argel[8], se despertó entonces más pujante. A pesar de su vida militar agitada, había escrito una novela pastoril, titulada la Galatea, en la cual revela poca originalidad, é imita, no del todo felizmente, las obras de Gil Polo y de Montemayor. La Galatea apareció á fines del año 1584. Hacia esta época se encontraba Cervantes en Esquivias, en donde le retenía su amor á una dama principal, llamada Doña Catalina de Salazar y Vozmediano, no sabiéndose con certeza ni cuándo la conoció, ni si la celebró con el nombre de Galatea, aunque sí que se casó con ella en 12 de diciembre de 1584, abandonando el servicio de las armas y fijando su residencia en Esquivias.

Gracias á su proximidad á Madrid, pudo hacer frecuentes viajes, contrayendo estrecha amistad con varios poetas afamados, y tomando parte activa en su vida literaria. Probablemente fué miembro de una de aquellas academias poéticas, que, á imitación de las italianas, aparecieron en España en el reinado de Carlos V. Sus ocios le permitieron entonces entregarse por entero á las letras, especialmente á la poesía dramática, favoreciéndole no poco la particular posición en que se encontraba, puesto que su nuevo estado y la necesidad de atender á la subsistencia de su familia, le obligó á consagrar su ingenio á aquella parte de la literatura que más ganancia le prometía, ó lo que es lo mismo, á la composición de obras dramáticas al gusto del público, más aficionado cada día á los espectáculos teatrales. La primera que escribió, titulada El trato de Argel, se representó probablemente poco después de su regreso del cautiverio, y acaso en el año de 1581. Siguiéronle otras varias, en número no escaso, sobre todo desde 1584, y al representarse, si damos crédito á testimonios fidedignos, merecieron significativo aplauso[9].

No bastaba, sin embargo, el producto de las comedias para atender á la subsistencia de Cervantes y de su familia. El desventurado poeta, obligado por la miseria, solicitó entonces un destino de cobrador de contribuciones en la América española, último refugio de los desesperados, como él mismo dice; pero tuvo que contentarse con el subalterno y poco lucrativo de proveedor de la flota de Indias, por cuya razón pasó á Sevilla en el año 1588. En él termina la primera época de su vida dramática, como expondremos después más extensamente.

Su permanencia en Sevilla duró lo menos diez años, habiendo hecho diversos viajes á varias poblaciones de Andalucía, y aun algunos á Madrid, pues, además de su destino, se dedicaba á veces á percibir los impuestos, y á administrar los bienes de algunos particulares. El tiempo que pasó en Sevilla no fué perdido, sin embargo, para la poesía, á pesar de los negocios anti-poéticos que lo ocuparon. Esta ciudad populosa, la más rica y animada de toda España, depósito de las riquezas de América, ofrecía ancho campo á un talento observador, así en el carácter como en las costumbres de sus habitantes, cual se nota en sus excelentes novelas de Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño. Las descripciones verdaderas de las costumbres del pueblo andaluz, que leemos en casi todas las obras de Cervantes, fueron el resultado de sus observaciones; y el original colorido que distingue á sus poesías posteriores á esta época, de las que le precedieron, la gracia singular, la ligera ironía que las caracteriza, y en lo cual fué maestro, las adquirió, sin duda, mientras vivió en esta provincia y trató de cerca á sus ingeniosos y despiertos habitantes.

Ocurrióle entonces cierto contratiempo pecuniario, que amargó no poco su existencia. Entregó á un comerciante de Sevilla una suma pequeña de dinero, producto de las contribuciones, para que él lo hiciese al Tesoro público; pero el depositario la gastó, desapareció después, y el pobre Cervantes, sin medios para pagarla, y acusado de malversación de caudales, tuvo que ir á la cárcel, de donde sólo salió después de dar fianza suficiente. En los cuatro años siguientes al de 1598, no tenemos datos fidedignos de su vida. Sus primeros biógrafos suponen que por este tiempo estuvo viviendo en la Mancha, y hablan de cierta cuestión que tuvo en Argamasilla, de su encarcelamiento en ella, del principio del Don Quijote en la misma época, y de otras cosas de este jaez. Los fundamentos principales en que se apoyan, son las tradiciones que hasta nuestros días se han conservado en la Mancha. Añádase á esto el conocimiento exacto del país, que muestra en su Don Quijote, motivo bastante para dar verosimilitud á sus asertos, de que Cervantes residió algún tiempo en esta provincia, aun cuando nada se sepa de positivo sobre la época en que esto sucediera, y sobre otros detalles no menos interesantes. En lo que no cabe duda es en que hacia esta época trazó el plan y escribió parte de aquella obra inmortal, joya no sólo de la literatura española, sino de toda Europa.

Á principios de 1603 se encaminó á la corte de Valladolid, parte para desvanecer las acusaciones indicadas, que se habían renovado por este tiempo, parte para hacer valer sus justísimos títulos y largos servicios, y obtener proporcionada recompensa. Parece que consiguió el primer objeto, pero que el éxito del segundo fué tan desdichado, que renunció por completo á sus pretensiones, dedicándose sólo á la gestión de los negocios particulares, que se le encomendaron, y á vivir con el producto de sus escritos. El Don Quijote apareció al comenzar el año de 1605; pero el efecto que hizo así en España como en toda Europa, no contribuyó á mejorar la suerte de su autor, sino más bien á empeorarla por los ataques que se le dirigieron, ya por poetas mal intencionados, aunque famosos, como Góngora, Cristóbal Suárez de Figueroa y Esteban Manuel de Villegas, ya por los ciegos parciales de Lope de Vega, porque en el diálogo con el canónigo no se le había colmado de tan desmedidos elogios como ellos deseaban. Injustamente, como lo probaremos después hasta la evidencia, se ha atribuído á Lope animosidad contra su celebérrimo coetáneo.

En el año de 1606 se trasladó la corte á Madrid, y hacia este tiempo debió también Cervantes domiciliarse en ella. Siguiendo la costumbre general de aquella época, observada hasta por los principales magnates del imperio, como por ejemplo el duque de Lerma, entró en una hermandad religiosa; pero no por esto se alivió en nada su suerte. El poeta, ya anciano, debió resignarse de nuevo, y buscó un consuelo á la ingratitud de los hombres consagrándose en la soledad al cultivo de su amada poesía. En 1612 aparecieron sus Novelas ejemplares, unas nuevas y otras publicadas ya en Sevilla, tan estrechamente enlazadas con la historia del teatro, que sirvieron á innumerables poetas para la composición de sus dramas[10]. Pronto le siguió el Viaje al Parnaso, obra admirable, que además de muchos juicios tan ingeniosos como justos, además de pasajes de subido valor poético, contiene otros, que son sólo catálogos en verso de nombres de poetas españoles. Un apéndice en prosa, que le sigue, se propone llamar la atención hacia antiguos dramas del autor, ya olvidados; acusar de ingratitud á los actores y al público, y recomendarle algunas comedias que compuso en sus últimos años. Con la esperanza de brillar de nuevo en los teatros de la capital, había escrito diversas comedias y entremeses, trabajando cuanto pudo para que se representaran; pero todos sus esfuerzos fueron vanos, porque ningún director de teatros accedió á sus ruegos. Para sacar de ellas algún producto, propuso al librero Villarroel que se las comprara; pero esté le replicó desde el principio, que de su prosa se podía esperar mucho y de sus versos nada; cedió al fin, é imprimió en el año de 1615 el tomo de sus comedias y entremeses, origen de tan extrañas hipótesis.

Hacia esta época movió mucho ruido en España una producción literaria singular, esto es, una continuación del Don Quijote de un cierto Avellaneda, nombre supuesto de un clérigo aragonés, compositor de comedias. Este falso Don Quijote no carecía de invención y de ingenio; pero hacía alusiones indignas al autor del verdadero, infinitamente superior. Cervantes contestó á este ataque apasionado con la segunda parte de su novela, cuyo éxito hizo enmudecer á sus enemigos. La noble moderación que manifestó, así en ésta como en otras cuestiones, merece ser citada por modelo.

La segunda parte del Don Quijote fué la última obra que Cervantes publicó; pero no por eso se agotó su inventiva. La protección, que le dispensaron dos grandes generosos, el conde de Lemos y D. Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, hicieron los más felices los últimos años de su vida, y le proporcionaron tranquilidad suficiente para realizar sus planes poéticos, como el de la continuación de la Galatea, la comedia El engaño á los ojos, dos obras desconocidas, el Bernardo y Las Semanas del Jardín, y la novela Persiles y Segismunda, única que nos ha conservado el tiempo. Cervantes prefería el Persiles á todas sus obras: la posteridad piensa muy de otra manera; pero sea cual fuere el juicio, que de ella se forme, no deja de asombrarnos que la escribiera un anciano de sesenta y ocho años, desplegando tan exuberante fantasía, que, como dice Calderón, semejante á Vulcano, ocultaba bajo su capa de nieve ríos de fuego.

Hacia la primavera de 1616 había concluído el Persiles: el estado de su salud empezaba ya á inspirar algún cuidado; creyó mejorarse variando de aires, y, con este objeto pasó á Esquivias á visitar á sus parientes. Pero el mal se empeoró, y, viendo cercano su fin, quiso morir en su casa. Su vuelta á Madrid le inspiró el prólogo de su novela, jocoso y patético á un tiempo. Se perdió toda esperanza de salvarlo; recibió la Extremaunción; escribió en su lecho de muerte una carta ingeniosa al conde de Lemos, que precede al Persiles, y murió el 23 de abril de 1616, á los setenta y nueve años. Enterrósele silenciosa y pobremente; ni el más sencillo monumento señala su tumba, y sólo en los últimos tiempos se ha erigido uno á la memoria del hombre, que ha dado más gloria á su país que todos los reyes y magnates de su época[11].

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CAPÍTULO XII.

Comedias más antiguas de Cervantes.—Su crítica del teatro español.—Sus últimas comedias.

LOS trabajos dramáticos de Cervantes se dividen, como hemos indicado antes, en dos períodos distintos, abrazando el primero los años que siguieron á su regreso de Argel, hasta su traslación de Madrid á Sevilla (1581-1588), y el segundo, posterior á aquél en veinte años, hasta el fin de su vida. El espacio comprendido entre ambos, aunque fué notable por la celebridad que alcanzó su musa dramática, nos lo ofrece, sin embargo, en cierta oposición crítica con la literatura de aquella época, y por esta razón debemos también estudiarlo: únicamente el primero de estos períodos puede formar el objeto de este libro, hablando en rigor; mas para no faltar á la unidad necesaria, parece oportuno quebrantar el orden cronológico, y tratar también del siguiente.

Antes que este escritor llegase en edad más madura á la esfera propia de la poesía, en la cual pudieran desenvolverse libremente sus esclarecidas dotes, había hecho numerosos ensayos en casi todos los géneros literarios. Su ingenio vivo é impresionable, pronto en seguir las más opuestas direcciones, necesitaba un motivo poderoso para trazarse un rumbo peculiar. Sus dos novelas pastoriles al estilo de la época, le colocaron en el número de los imitadores de Montemayor y de Gil Polo, y sus infinitos romances (ahora perdidos) y poesías líricas, entre el enjambre de poetas, que, sin manifestar verdadera originalidad, recorrían un camino ya trillado. Causas diversas contribuyeron á llamar su atención y dirigir su actividad hacia la literatura dramática. Había asistido en su niñez á las representaciones de Lope de Rueda, y presenciado el maravilloso efecto de obras de un orden inferior, cuando en su exposición reinaba la vida y el movimiento; y los teatros de Madrid, que más tarde pudo observar de cerca, lo excitaron vivamente á acometer empresas análogas. Bastaba esto, sin duda, para llevar al teatro á este hombre singular, ansioso de obtener en la literatura patria un lugar honorífico, y de influir también en su país. La aprobación, que se dispensó á su primera pieza, lo alentó para proseguir la senda comenzada; las obras de La Cueva, de Artieda y Virués, le enseñaron el camino, que había de recorrer para dar al drama más valor literario; su residencia en las inmediaciones de la capital, y la necesidad de atender á su familia, contribuyeron no poco en su línea á estrechar más su unión con el teatro, y por este motivo escribió sin descanso en un período de pocos años veinte ó treinta comedias, que por lo general fueron aplaudidas[12]. La precipitación, con que se compusieron, y el tono poco lisonjero con que habla de ellas en el pasaje citado más abajo, hacen sospechar que el autor no se propuso otro objeto que salir de sus apuros del momento. Adviértase, sin embargo, que otras veces sostiene lo contrario[13]. Hasta en los últimos años de su vida, cuando su fama era grande en otros dominios de la literatura, habla con placer de los ensayos dramáticos de su juventud, y parece como que quiere fundar en ellos parte de su celebridad poética; y si miramos este sentimiento como regla que pueda valorar el mérito de sus producciones, es deplorable en alto grado que á la vez fuese tan negligente en habérnoslas conservado por medio de la imprenta, único caso en que sería lícito á la posteridad, estimar en toda su extensión su mérito dramático. Sólo debemos á una feliz casualidad, que al menos hayan escapado dos piezas manuscritas de las más antiguas de los estragos del tiempo, y que hayan sido impresas á fines del siglo pasado.

La primera, titulada El trato de Argel, es, sin disputa, la más antigua de las escritas por Cervantes, y aunque no adoptemos la opinión de Pellicer y Navarrete de que la compuso en su cautiverio, debió ser, todo lo más, á poco de volver, cuando estaban frescos en su memoria los dolores y tormentos allí sufridos[14]. Ofrécenos un cuadro, que nos impresiona y conmueve, de los martirios y penalidades de los esclavos cristianos, presenciados y sentidos por el autor; aunque de drama, propiamente dicho, tenga poco más que el nombre, puesto que los diversos grupos y situaciones en que se distribuye la acción, carecen de un lazo estrecho que los haga interesantes. Forman su base los amores de Aurelio y de Silvia, cautivos ambos en Argel. Aurelio es amado de Zara, su señora, mujer del renegado Izuf; y tanto ella como su amiga Fátima se valen de todo linaje de astucias para seducirlo, aunque inútilmente, porque se mantiene inexorable. Esto se desenvuelve en las primeras escenas. Después aparecen los dos esclavos Saavedra y Pedro Alvarez, y describen los males del cautiverio. Izuf encarga á Aurelio que le concilie las buenas gracias de Silvia, y él finge que se prepara á desempeñar su comisión. La escena siguiente representa un mercado de esclavos, y los horrores de estas compras de carne humana. Luego leemos los encantos, de que se vale Fátima para obligar á Aurelio á querer á Zara. Preséntase una Furia, y anuncia que sólo la necesidad y la oportunidad podrán quebrantar la firmeza del cristiano. Estos personajes alegóricos se muestran también luego, y procuran, aunque vanamente, convencer á Aurelio. A poco se ve á Pedro Alvarez en un desierto, escapado de la prisión, que ha perdido el camino y cae en tierra sin aliento. Invoca á la Santísima Virgen y se presenta un león, que se pone á su lado y luego prosigue delante su camino, sirviéndole de guía. A la conclusión se anuncia la llegada de Fr. Juan Gil, redentor español de esclavos, y Aurelio, Silvia, Saavedra (Cervantes) y los demás cautivos se arrojan á sus pies con la esperanza de ser rescatados. En toda esta pieza se descubre al principiante, y, por grande que sea nuestra veneración al famoso nombre del autor, no es posible desconocer su inmensa inferioridad, comparada con las obras de La Cueva de la misma época. Pero cuanto disminuye su mérito dramático y valor poético, considerada como producción literaria, está compensado por otra especie de interés, que hace enmudecer á la crítica, pues ¿quién podrá ahogar la impresión, que ha de excitarle la pintura de las penalidades, que sufrió el desdichado poeta? ¿Quién leerá, sin conmoverse ni interesarse, las escenas en que el autor aparece en el teatro con el nombre de Saavedra? ¿Quién no participará del elocuente celo, con que excita á sus conciudadanos á rescatar á los cautivos cristianos de Argel? Hasta sus muchos rasgos prosáicos mueven más poderosamente nuestro interés.

La Numancia respira otro espíritu muy distinto: el espíritu de la verdadera poesía. Aunque este poema, según se sospecha, no debió escribirse mucho después que el anterior[15], es menester confesar que el autor había hecho en poco tiempo adelantos gigantescos. Cuando se conoce á fondo el teatro antiguo, es fácil de contestar el aserto de que la Numancia es una obra aislada y única en toda la literatura española, puesto que por su forma, estilo y traza general se asemeja á las comedias de Juan de la Cueva, especialmente al Saco de Roma; como tampoco puede negarse que es muy superior á todas las obras del poeta sevillano. Era empresa aventurada ajustar á las condiciones de un drama la destrucción de la antigua y fortísima Numancia, y convertir en protagonista de la acción á una ciudad entera con todos sus habitantes, cuando esto podría ser más bien objeto de la epopeya, y sólo un drama de forma libre y desembarazada, que participase con vigor igual de la índole de la lírica y de la épica, hubiese conseguido dominar por completo el asunto. Por esta razón no debemos criticar al poeta porque sólo pintó los caracteres con rasgos generales, y porque debilita el interés de la acción en diversas situaciones, sin otro vínculo que las una sino el de su relación más ó menos directa con la suerte de Numancia. Verdad es que existe esta unidad de interés por la agrupación de todas sus partes aisladas alrededor de este centro común, y por el empeño que muestra el poeta en dirigir la atención hacia él. No se omite medio para infundir admiración, horror y lástima: el heroísmo y la generosidad de los habitantes, los ayes de los niños hambrientos, la desesperación de las madres, los funestos presagios de los sacrificios, la resurrección de un muerto por la fuerza de los encantos y sus tristes profecías, juntamente con la catástrofe final, en que un pueblo entero se sepulta bajo las humeantes ruinas de su patria, forman un cuadro patético y verdaderamente trágico. Mas por atrevido y grandioso que nos parezca el conjunto, por sublime y animada que en general sea la exposición, no se nos ocultan ciertas manchas que deslustran algún tanto la obra. Tales son las figuras alegóricas, no obstante la habilidad con que Cervantes las introduce, aunque bueno es advertir que casi siempre son aquí más oportunas que en su Trato de Argel, y que la escena en que Hispania y el río Duero profetizan la suerte que aguarda á la patria, no carece de efecto; la fatigosa extensión del primer acto y las escenas amorosas de dos jóvenes numantinos, á pesar de su innegable belleza, no se ajustan bien al tono dominante en el drama.

Pero si prescindimos de estos lunares aislados y nos detenemos en las bellezas más notables de la Numancia, sin olvidar la prematura aparición de esta tragedia, no podremos menos de deplorar aún más amargamente la pérdida de las demás piezas antiguas de Cervantes, que sin duda nos revelarían los frutos más sazonados de su talento dramático. Cuéntase especialmente, entre ellas, La Confusa, que el autor celebra en varios pasajes, calificándola de una de las mejores comedias de capa y espada. Los títulos de las restantes, en cuanto nos es posible indicarlos, son: La batalla naval (probablemente la de Lepanto), La Jerusalén, La gran Turquesca[16], la Comedia de la Amaranta ó la del Mayo, El bosque amoroso, La única y bizarra Arsinda. Quizá lleguen á descubrirse estas comedias por una feliz casualidad, y se llene laguna tan sensible en la historia de la literatura dramática española. Las últimas obras de nuestro poeta, en las cuales, renunciando á su originalidad, rinde culto á deplorables imitaciones, no nos ofrecen, bajo este aspecto, la compensación deseada.

El período de tiempo, que separa estas postreras comedias de Cervantes de las anteriores, coincide justamente con la época más importante de la historia del teatro, esto es, con aquélla en que se desarrollaron y predominaron en la escena española nuevas formas del drama, originales y vigorosamente caracterizadas, que desde entonces y por espacio de medio siglo constituyeron el drama nacional. Al ausentarse nuestro poeta de Madrid, había ya aparecido Lope de Vega y ganado de tal suerte el favor del público con sus primeros ensayos, que fué proclamado superior á todos sus predecesores y contemporáneos. Su genio é inventiva, su fácil exposición y su fecundidad casi increible, lo hicieron pronto dueño absoluto del teatro; otros poetas de valía no se desdeñaron de seguir la senda trazada por él, y en corto tiempo fijó de tal suerte esta escuela el fondo y la forma de todas las especies dramáticas, que el gusto nacional no consintió ya en las tablas ninguna obra de distinta índole. Olvidáronse á poco las mejores piezas, escritas en diverso estilo, que se habían admirado antes, y su brillo quedó obscurecido por el aplauso que se tributó á las nuevas, viéndose obligados los que intentaban adquirir ó sostener fama de autores dramáticos, á seguir la moda de la época y ceder á las exigencias del público. Cervantes, lejos de este centro de actividad poética, y ocupado entonces en otros trabajos, se contentó con asistir, como espectador y juez, á este desenvolvimiento más vasto del arte dramático, en vez de luchar con los afamados paladines del día. En el capítulo 48 del Quijote se hallan los pasajes más prolijos é importantes de sus diversas obras, en que ha consignado su especial juicio acerca de las innovaciones indicadas. Preséntase aquí en abierta oposición con el gusto del público, puesto que califica á casi todas las piezas dramáticas más aplaudidas en su tiempo de espejos de disparates, ejemplos de necedades é imágenes de lascivia, acusando á los poetas de su indecible indulgencia con la ignorante muchedumbre. El encono y amargura de esta crítica proviene, sin duda, del desagrado con que miraba el brillante éxito de las obras de sus jóvenes coetáneos, y de la escasa importancia que daban á sus producciones dramáticas, por cuyo motivo debemos considerar como injustos sus juicios. Pero cuando se examinan una á una sus censuras, despojándolas de las exageraciones, hijas de su mal humor y de su emulación, no es posible dejar de convenir con él en algunos puntos. Carece de sólido fundamento el cargo, hecho muchas veces á Cervantes, de que, en general, ataca al drama romántico. Nunca pensó en ajustar el teatro español á las reglas aristotélicas, ni en imitar á los antiguos clásicos: jamás encontramos en sus distintas obras la más ligera alusión á ellos. Sólo la crítica acerba, con que comienza el pasaje citado del Quijote, ha dado pábulo á la opinión de que intentó conmover en sus cimientos al teatro nacional; pero, cuando lo examinamos despacio, nos convencemos de que sólo quiso hablar de los abusos aislados, que en número no escaso reinaban ya en la escena. Para apreciar con exactitud las causas del descontento de Cervantes, es necesario, en vez de fijarnos únicamente en las obras dramáticas más notables de la época, descender también á las medianas y malas, que, compuestas por los directores de teatros y formando monstruoso conjunto, no aspiraban á otro fin más elevado que á ganar los aplausos de la muchedumbre, y á las de ciertos poetas insignificantes, que, apasionados de todo linaje de extravíos y excesos, infringían gozosos las reglas de la naturaleza y del arte. ¡Hasta las obras de Lope de Vega ofrecen bastantes ejemplos de los abusos inauditos que engendran la delirante fantasía, la precipitación del trabajo, y la condescendencia vituperable con el gusto corrompido de la época, causas todas suficientes para seducir al talento más brillante!

La crítica de Cervantes alcanza principalmente á la frecuencia, con que se quebranta la unidad de tiempo y de lugar. «¿Qué mayor disparate (dice) puede ser, en el sujeto que tratamos, que salir un niño en mantillas en la primera escena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado?... He visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África...»

Cuando se analiza bien todo el pasaje citado y las obras que condena, parece con claridad que su objeto no es tanto recomendar la estricta observancia de las tres unidades, cuanto atacar el abuso y la licencia que reinaban en esta parte. No es lícito negar (y entonces no podremos menos de convenir con Cervantes) que muchos poetas de aquella época llevaron tan lejos sus extravíos, instigados por el afán de ofrecer á los espectadores variedad incesante, que se olvidaron por completo del lugar y del tiempo, y de esta manera dañaron no poco á sus obras, y al efecto, que, sin estas divisiones, hubiera hecho el conjunto. Más difícil es aprobar el segundo objeto de su crítica. Parece que, desconociendo la esencia verdadera de la poesía, desea imprimir al drama una tendencia moral directa, y ajustar esta falsa regla al drama español. Aunque en esta parte no parece razonable alabar en todo sus fallos, siendo tan falaz su fundamento, debemos, no obstante, confesar que ataca sólo las exageraciones y los excesos, y la falta de dignidad y de moralidad, que se advertía en muchas producciones dramáticas de la época.

Los demás cargos que hace á la nueva literatura, no son en general infundados cuando ataca las obras deplorables de los poetastros; pero son injustos, como el anterior, cuando á todos los extiende, y confunde y baraja lo bueno con lo malo. «¿Y qué mayor disparate, dice, que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona?... Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga á ningún mediano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, al mismo que en ella hace la persona principal le atribuyan que fué el emperador Heraclio, que entró con la cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa como Godofre de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno á lo otro; y, fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia y mezclarle pedazos de otras sucedidas á diferentes personas y tiempos, y esto no con trazas verosímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables? Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto, y que lo demás es buscar gullurías. Pues ¿qué si venimos á las comedias divinas? ¡Qué de milagros falsos fingen en ellas; qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo á un santo los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven á hacer milagros sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente ignorante se admire y venga á la comedia: que todo esto es en perjuicio de la verdad, y en menoscabo de las historias, y aun en oprobio de los ingenios españoles; porque los extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros é ignorantes...»

Fácil es la contestación á todas estas críticas. Salta desde luego á los ojos, que, cuanto encuentra Cervantes de censurable en este capítulo, aunque justo, si se atiende á una parte de la literatura dramática española, es injusto haciéndolo extensivo á toda ella. Si es verdad que en la época, en que se escribió el primer tomo del Quijote, no había llegado el teatro nacional á su mayor y más perfecto apogeo, también lo es que existían ya entonces muchas producciones dramáticas, á las cuales no es aplicable ni un solo cargo de los consignados en esta larga serie; y en otras, ¡cuántas excelencias poéticas compensaban en parte esos mismos defectos! Sin duda lo conoció también Cervantes, cuando á sus invectivas añade siempre aisladas reflexiones más benévolas. «Y no tienen la culpa de esto, dice, los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer; pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide; y que esto sea verdad, véase por muchas é infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama, y por acomodarse al gusto de los representantes no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren.» Más adelante exceptúa de su crítica algunas comedias de diversos autores, sin confundirlas con las demás, y las alaba por su arte y excelencia, como La Isabela, La Alexandra, La Filis, La ingratitud vengada, El mercader amante y La enemiga favorable. Nunca aparece tan incomprensible la crítica de Cervantes como en esta parte, porque no es fácil de adivinar, en qué consiste la preferencia que da á estas obras sobre las demás. Las tres primeras, de Argensola, de que pronto hablaremos, sólo merecerían, sin duda, su aprobación porque están escritas en el estilo dramático más antiguo, que él mismo había seguido largo tiempo; por lo menos, en La Isabela y en La Alexandra no se hallan otros méritos, que justifiquen tan exageradas alabanzas como les prodiga. Aún más se extraña la distinción que hace en favor de La ingratitud vengada, suponiendo que con este título indique una comedia de las más débiles de Lope de Vega[17]. Acaso la tendencia moral, fuertemente caracterizada, que se halla en el argumento de este confuso tejido de intrigas amorosas y de asesinatos, que lo hace repugnante á nuestros ojos, lo recomendó á la consideración de Cervantes. ¿Pero cómo era posible que un poeta diese su fallo obedeciendo á motivo tan liviano? Muy inferiores á ella son La enemiga favorable, de Tárrega, y El mercader amante, de Gaspar Aguilar[18], y sin disputa no merecen tan marcada preferencia, respecto de otras muchas de igual ó más alto valor poético. La acción regular y sencilla de ambas comedias es digna de alabanza; pero prescindiendo de que no consiste en esto sólo el mérito de una producción dramática, aun siguiendo en todo el ejemplo de Cervantes, pide también la justicia, al tratar de las obras restantes que componen la literatura dramática, que no pasemos en silencio la circunstancia de que otras muchas de esta época poseen las cualidades indicadas en el mismo grado que aquéllas.

Si volvemos á examinar todo este discurso, y además ciertos pasajes de índole análoga en el Viaje al Parnaso, en el Prólogo á las últimas comedias, etc., no se nos ocultará que estos juicios críticos son en parte muy verdaderos y oportunos, y en parte infundados, arbitrarios y fútiles. Faltóle á Cervantes el aplomo y profundidad necesaria para luchar con éxito contra rivales más fuertes: á su conocimiento exacto de algunos lunares del drama español, no acompañaba el de sus bellezas; y si por un lado carecía de la imparcialidad conveniente y se dejaba arrastrar de la pasión, por otro se exponía á no dar en el blanco, imprimiendo en sus fallos cierta vaguedad. ¿Qué extraño es, por tanto, que se perdiese su voz, ahogada por el aplauso tributado á la escuela contraria?

Cuando el autor del Don Quijote, tras larga interrupción, se consagró de nuevo en sus últimos años á escribir comedias, ó, como según parece, había modificado sus ideas anteriores acerca de la esencia del drama, ó como siguió los pasos de aquéllos que antes criticara, cedió, sin duda, no teniendo otro recurso, á las exigencias del público. El gusto reinante de la época, que antes condenara, había echado tan hondas raíces en el teatro, que, convencido acaso de la inutilidad de sus esfuerzos precedentes, hubo de renunciar á ellos. Si sus diatribas críticas habían sido impotentes para lograr lo que deseaba, ¿cómo podía esperar en la escena un triunfo decisivo? Y, sin embargo, no pudo dominarse lo bastante hasta renunciar por completo á la poesía dramática sin salir del campo de la literatura, en que había ganado inmortales laureles. El recuerdo de sus pasadas glorias no le daba lugar al descanso, y los aplausos tributados á sus coetáneos más jóvenes, que presenció diariamente en los últimos años de su residencia en Madrid, le aguijoneaban sin cesar á luchar también en la escena. Con este objeto escribió en el espacio de pocos años ocho comedias, que no logró representar á pesar de sus esfuerzos, no quedándole otro remedio, contra lo que sucedía entonces de ordinario, que darlas á la prensa antes de haberlas visto en las tablas. Cuando modificó su primer propósito y apeló á este medio de darlas á conocer al público, parece que no quiso tan sólo que las leyesen los aficionados, y que esperaba, una vez conocidas, que fuesen también representadas: ¡vana esperanza que, como sabemos, no llegó nunca á realizarse![19].

Ninguna obra de Cervantes fué, sin embargo, menos leída que estas comedias. La primera edición, de 1615, llegó á ser tan rara, que sólo la guardaban pocos aficionados á este género literario, hasta que en el año de 1749 se hizo otra que, al parecer, no se vulgarizó tampoco mucho. Sabido el propósito que presidió á esta última, se comprenderá fácilmente que tan escaso fuese su efecto. El editor Blas Antonio Nasarre, erudito absurdamente apasionado de la crítica francesa, escribió un prólogo, que le precede, en el cual se ensaña sin piedad contra el antiguo drama español, presentándolo como modelo de vicios y defectos de toda especie, desconociendo tan completamente las reglas de la sana crítica al aplicarlas á las comedias de Cervantes, que le siguen, que las califica de parodias y sátiras contra el gusto corrompido de la época, ó lo que es lo mismo, de obras las más defectuosas y sandias que jamás se han escrito. ¿Cómo hubiera creído esto nunca el autor del Don Quijote? Es imposible descubrir en ellas el más leve rastro de parodia ni de sátira. Generalmente son imitaciones serias del estilo de Lope de Vega, no obstante los esfuerzos del autor en superar á su modelo con escenas más variadas y situaciones de más efecto. La impresión, que hacen, es muy semejante á la del Persiles, escrito en la misma época. Así como Cervantes amontonó en su última novela las aventuras de los libros de caballería, que antes criticara con tanto rigor, así también acumuló en ellas sin escrúpulo todos aquellos extravíos dramáticos de bambolla y efecto de la época, llevando hasta la exageración su licencia. Aún más extraño nos parece, que, distinguiéndose todas sus obras por su plan clarísimo y por su regularidad y buena traza, tanto en el conjunto como en sus diversas partes, encontremos en las comedias los defectos opuestos: aridez en la composición, y ligereza suma en su desarrollo. Justamente el mismo poeta, que dió tantas pruebas de su maestría en la pintura de caracteres, se contenta en ellas con bosquejarlos muy superficialmente, y profundizando hasta tal punto otras veces, carece en sus comedias de verdadera intención poética. Parece que Cervantes conocía también los defectos de estas piezas, según se deduce del tono poco pretencioso con que habla de ellas en el prólogo, muy opuesto, sin duda, al amor propio que en otras ocasiones manifiesta; pero como intentaba rivalizar con Lope y su escuela, creyó, acaso, que el mejor modo de lograr el triunfo era imitar la parte externa de sus obras, acumulando maravillas, aventuras y golpes teatrales. Debía haber conocido que la fama de Lope, hasta en el populacho, dependía de causas muy diversas. Además del defecto de estar escritas en un estilo extraño y falso hasta lo sumo, tienen otro, que no dejó de contribuir en su daño, cual es la ligereza deplorable con que fueron compuestas. Ni en la rapidez de la composición quiso Cervantes dejarse superar por el celebérrimo maestro del drama español, careciendo del don de improvisar de aquél y de su facilidad en producir, como jugando, perenne é inagotable corriente de invenciones, y hasta de obras literarias de primer orden. Cervantes, al parecer, tenía un genio de muy distinta índole: para trabajar con provecho necesitaba concentrar su actividad, y en el momento que seguía diverso rumbo degeneraba en superficial y frívolo.

No se entienda por todo esto que sus comedias deban desecharse por completo; al contrario, nosotros creemos que cuanto lleva el nombre de Cervantes es digno de aprecio, y que así como las traducciones del Persiles y hasta de la Galatea han excitado nuestro interés, lo propio hubiese sucedido con sus comedias. Todas ellas, aunque adolezcan más ó menos de las faltas indicadas, contienen también muchas bellezas parciales, así morales como estéticas, y abundan á veces en notables escenas, que pueden servir de prueba del talento dramático del autor de la Numancia, y no merecen pasar desapercibidas. Hasta El rufián dichoso, que por su licencia y mal gusto es la peor de todas las Comedias de santos que conocemos, las ofrece también. Esta pieza, entre cuyos personajes, además de diversas figuras alegóricas[20], encontramos dos rufianes, un pastelero, un inquisidor, Lucifer, un ángel y tres almas del Purgatorio, nos ofrece por añadidura un espadachín bribón de Sevilla, que al fin muere en Méjico como un santo, haciendo milagros. Las demás piezas son desiguales por su mérito y de distinto carácter. En todas, no obstante el escaso interés que excita la acción principal, agrada la gracia y agudeza de los papeles cómicos, al paso que las escenas serias no satisfacen generalmente. La comedia titulada La casa de los celos trata de un asunto sacado de las tradiciones españolas de Carlomagno, y es muy parecida por sus contornos externos á las posteriores de Lope y Calderón, destinadas á celebrar ciertas fiestas y solemnidades, aunque desprovistas de aquella encantadora poesía, que tanto las realza entre las demás piezas de espectáculo. El gallardo español y La gran Sultana son dos cuadros llenos de los más varios sucesos y animadas descripciones, que si bien á veces nos regocijan plenamente, no nos hacen olvidar que falta orden y concierto en la disposición y arreglo de sus partes. En Los baños de Argel repite el mismo argumento, que utilizó antes en El trato de Argel; en Pedro de Urdemalas vemos una especie de novela picaresca en forma dramática, una serie de situaciones cómicas bien pensadas y descritas con bastante poesía, á las cuales sólo falta la unidad de su traza y desarrollo para constituir una comedia verdadera[21]. En la primera escena aparece el astuto Pedro de Urdemalas en hábito de mozo de labranza, después de haber ejercido todas las profesiones posibles. Un amigo suyo le ruega que le ayude á conseguir la mano de su amada Clemencia, que su padre le niega. Este, llamado Martín Crespo, deja entonces de ser alcalde, y ejerce por última vez sus funciones de juez. Por consejo de Pedro se disfrazan los amantes de pastores y se presentan ante el alcalde; acusan al obstinado viejo, que se opone á su casamiento, y se dan traza de que él mismo se condene y apruebe el matrimonio. Las escenas siguientes describen las procesiones y danzas, con que se celebra la fiesta de San Juan. Los supersticiosos creen que las jóvenes, que bañan esa noche sus pies en un barreño de agua, y dejan flotar sus cabellos al capricho de los vientos, averiguan por ciertas señales quién ha de ser su esposo. Pedro se ingenia de manera que muchas labradoras, que hacen este experimento, conozcan por ciertas señales á los que miran por amantes y los escuchen con benevolencia. Aparece después una banda de gitanos, entre los cuales viene Pedro, la cual, merced á su astucia, obtiene pronto gran consideración. Los gitanos llegan á un villorrio, en donde habita una viuda, que, según cuentan, tiene toda su casa llena de sacos de oro, pero tan miserable y voluntariosa, que no se desprende de un solo maravedí, á no ser para gastarlo en la salvación de su difunto esposo y sacarlo del Purgatorio. Pedro se disfraza de ermitaño; atraviesa montado en un asno las calles de la aldea; se detiene delante de la casa de la viuda, y pide á gritos una limosna. Cuenta entonces que una generación completa de sus antepasados se consume en el Purgatorio, y, que después de celebrar consejo habían resuelto nombrar un alma, para que los representase en la tierra é inclinar en su favor á la rica viuda, con cuyos tesoros se pueden salvar únicamente. Sostiene que él es un alma del Purgatorio. Hace una horrible pintura de los tormentos que allí sufren, así él como sus abuelos, y conmueve de tal modo á la viuda, que baja á poco con dos sacos llenos de dinero, que entrega al suplicante. La acción de la comedia se enlaza con la suerte de una doncella de la banda de los gitanos, que viene con ellos, y que, como la Gitanilla, aparece ser después hija de padres distinguidos. En la jornada tercera aparece Pedro de Urdemalas en una compañía de actores, y viene con ellos á la corte para dar una representación; encuentra allí á la gitanilla, á la cual tenía cierta inclinación, convertida ya en noble dama, y en su traje de rey discurre con agudeza sobre las vueltas é instabilidad de la suerte, y al concluir recuerda cómicamente el principio de la pieza. Dice así:

«Ya ven vuessas mercedes, que los reyes
Aguardan allá dentro, y no es posible
Entrar todos á ver la gran comedia
Que mi autor representa, que alabardas
Y lancineques, y frinfrón impiden
La entrada á toda gente mosquetera:
Mañana en el teatro se hará una,
Donde por poco precio verán todos
Desde el principio al fin toda la traza,
Y verán que no acaba en casamiento,
Cosa común y vista cien mil veces,
Ni que parió la dama esta jornada,
Y en otra tiene el niño ya sus barbas,
Y es valiente y feroz, y mata y hiende,
Y venga de sus padres cierta injuria,
Y al fin viene á ser rey de un cierto reino.
Que no hay cosmografía que lo muestre.
De estas impertinencias y otras tales,
Ofrezco la comedia libre y suelta,
Pues, llena de artificio, industria y galas,
Se cela del gran Pedro de Urdemalas.»

Esto último es bueno, y excelentes algunos pasajes aislados de esta pieza, aunque el conjunto no merezca alabanza.

Menos defectuosas, bajo este aspecto, y por su plan las mejores, son La entretenida y El laberinto de amor. Aquélla es una comedia de capa y espada no despreciable, imitada después por Moreto en su Parecido en la corte, aunque sea muy superior á su modelo. El argumento es el siguiente: Marcela, hermana de Antonio de Almendárez, ha sido prometida á su primo Silvestre, que debe llegar con la primera flota de América. Hacia este mismo tiempo debe venir de Roma la dispensa; pero el estudiante Cardenio, enamorado de Marcela, soborna al escudero de ésta, y consigue introducirse en la casa de Don Antonio. El astuto escudero le aconseja que finja ser el esperado Silvestre, y le da cuantas noticias necesita para representar con verosimilitud su papel. En este concepto se presenta Cardenio á Don Antonio, que lo recibe como si fuese el pariente, que ha llegado de América; pero se da tan mala traza para llevar adelante su empresa, que no sabe captarse el amor de Marcela, y al fin se descubre el engaño con la venida del primo, que prueba la identidad de su persona. Deshácese, sin embargo, el matrimonio de Silvestre y de Marcela, porque el Papa niega la dispensa. Con esta sencilla acción principal se enlaza otra episódica. Don Antonio ama á Marcela Osorio, idéntica á su hermana en el nombre y en las facciones, encerrada por su padre Don Pedro en un convento. Don Antonio ignora esta circunstancia, y se desespera tanto al saber su desaparición, que se queja amorosamente á su hermana, engañado por su singular semejanza. Un amigo de Don Antonio le informa del paradero de Marcela, y consigue de Don Pedro que consienta en el matrimonio de su hija; pero Marcela ha prometido su mano y dado palabra escrita de casamiento á un cierto Don Ambrosio. Éste entra con el billete de su amada en la casa de Don Antonio, creyendo que su hermana Marcela es la hija de Don Pedro, y á poco llega también en su busca el mismo Don Pedro Osorio, que concierta con Don Antonio el enlace de su hija. Don Ambrosio presenta la promesa escrita de casamiento; Don Pedro le niega su aprobación y la concede á Don Antonio; pero éste, al saber que Marcela ha dado á otro su palabra, se retira, y por esta razón no se celebra ninguno de los matrimonios proyectados. A la conclusión aparece el gracioso, que echa una rápida ojeada sobre la mayor parte de las comedias españolas, aludiendo con sus sátiras á la costumbre de que ha de haber al fin matrimonio, y dice así:

«Esto en este cuento pasa:
Los unos por no querer,
Los otros por no poder,
Al fin ninguno se casa.
De esta verdad conocida
Pido me den testimonio:
Que acaba sin matrimonio
La comedia Entretenida

El laberinto de amor es una comedia romántica, llena de situaciones interesantes, aunque de intriga algo confusa. El defecto principal de esta pieza es que los mismos motivos influyen con frecuencia en sus diversos personajes. Encontramos en ella cuatro ó cinco príncipes disfrazados y dos princesas, que en el curso de la comedia se disfrazan también muchas veces, y por esta causa cuesta trabajo desenredar tanta confusión de disfraces. Por lo demás, la acción está bien trazada en sus elementos principales. Rocamira, hija del duque de Navarra, es solicitada por varios amantes, que residen casi de incógnito en la corte de su padre; pero ella ha prometido su mano á Manfredo, duque de Rosena, que se espera para la celebración de la boda. Preséntase á esta sazón el príncipe Dagoberto; acusa á la princesa de tener relaciones ilícitas con un caballero de la corte, y pretende sostener con las armas la verdad de su dicho. Suspéndense, por tanto, las nupcias; llevan á la cárcel á Rocamira y la condenan á muerte, á no aparecer un caballero que defienda su inocencia, y la pruebe venciendo al acusador en la lucha. Prepárase un juicio de Dios: acude á él la princesa, envuelta en negro velo, y multitud de caballeros se aprestan á pelear por ella y por su honor, faltando sólo Dagoberto. Después de esperarlo largo tiempo, llega al cabo en ademán pacífico, en compañía de una dama, cubierta también con un velo, y declara que está pronto á defender la inocencia de Rocamira contra cualquiera que la ofenda ó dude de ella. Viéndose en inminente peligro de perderla, ha apelado al medio de acusarla falsamente para evitar su casamiento con el duque de Rosena, y la mejor prueba de que la tiene por inocente es que él mismo la ha desposado. Levanta entonces el velo de la tapada que le acompaña, y se ve á Rocamira, que se ha dado traza de huir de la prisión, dejando otra en su lugar, la cual es otra princesa enamorada de Manfredo, que ocultamente le ha seguido á la corte de Navarra, penetrando en la cárcel y haciéndose pasar por Rocamira.

Infinitamente superiores á estas comedias son los ocho entremeses contenidos en la misma edición. Cervantes tenía todas las cualidades necesarias para brillar en este género dramático, y sin vacilar podemos decir que no ha sido superado por ninguno de los que le sucedieron. Sabido es que estos cuadros burlescos de la vida ordinaria no tienen, por lo común, grandes pretensiones poéticas; pero cuando campea en ellos tanta gracia é ingenio como en los de Cervantes, cuando abundan en ellos tantas sentencias y rasgos tan agudos como discretos, no se les puede negar altísimo mérito. El entremés del Retablo de las maravillas, que sirvió á Piron de modelo para componer su Faux prodige, es inimitable y una verdadera obra maestra. Síguele inmediatamente La cueva de Salamanca, farsa muy divertida, fundada en el proverbio popular, de que sacó Hans Sachs Die fahrenden Schüler, y en que se funda la opereta francesa titulada Le soldat magicien. Los demás, como El rufián viudo, El viejo celoso, etc., no desmerecen tampoco de los anteriores. La dicción de estos entremeses, ya en los versos de dos de ellos, ya en la prosa de los restantes, ofrece maravillosos ejemplos de la fusión del lenguaje de la vida ordinaria con la cultura literaria más refinada[22].

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CAPÍTULO XIII.

Lupercio Leonardo de Argensola.—Actores y poetas dramáticos del último decenio del siglo xvi.—Escrúpulos teológicos sobre las representaciones dramáticas.—Autorización legal para la representación de las comedias.—Ojeada general sobre el drama español anterior á Lope de Vega.—Reseña histórica de los bailes nacionales españoles.

DESPUÉS de esta digresión, que reconoce por causa el examen de las últimas obras de Cervantes, retrocederemos de nuevo á reanudar el hilo de nuestra historia del teatro español, sin salir de los límites que nos hemos trazado, y analizaremos de paso las tragedias, ya mencionadas, de Argensola.

Lupercio Leonardo, el mayor de los dos hermanos Argensolas, justamente famosos en las letras, nació en Barbastro en el año de 1565, y á los veinte de su edad, esto es, en 1585, vió representar tres tragedias suyas en los teatros de Zaragoza y Madrid[23], tituladas La Isabela, La Alejandra y La Filis. A pesar del éxito extraordinario y universal, con que fueron recibidas, como, entre otros, testifica el mismo Cervantes, no influyó, sin embargo, en su autor para seguir la senda comenzada. Los cargos importantes, que desempeñó después Argensola, ya como secretario de la emperatriz María de Austria, ya como gentil-hombre de cámara del archiduque Alberto, y últimamente como secretario de Estado del virrey de Nápoles, no le dejaron tiempo ni gusto bastante para consagrarse á la literatura dramática, limitándose á ejercitar su talento poético en composiciones líricas, que le granjearon merecida fama. Murió en el año de 1613, sin haber dado á la estampa sus tragedias, por cuya razón desapareció una de ellas, y cayeron las otras dos en olvido hasta hace poco, en que salieron de nuevo á luz[24].

El que lea estas últimas, que son La Isabela y La Alejandra, bajo la impresión de las desmedidas alabanzas, que Cervantes les prodiga, sufrirá triste desengaño, y confesará á la postre que sólo merece celebrarse la elegancia de su dicción y alguna que otra escena. Carecen por completo de invención y de carácter dramático, y merecen crítica aún más rigurosa que las de Virués por la tendencia constante de hacer efecto, acumulando unos sobre otros sucesos y horrores sin cuento. Asesinatos y envenenamientos, martirios y ejecuciones, espectros, y delirios, y horrores de toda especie se siguen en no interrumpida serie, hasta tal punto, que la impresión que cada uno de ellos hubiera hecho se anula por la que hacen otros, y sólo inspiran estupor sin conmover el ánimo. No hay que pensar en la arreglada distribución de sus diversas partes: sin concierto ni asomos de armonía se suceden las unas á las otras; unas veces se precipita la acción de tal manera, que no es posible seguirla, y otras se detiene y suspende por completo, reduciéndose á monólogos de inconmensurable longitud. El argumento de Isabela (sacado probablemente del episodio de Olinto y Sofronia, del Tasso), hubiera podido formar una verdadera tragedia; pero se encuentra como obscurecido y ahogado por los accesorios que le acompañan; además de la acción principal, y sin relación alguna con ella, hay tres ó cuatro intrigas amorosas, que finalizan en muertes y asesinatos. El de La Alejandra es, en pocas palabras, el siguiente: el general Acoreo ha dado muerte al rey Ptolomeo de Egipto, y usurpado su trono; mata también á su esposa, y se casa con la princesa Alejandra, bella, pero frívola. Sus diversos amantes fenecen uno tras otro á manos del usurpador, y ella se ve obligada á lavarse en la sangre de uno y tomar después veneno. Orodante, mientras tanto, joven criado en palacio, llega á saber que es hijo del Rey asesinado, y se hace de partidarios, con cuya ayuda intenta vengar al padre y derrocar al tirano. Estalla al fin la sedición: Acoreo, abandonado de todos, ve aparecerse el espíritu de Ptolomeo, que le predice su ruina, y se encierra en una torre fortificada. Aquí mata, á la vista de los espectadores, á muchos niños, rehenes de los ciudadanos de Memphis, y arroja sus cabezas al campo de los sitiadores; después es asesinado por los de su séquito, que ofrecen su cabeza á Orodante, y mueren como traidores por su orden. Muéstrase entonces Sila, hija del tirano derrocado, en lo alto de la torre: Orodante le declara su amor desde abajo, y ella le invita á subir; mas apenas le obedece y llega arriba, cuando se precipita sobre él, puñal en mano; le atraviesa el corazón, y se arroja desde la torre. A la conclusión aparece la Tragedia, que ya ha recitado el prólogo; explica la moral de la pieza, y ruega á los espectadores que la aplaudan. Es fácil de ver que este argumento era muy á propósito para formar una tragedia verdadera, y que en manos del poeta se convierte, no en tragedia, sino en caricatura; que la impresión que debiera hacer se debilita por las muchas y horribles catástrofes que la sofocan, y que el autor, á pesar de sus esfuerzos en mantenerse á la altura del trágico coturno, degenera no pocas veces en ridículo y pueril.

Para comprender en cierto modo la aprobación, que tuvo esta obra mal perjeñada, hasta entre inteligentes, como Cervantes, y para hacer también justicia al talento de Argensola, debemos añadir que en ambas piezas, á pesar de su falta de unidad artística y de sus lunares, se hallan muchos rasgos de verdadera poesía, y que su lenguaje y versificación se distinguen por su pureza, elevación y elegancia, superiores á la de Virués y á la del mismo Cervantes. Y estas cualidades apreciables nos explican principalmente, que se hiciera tan ventajosa distinción entre su forma y su fondo, grosero y de mal gusto, y el influjo durable que ejercieron más tarde en la literatura dramática.

Las obras de La Cueva, Artieda, Virués, Cervantes, Argensola y algunos otros[25], que pueden agruparse á su lado, cierran el período dramático más culto, que precede inmediatamente á Lope de Vega. De esto se desprende también sin esfuerzo, que, como estas producciones no fueron muy numerosas, no bastaban á las necesidades de los teatros, y que los actores, lo mismo ahora que antes, se vieron también obligados á llenar por sí estas lagunas de sus repertorios. Ya hemos indicado los nombres de algunos que se consagraron á este objeto, debiendo añadir á ellos los de Alonso y Pedro de Morales, dos cómicos muy celebrados en tiempo de Felipe III y IV, que, sin embargo, corresponden á esta época por sus primeros trabajos[26]; Villegas, de quien dice Rojas que compuso cincuenta y cuatro comedias y cuarenta entremeses; Grajales, Zorita, Mesa, Sánchez, Ríos, Avendaño, Juan de Vergara, Castro, Carvajal y Andrés de Claramonte.

La afición siempre creciente del pueblo al teatro; el número de cómicos, mayor cada día, y diversos abusos que se habían introducido en las representaciones, como ciertos bailes licenciosos y cantares obscenos, llamaron en 1586 la atención de las autoridades, y suscitaron dudas acerca de la conveniencia de estos espectáculos. Los teólogos, á quienes se consultó, fueron de distinto parecer, declarándose los unos contra todo linaje de representaciones escénicas, y opinando los otros que en general debían tolerarse, desarraigando tan sólo los abusos que se habían introducido. De este último dictamen fué especialmente un cierto Alonso de Mendoza, monje agustino de Salamanca, el cual dijo que el teatro era un entretenimiento lícito y hasta saludable para el pueblo, y que en España no había degenerado hasta el extremo de hacer necesaria su abolición, aunque fuesen vituperables y debieran condenarse ciertos bailes y cantares lascivos, que con razón desagradaban á las gentes sensatas. Felizmente fué acogida por las autoridades esta opinión benévola, y en el año de 1587 se dió permiso formal para la representación de comedias, fundándose en el dictamen de esos célebres teólogos, aunque con las restricciones indicadas, que, á la verdad, hubieron de repetirse más tarde. Aunque algunos pretendieron que no saliesen las mujeres á las tablas, y que se restaurase la antigua costumbre de representar los niños sus papeles, no se accedió á su demanda, y, al contrario, se declaró que este último uso era más decente que el primero.

Esta autorización pública dió nuevo vuelo al teatro: aumentóse considerablemente el número de poetas dramáticos, actores y actrices; pronto se olvidaron las prohibiciones restrictivas de los bailes, y para librar al teatro de los ataques ulteriores del clero, sirvieron también no poco las comedias religiosas y las vidas de santos, que en esta época estuvieron muy en boga. Además del objeto piadoso, á que contribuían las representaciones escénicas, se ideó otro medio para cubrir con el manto de la religión las licencias teatrales, reprobadas por los rigoristas. Un celoso defensor del drama llegó al extremo de sostener, que los dramas religiosos podían tener tanta influencia en propagar la religión y el ascetismo como los sermones de los sacerdotes, fundándose, como es sabido, en que á veces los mismos cómicos que representaron la vida de San Francisco y de otros santos, y en ocasiones los espectadores, arrastrados de repentino arrepentimiento, pasaron de las tablas al claustro y entraron en la orden del santo. En oposición á esto, cuenta el P. Mariana que una célebre actriz, que, representando á la Magdalena había hecho llorar con frecuencia al público, fué acometida de improviso por el actor que representaba á Cristo en la misma pieza, y salió de este ataque embarazada[27].

Rojas habla de Pedro Díaz (el Rosario) y de Alonso Díaz (San Antonio), como de compositores famosos de comedias de santos, anteriores á Lope de Vega. La manía de escribir este linaje de obras fué tan lejos, que en Sevilla no hubo poeta que no sacase á las tablas al santo de su devoción.

Entre los poetas dramáticos de este tiempo, aparecen ya muchos que fueron después muy famosos en el período siguiente: cuéntanse entre ellos Lope de Vega, Tárrega, Gaspar Aguilar y otros. A los once y doce años, esto es, hacia 1574, había ya escrito Lope comedias por propia confesión, y en el último período de su juventud no había interrumpido del todo sus trabajos. Poseemos dos piezas de esta época más antigua; pero aquélla, en que se consagró más especialmente al teatro y fué más decisiva su influencia, formando nueva era, cae después del año de 1588, y, por consiguiente, fuera de los límites de la presente. Para no faltar á la unidad de esta relación, parece oportuno hablar de estos primeros ensayos suyos y de los de sus coetáneos, en la parte que sigue de la historia del teatro español. Entonces será ocasión oportuna de caracterizar rigurosamente las distintas especies de piezas dramáticas, como las comedias de capa y espada, las de ruido, etc., pues aunque todas ellas asoman ya con sus rasgos esenciales en el período anterior, aparecen sólo en el subsiguiente con sus condiciones peculiares, y tales cuales después duraron por más de dos siglos largos[28].

Apenas hay necesidad de indicar que ambas épocas no están separadas por una línea divisoria clara y patente, por un año especial y fijo, y que, al contrario, alguna de ellas comprenderá insensiblemente parte de la otra. Bástanos establecer, en general, en los dos años de 1588 á 1590, la transición de la antigua forma del drama español á la nueva, aun cuando esto sucediera algunos años antes ó después.

Y ya que nos acercamos al período más moderno é importante del drama español, creemos conveniente echar una ojeada retrospectiva al terreno andado, y delinear sucinta y gráficamente la época dramática que abandonamos. Ya se siente la necesidad y se muestra la fuerza creadora, que ha de dar vida al teatro nacional, pero faltan medios adecuados á lograrlo. No hay un punto céntrico seguro, hacia el cual se encaminen los diversos ensayos, ni norma fija y regla artística inmutable á que atemperarse. Las tentativas de imitar la tragedia y comedia clásica con falsa forma, se han estrellado en la decidida voluntad del país, contraria á ellas, pero dejando tras sí perjudiciales prevenciones y costumbres, ya revelándose en los desahogos de una crítica anti-popular, ya en la obediencia parcial á reglas más soñadas que sólidas, ya en las monstruosidades de Virués y de Argensola, imitadores de Séneca. Casi todas las piezas dramáticas corren desacordadas entre dos escollos, y son extravagantes por su forma, disparatadas por su plan y pobres por su fondo; y si aquélla necesita más lima y corrección, éste exige en cambio más jugo y rica savia. Muy pocas producciones ofrecen organización armónica y vida poderosa con una forma enérgica y animada, y cuando el interés principal es grande, se disipa en la multitud de episodios, intercalados sin juicio, y fundados por lo común en intrigas triviales y amorosas. Pocas veces se les imprime también el tono verdaderamente dramático, predominando de ordinario el épico ó el lírico, ó ahogado y confundido con la balumba de ampulosa fraseología. En el teatro aparecen obras informes, atentas sólo á ganar los aplausos del momento, y que desaparecen en seguida, en lucha con las de poetas más formales é ilustrados, y constituyendo por ende una situación dramática anárquica é irregular. No faltan, sin embargo, en estas sombras sus puntos brillantes. Hasta en los extravíos, que se oponen al desarrollo más perfecto del drama, se muestra ya cierta actividad, cierto deseo y tendencia á lo mejor y más acordado, que promete ópimos frutos para lo venidero. Mientras que, por una parte, se observan composiciones absurdas y desarregladas, sin arte ni valor intrínseco, aunque lleven el sello del fuego poderoso y creador que encubren, por otra no podemos desconocer los esfuerzos que se hacen para establecer reglas críticas ó fundadas en la literatura clásica, é imitaciones de los antiguos modelos, no poco importantes para el perfeccionamiento del drama. Si el teatro español no hubiese abandonado este peldaño, no hubiera tampoco resuelto el problema de su destino, y renegara de la preexistencia de sus orígenes, muy á propósito para la formación posterior de un drama elevado, verdaderamente popular. Ya en general aparecen determinados los rasgos fundamentales del teatro nacional, y sólo falta separar el germen de las envolturas que lo cubren. Verdad es que todavía se observa el deseo de aislar en muchas piezas lo cómico de lo trágico, y por cierto con desusado rigor; pero hasta en aquéllas que, como la Numancia, de Cervantes, propenden más á moverse en la esfera puramente trágica y conservar su colorido, se notan también caracteres especiales, que corresponden más bien á la comedia. Por lo común los asuntos predilectos son los nacionales, y si los motivos dramáticos carecen de este requisito, se asimilan á las ideas y costumbres españolas. La comedia prosáica de Lope de Rueda, que copia la vida ordinaria, ha degenerado en insignificante elemento literario de los repertorios, y el fin, á que propende el desarrollo del arte, es á la formación de un drama importante y perfecto, fundado en el espíritu nacional. En cuanto á su versificación se unen elementos italianos y españoles, aunque al aplicarse no constituyan un sistema métrico completo; las combinaciones métricas italianas, y especialmente las octavas, que más tarde ocuparon el puesto principal, dominan ya en el diálogo ordinario. La división en tres jornadas, como hemos visto antes, fué admitida generalmente desde el tiempo de Virués. Ya se distinguen también las diversas especies de dramas, que aparecieron más tarde en la época más brillante del teatro español. Las comedias de capa y espada, cuyo germen descubrimos en las obras de Torres Naharro, son ya conocidas bajo este mismo nombre antes de Lope de Vega (Cervantes, Adjunta al Parnaso). También hemos visto, entre las composiciones de La Cueva, Virués, etc., varios ejemplos de comedias de ruido ó de teatro, históricas, mitológicas ó imaginarias; y en cuanto á los dramas religiosos, especialmente las leyendas dramáticas de santos, hemos también indicado cómo pasaron de las iglesias y las plazas al teatro. Por lo que hace á la representación de ciertos autos en algunas solemnidades, sobre todo en Navidad, merece apuntarse, que, desde los últimos decenios anteriores á 1590, no rastreamos la existencia de estas representaciones, tales como se daban antes, sin duda porque, probablemente en esta misma época, se acercaron más y más á la forma concreta con que se muestran más tarde, en la época de Lope de Vega y de sus contemporáneos.

Parécenos oportuno, á la conclusión de este libro, dar algunas noticias de los bailes españoles y de su relación con el teatro, como ya antes indicamos. Creemos, no obstante, innecesario encerrarnos en un espacio de tiempo determinado, puesto que conviene más á nuestro propósito echar una ojeada general sobre este punto.

El baile pantomímico, acompañado de la voz, es antiquísimo en España, y solaz propio de los vascos, los que, según se cree, poblaron primero la Península, alcanzando á una época primitiva muy remota, que se pierde en la obscuridad de los tiempos y escapa á toda investigación[29]. Las descripciones, que hacen los escritores romanos de la habilidad coreográfica de las bailarinas gaditanas, nos inclinan á pensar que las danzas españolas de aquella época se asemejaban al moderno fandango y bolero por sus gesticulaciones y animados movimientos, y que se acompañaban también con las castañuelas[30]. Es de presumir que esta costumbre nacional tan extendida, descendió de nuevo á las provincias reconquistadas desde las montañas de Asturias, y que se perfeccionó después en ellas en los siglos medios[31]. Significativo debió ser el influjo que los juglares ejercieron, puesto que la composición de baladas y danzas fué de su particular incumbencia[32]. La Gibadina, la Alemanda, el Turdión, la Pavana, el Piedegibao, la Madama Orliens, el Rey Don Alonso el Bueno, etc., son de las más antiguas que se usaron en la Edad Media[33]. Distinguíanse generalmente en bailes y danzas, diferenciándose aquéllos de éstas en el movimiento de manos y brazos, peculiar á los primeros, y no usados en las segundas. Ya en los primeros ensayos dramáticos jugaba el baile papel importante, como indicamos con repetición, considerándolo como elemento esencial en las representaciones de las iglesias. En las piezas de Juan del Encina, Gil Vicente y Torres Naharro era costumbre acabar con baile la función, mientras se cantaba un villancico. Más tarde se muestra también en los teatros, ya intercalado en los dramas, especialmente en entremeses y sainetes, ya independiente de ellos, y sólo á la conclusión de la comedia, como sucedía en tiempo de Lope de Rueda[34]. En las fiestas con que se celebraba la Navidad, había de haber necesariamente autos y bailes, dos al menos, ateniéndonos al acuerdo del ayuntamiento de Carrión de los Condes de 1568[35].

En el siglo xvi aparecieron muchos bailes nuevos, que á causa de sus movimientos lascivos y posturas indecentes movieron mucho escándalo, aunque fueron muy aplaudidos por la multitud, y hasta casi hicieron olvidar los antiguos, más decorosos. Los escritores de este tiempo acusan con frecuencia de lascivos al Zapateado, Polvillo, Canario, Guineo, Hermano Bartolo, Juan Redondo; á La Pipironda, Gallarda, Japona, Perra Mora, Gorrona, etc., y descargan especialmente sus iras en La Zarabanda, La Chacona y El Escarramán, tres bailes muy aplaudidos, aunque indecentes á lo sumo, repetidos en todos los teatros de España en la segunda mitad del siglo xvi, y causa principal de los anatemas de los rigoristas contra los espectáculos teatrales. El más provocativo de todos debió ser La Zarabanda. El P. Mariana le da tanta importancia, que consagra á combatirla un capítulo de su libro De spectaculis, diciendo que ella sola ha hecho más daño que la peste. En un impreso del año de 1603, titulado Relación muy graciosa, que trata de la vida y muerte que hizo la Zarabanda, mujer que fué de Antón Pintado[36], y las mandas que hizo á todos aquéllos de su jaez y camarada, y cómo salió desterrada de la corte, y de aquella pesadumbre murió (Cuenca, año de 1603), se inserta una prohibición contra ella, que por lo visto no fué observada con rigor, puesto que en tiempo de Carlos II la vió la condesa d'Aulnoy en el teatro de San Sebastián[37]. Parece que sólo la bailaban las mujeres; no así La Chacona, que se bailaba por parejas y por personas de ambos sexos[38].

En el impreso mencionado, además de La Zarabanda, se habla de otros muchos bailes parecidos, cuyos nombres provienen de las palabras, con que comienzan las estrofas que los acompañan. Estos cantares, jácaras, letrillas, romances, villancicos, que en número crecido subsisten todavía, no tienen forma bien determinada, y generalmente sólo anuncian su destino en el refrán, que á veces se repite en cada estrofa. Cantábanse por lo común con la guitarra, y á veces con la flauta y el arpa, y algunas bailarinas tenían la habilidad de cantarlos y bailarlos á un tiempo[39].

Lope de Vega se queja, en La Dorotea, de que hayan caído en tal desuso bailes antiguos, como La Gibadina y La Alemanda, que ya en su tiempo no se conocían bien; y dos siglos después hace lo mismo otro celoso defensor de las costumbres nacionales españolas contra los afrancesados, respecto de La Zarabanda, La Chacona, El Escarramán, El Zorongo y otros de este jaez[40]. No nos es posible dar hoy una descripción acabada de estos bailes, de que tanto hablan los antiguos escritores españoles; pero por lo que puede rastrearse de sus indicaciones aisladas, se asemejaban en lo esencial al tipo común, de donde salieron La Jota, El Bolero, El Fandango y otros de la misma especie, más ó menos licenciosos.

Hacia mediados del siglo xvii, cuando, á consecuencia de la afición al lujo de Felipe IV, se aumentó considerablemente el aparato escénico, sobre todo en el teatro del Buen Retiro, se convirtieron también esas danzas sencillas en bailes más difíciles y complicados, y de mayores pretensiones por su acción y sus figuras, aunque diferenciándose mucho de los insípidos modernos de espectáculo, porque la danza estuvo siempre al servicio de la poesía, y, ajustándose á la letra y al canto, tuvo su significación propia. No se desdeñaron de componerlos poetas famosos, como Quevedo y Luis de Benavente[41], ó de intercalarlos en sus obras, como Lope, Antonio de Mendoza, Calderón y otros.

Oportuno es tratar también ahora de las danzas habladas, ó bailes de personajes alegóricos y mitológicos, que, según se desprende de la descripción que encontramos en el Don Quijote (parte II, cap. 20), agradaban ya en tiempo de Cervantes, perfeccionándose más tarde en la corte de Felipe IV, en donde se representaron á veces por las personas Reales en ciertas fiestas, con desusado lujo de trajes y decoraciones[42].

Pero á consecuencia de estos bailes suntuosos, los cuales predominaron demasiado en los teatros, fueron olvidándose poco á poco las danzas nacionales, más sencillas y agradables, hasta que casi desaparecieron de ellos. Parece que á principios del siglo xviii no se bailaban ya La Zarabanda, La Chacona y demás bailes de este jaez, puesto que cada día se hace de ellos mención menos frecuente. Verdad es que otra danza parecida, aunque menos libre y licenciosa que aquéllas, duraba siempre en los campos y se perfeccionaba insensiblemente, para ocupar luego en el teatro el lugar de las que la precedieron. Escritores nacionales sostienen que las seguidillas (palabra que designa el baile y el canto que le acompaña), tales como hoy se conocen, aparecieron en la Mancha á principios del siglo pasado; pero el nombre, por lo menos, es sin duda mucho más antiguo, y se halla en el Quijote (cap. 38). Estas seguidillas deben mirarse como la matriz de casi todos aquellos bailes nacionales, tan celebrados ahora por todos los españoles á quienes no ciega la afición á lo extranjero, y famosos también fuera de España. Una descripción de él dará una idea aproximada de otros que se le parecen, con ligeras modificaciones, como El Fandango, Bolero, etc. Pero, ¿quién podrá describir sino superficialmente danzas y melodías, cuando la postura, el movimiento y la expresión, que es lo que constituye su esencia y principal encanto, son indescriptibles?

Las seguidillas se componen de siete versos, ya de siete, ya de cinco sílabas, y se dividen en una copla de cuatro y un estribillo de tres. El cuarto verso asuena con el segundo y el séptimo con el quinto[43]. Esta forma es tan sencilla y fácil de manejar, que se acomoda á la improvisación más que otra alguna, y la hace asemejarse al ritornello italiano, y sirve hasta á los campesinos para expresar sus sentimientos. Literariamente no ha sido cultivada hasta nuestros días[44]; pero las hay á millares, nacidas en el pueblo y mostrando su vena, que circulan por todo el país hace largo tiempo, y se componen á cada momento en número prodigioso, para olvidarse en seguida. Las penas y alegrías, las esperanzas, deseos y quejas de los amantes son su inagotable tema. Las melodías con que se cantan de ordinario, acompañadas con la guitarra, están, por lo común, en compás de tres por cuatro, y á veces también en modo menor. En la invención de estos cantares descubren á veces las gentes de la clase más baja un sentimiento musical muy elevado. No siempre se destinan las coplas para acompañar el baile: entónanse á veces por jóvenes galanes bajo las ventanas de sus amadas, ó por dos improvisadores en lid poética. El baile de las seguidillas es como sigue: mientras preludia una guitarra, se separan las parejas, vestidas con graciosos trajes de majos, y se coloca cada uno á tres ó cuatro pasos de distancia; cantan el primer verso de la copla mientras los bailarines permanecen inmóviles; calla otra vez la voz; la guitarra comienza entonces la melodía, y al cuarto compás prosigue la voz de nuevo, se oyen las castañuelas, y el baile comienza con sus acompasados giros, sus graciosas idas y venidas y su encantadora expresión de amorosa alegría. Al noveno compás se acaba la primera parte y hay una pequeña pausa, en la cual sólo se escucha el leve sonido de la guitarra. En la segunda parte se repite la primera con ligera variación en el paso y las posturas, y, al concluirse, vuelven á ocupar el lugar que tenían al principio; con el noveno compás enmudecen de repente la música y la voz, y es regla importante que los bailarines se queden en la misma postura en que los sorprende la última nota de la música; si ha sido bien escogida, se aplaude y se dice que están bien parados.

Tales son las reglas y el orden del baile; pero ¿qué podremos decir para expresar el encanto que todo él inspira? Su ardiente melodía, que expresa al mismo tiempo el placer y dulce tristeza; el sonido de las castañuelas que lo acompañan, el lánguido entusiasmo de las bailarinas, las miradas y gestos suplicantes del bailarín, la gracia y finura que refrena la voluptuosidad de los movimientos, todo, en fin, contribuye á formar un cuadro de atracción irresistible, que, sin embargo, sólo pueden expresarlo los españoles para que se aprecie en todo su valor. Únicamente ellos parecen dotados de las cualidades necesarias para bailar sus danzas nacionales con aquel fuego y aquella inspiración, con aquellos gestos tan llenos de vida y movimiento, con aquella flexibilidad y cadencia con que cada miembro lleva el compás de la música, y á la par con toda libertad y con ese miramiento al decoro, sin el cual la danza es un deforme esqueleto ó una indecencia.

En poco tiempo se extendieron las seguidillas desde la Mancha, su patria, por todas las provincias españolas. El Fandango, El Bolero, La Tirana, El Polo y otros bailes más sonados en los últimos tiempos que la seguidilla, son modificaciones ligeras de ésta, y tan parecidas á ella, que es necesario tener una vista muy ejercitada para distinguirlos. El primero debe ser tan antiguo como las seguidillas, y lo mismo La Tirana, baile andaluz en sus orígenes, cuya letra, como la del Polo, sólo tiene cuatro versos sin estribillo. El Bolero, que se diferencia de los anteriores por la mayor viveza de sus movimientos, de cuya particularidad viene su nombre, debió inventarse hacia el año de 1780 por D. Sebastián Cerezo, celebérrimo bailarín de aquel tiempo. Añádanse también á éstos La Jota aragonesa, que se baila por tres personas; Las Sevillanas; Las Manchegas, especie de bolero; El Chairo, etc.

La cultura convencional, que amenaza nivelar las costumbres de los pueblos de la tierra, haciendo desaparecer toda originalidad de su tersa superficie, ha alcanzado también en estos últimos tiempos á los bailes nacionales. En la buena sociedad nadie osa ya hablar de la seguidilla, del fandango y del bolero, y en vez de esto se solazan con bailes franceses, walses, etc., que, comparados con aquéllos, se asemejan á danzas de osos. Las clases inferiores del pueblo, especialmente en la Mancha y en las provincias andaluzas, permanecen fieles, por dicha, á sus antiguas costumbres, y nunca omiten en sus diversiones cantares y bailes nacionales. Apenas se oye una guitarra en cualquier ventorrillo de la Mancha, ó en uno de los encantadores patios moriscos de las casas de Andalucía, ó al aire libre, á la sombra de un espeso granado, cuando acuden los campesinos, trabajadores y jornaleros de la ciudad, ansiosos de tomar parte en su diversión favorita, mostrándose incansables los jóvenes en corresponder á los deseos de la multitud. La mejor voz comienza en seguida á cantar las seguidillas ó el polo: prepáranse las parejas para el baile; danzan, en efecto, con sus humildes trajes de campo, con tanto agrado y elegancia, que podrían servir de modelo á nuestros más afamados bailarines de ópera: el tono dulce con que cantan, el rápido sonido de las castañuelas, y los infinitos encantos que derraman los bailarines, encadenan á un tiempo los ojos, los oídos y el alma en las jóvenes parejas, y hacen tal efecto en los que los rodean, que expresan su admiración con aplausos y aclamaciones, y á la conclusión con palmadas estrepitosas. Por último, tampoco han cesado en el teatro los bailes nacionales para solazar á los espectadores, sobre todo en los entreactos, en los sainetes ó al final de las representaciones. Sin embargo, su natural sencillez, su gracia espontánea é ingénita, han cedido el puesto á las conveniencias teatrales y al afán de hacer efecto.

Es de esperar, que, en vista de la general reacción, que se observa en España, por mantener vivas en el pueblo las mejores costumbres nacionales, se haga lo mismo con aquéllas, cuya historia y bosquejo acabamos de trazar, y que serán bienes comunes de toda la nación, expulsándose por completo del suelo español todo lo advenedizo y extranjero. En esta parte merecen especial mención los esfuerzos ilustrados de dos músicos de talento, á saber: de Carnicer y Masarnau, los cuales han compuesto para el bolero, la tirana, el polo, etc., nuevas y características melodías, que dentro de poco serán sin duda populares.

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SEGUNDO PERÍODO.

EDAD DE ORO
DEL TEATRO ESPAÑOL, DESDE 1590 HASTA
PRINCIPIOS DEL SIGLO XVIII.

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PARTE PRIMERA.

EL TEATRO ESPAÑOL EN TIEMPO DE LOPE DE VEGA.


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CAPÍTULO PRIMERO.

Importancia política de España en este periodo.—Ciencias y letras españolas.—Ideas políticas predominantes.—Ideas religiosas.—La Inquisición.—Sus relaciones con la literatura, y principalmente con la dramática.

LA literatura española había recorrido en la segunda mitad del siglo xvi los dos estadios de la poesía, que suelen preceder al desarrollo completo de la dramática. A la épica, que se había ya desenvuelto en los romances caballerescos; á la lírica, que había dado sus más sabrosos frutos en las obras de los cancioneros y en las de Boscán, Garcilaso, Herrera, Luis de León y otros, debía seguir, según todas las probabilidades, el perfeccionamiento de la tercera forma general de la poesía. Cuanto se había hecho hasta entonces en este último dominio, podía más bien calificarse de provechoso esfuerzo para la consecución del fin indicado, que de su realización verdadera; y aunque fuese importante, en cuanto probaba la tendencia á crear un drama nacional y al desenvolvimiento progresivo de los elementos artístico-dramáticos, nunca podía considerarse como una literatura dramática original y rica. Sólo el período, que vamos á examinar, cuyo principio debemos fijar en el último decenio del siglo xvi, fué favorecido por un concurso feliz de circunstancias, que contribuyeron á dar á los españoles la posesión de tan inestimable tesoro, y juntamente de una literatura poética perfecta. Estas circunstancias, capaces solas de prestar al teatro español desusado brillo, influyeron también aisladamente en la formación de sus distintas partes, y deben ser ahora conocidas, aunque concurriesen también otras causas que, al parecer, sirven más particularmente para determinar el carácter especial de la época, aunque también se encuentren en íntima relación con el drama, y sean no poco importantes para explicar su historia. Preciso es repetir algunas indicaciones, referentes á épocas anteriores, ya por el influjo que ejercieron en ésta, ya porque arrojan clara luz para comprender los sucesos que les siguieron.

Quizás no se encuentre en la historia de ninguna nación siglo alguno comparable por sus hazañas y gigantescos esfuerzos con el que acababa de finalizar en España: una serie no interrumpida de gloriosos hechos la había llevado á la cúspide del poder y de la fama; elevábanse sus trofeos imperecederos en las tres partes del mundo; Nápoles y Milán, las costas africanas y el archipiélago griego, y hasta el asiento de los enemigos de la cristiandad, que habían recibido los golpes más mortales de sus armas, reconocían ya su superioridad, y allende el Océano había sometido países vastísimos, acometiendo empresas audaces, sin ejemplo en la historia. Las exageradas pretensiones de los monarcas españoles no eran sólo palabras ostentosas: ningún otro soberano de Europa poseía dominios tan extensos, ni fuentes tan inagotables de riqueza.

Desde que los diversos estados de la Península formaron uno solo, se habían ya acostumbrado los españoles á mirarse como miembros de una nación poderosa, unidos por el interés común y por su elevado destino; y á consecuencia de esta unión brillante, imprimieron á su patriotismo y á su amor á la gloria el más encumbrado vuelo. La conciencia, orgullosa de su propio valer, y el afán de dar cima á hazañas increibles, eran generales en todo el pueblo. El espíritu inquieto de la nobleza, que antes se había manifestado en luchas de partido y desórdenes interiores, consagraba entonces su actividad impaciente al servicio de la patria. Verdad es, que, después de la gloriosa conquista de Granada, se había cerrado la senda abierta en su país al espíritu guerrero; pero también lo es que al mismo tiempo se presentaba fuera de él nuevo y más anchuroso campo. Las zonas sin límites de la América ofrecieron otro teatro á sus hazañas, tan osadas é increibles, que parecían sobrepujar á todas las ficciones de los libros de caballerías; allá se precipitaba la fogosa juventud, y la carrera de la gloria, que casi podía llevar á la consecución de la regia pompa, se mostró patente, como lo probaron algunos ejemplos, hasta á las gentes de un rango inferior; y si es cierto que los móviles más generosos fueron á veces eclipsados por otros mezquinos y por bajas pasiones, no puede negarse que pusieron á la disposición de la corona de Castilla grandes recursos, y que ciñeron el nombre español con perdurable aureola.

Ya en el reinado de Fernando y de Isabel se había aumentado prodigiosamente el bienestar y la riqueza del país hasta tal punto, que las rentas de la corona, según indican testimonios auténticos, ascendían á su conclusión á triple suma de lo que eran en su principio[45]. Cada año, y merced á la extensión progresiva de su comercio, acrecían los recursos del país. Las manufacturas y fábricas de España exportaban para toda Europa tejidos de seda y de lana, armas perfectamente trabajadas y productos de orfebrería; sólo en Sevilla se ocupaban en sus manufacturas, á mediados del siglo xvi, 130.000 hombres, número superior á su población actual[46], y más de 1.000 naves mercantes llevaban los productos de su industria á todos los ángulos de la tierra. En ninguna plaza importante del Mediterráneo ó del mar del Norte faltaba un agente ó cónsul español[47]. La agricultura, merced á los métodos excelentes, con que se labraba el suelo, no era menos pródiga que la actividad humana, y los granos de toda especie, el aceite, el vino y los frutos meridionales prosperaban de tal manera, que no sólo satisfacían á las necesidades del país, sino también á las del extranjero. Y así como los campos revelaban la prosperidad general en sus terrenos bien cultivados y en sus innumerables aldehuelas y cortijos, así también las ciudades españolas testificaban del brillo y poderío de la nación en sus monumentos imperecederos, obras públicas grandiosas debidas á la unión de sus ciudadanos y á su sentimiento de la belleza, que prueban en tan alto grado la cultura y el espíritu de los pasados siglos. Toledo, la antigua capital del imperio godo, con su maravillosa catedral y sus palacios suntuosos, que, á pesar de sus ruinas, excitan nuestra admiración; Burgos, cuna del Cid, con sus almenas y torres góticas; la rica Barcelona, no inferior á ninguna ciudad de Italia en sus magníficos edificios públicos y privados; la bella Valencia, recostada en su encantadora huerta, como una reina en un lecho de rosas; Córdoba, la antigua capital de los califas, la puerta de oro por donde se derramaron en el Occidente las artes y el lujo de Oriente; Granada, el castillo encantado y romántico, la Bagdad europea, envanecida con su Alhambra, Generalife y Albaicín y con su fértil vega, cercada de sierras, coronadas de nieve, como de riquísima diadema; Sevilla, en fin, el emporio de las riquezas de América, la primera plaza comercial de Europa, con sus muelles llenos de extranjeros de todas las naciones, y agobiada por el peso de tantas riquezas; con su gigantesca catedral, el templo más vasto del orbe; con la esbelta torre de la Giralda, que se destaca de las tranquilas aguas del Guadalquivir, eran las joyas más preciadas de la bella Península.

El siglo xvi contribuyó más que ningún otro de los anteriores al embellecimiento de estas ciudades, construyéndose iglesias, palacios, acueductos, fuentes y jardines, al mismo tiempo que su trato frecuente con Italia, en donde renacían entonces las artes, contribuía no poco á regularizar esta tendencia é imprimir un sello, noble y sencillo á la vez, en su gusto. A sus edificios suntuosos del estilo gótico, que se conservó puro en este país más largo tiempo que en casi todos los demás, sucedieron otros más modernos, igualmente magníficos y notables, pertenecientes al nuevo género arquitectónico, fundado en la imitación de las formas clásicas. Este poderoso influjo se hizo también sentir en el rápido vuelo, que tomaron la pintura y la escultura; muchos jóvenes españoles, que alcanzaron fama merecida en la historia de las artes italianas, se consagraron al estudio de las obras maestras de Miguel Ángel, Leonardo y Rafael, para importar en su patria el nuevo estilo artístico, aprendido allá; y las escuelas de Valencia, Sevilla y Toledo, contaban ya en el siglo xvi excelentes maestros que preparaban la edad de oro de las artes españolas del siguiente[48].

Las ciencias y las letras florecieron también de tal manera, que llamaron la atención de los extranjeros. El estudio de la literatura y de las lenguas clásicas se cultivó con tanto esmero en España, que, fuera de Italia, ningún otro país ofreció mayor número de distinguidos humanistas. Basta citar los nombres de Arias Barbosa, Núñez de Guzmán, Vives, Olivario, y Juan y Francisco Vergara. Europea llegó á ser la fama de estos hombres, y tan grande su conocimiento de la antigüedad, que justifica plenamente la opinión de Erasmo, de que la erudición y los estudios clásicos florecían tanto en España, que causaban la admiración de las naciones más cultas y podían servir de ejemplo[49]. Las universidades de Salamanca, Alcalá, Sevilla, Toledo y Granada estaban llenas de estudiantes ansiosos de saber, y el renombre de estas escuelas no sólo penetró en todas las provincias de la Península, sino hasta en Italia, Alemania y los Países-Bajos. Salamanca llegó á contar 7.000 escolares, y Alcalá pocos menos. El ardiente deseo de aprender invadió también al bello sexo, y en muchas cátedras de esas universidades se enseñaba también á las mujeres[50]. Como prueba de que se cultivaban otros estudios á la vez que los clásicos, pueden servir en la historia el nombre de Mendoza, y el de Montalvo en la jurisprudencia; y para dar una idea de las obras innumerables de todo género que entonces se publicaron, baste decir que el arte de la imprenta no descansaba un momento, y que España contaba en el siglo xvi más prensas que ahora[51].

Á la conclusión de éste, sin embargo, comienza á nublarse algún tanto el brillo y la gloria del pueblo español, que tan esplendentes fueron en el reinado de los Reyes Católicos y del emperador Carlos V. Felipe II fué el primero de aquella larga serie de monarcas, que disminuyeron el bienestar de sus súbditos con su política estrecha y absurda. Su fanatismo sombrío y su sed insaciable de mando contribuyeron á que se perdiese una de las joyas más preciosas de su corona, y la destrucción de la armada invencible anunció ya las próximas y graves humillaciones, que amenazaban al poder español. En lo interior acabó con los últimos restos de la libertad política, destruyendo la constitución aragonesa. La obra de ruina y de aniquilamiento, que había comenzado su voluntad incontrastable, prosiguió luego más rápida, merced á la incapacidad de sus sucesores, débiles juguetes en manos de sus desleales favoritos. Los males de este sistema de gobierno se han expuesto frecuentemente con los más negros colores, y su influjo mortífero se muestra demasiado claramente en la decadencia posterior del país, para detenernos en este punto más tiempo, no obstante la necesidad imprescindible, para todo hombre imparcial, de no dejarse arrastrar por esas exageradas descripciones. El despotismo y la arbitrariedad eran en aquella época el alma de toda la política europea, y en tal supuesto es fácil de comprender que la balanza del mal se inclinara decididamente á la parte de España. La opinión, admitida sin correctivo, de que esto sucedía entonces con exceso, se refiere á un período, en que casi todas las potencias europeas miraban á los monarcas españoles con envidia y saña, cuya circunstancia nos avisa que no la aceptemos incondicionalmente y sin el examen debido. Aun cuando este análisis no sea de nuestra particular incumbencia, podemos, sin embargo, asegurar que por lo común es falsa la idea que se ha formado del despotismo de los soberanos españoles de la casa de Ausburgo y de su pernicioso gobierno, afirmándose que contribuyeron en alto grado á la decadencia de su país y á la disminución de su brillo y poderío, que acabaron con la vida de la nación, que ahogaron en ella todo sentimiento de libertad é independencia, y que, por último, convirtieron á sus súbditos en rebaños de tímidos esclavos. No era empresa tan fácil desorganizar el estado más poderoso de Europa, ni humillar la energía de uno de los pueblos más nobles de la tierra. Por mucho que un gobierno corruptor, mezcla de tiranía y de piedad, socavase los cimientos del bienestar del país, y en el interior entorpeciese los progresos de la industria, y en el exterior disminuyese su influencia, siempre se mantuvo España, durante todo el siglo xvii, en la categoría de potencia de primer orden, y su voluntad fué de gran peso en los negocios europeos. Las reglas más absurdas de gobierno fueron impotentes para contrarrestar por completo el impulso de tiempos anteriores, y para impedir que maduraran los frutos, cuyos gérmenes se habían sembrado bajo mejores sistemas políticos. El espíritu nacional permaneció, por tanto, tal cual era; su glorioso pasado arrojaba luz deslumbradora sobre lo presente, y se oponía á que se adivinase la ruina que lo amenazaba. Osado y libre, el español llevaba erguida su cabeza, sin bajarla por la presión de las circunstancias; aún no se había extinguido en su pecho el noble orgullo castellano, ni el sentimiento de la grandeza de su destino, y la historia de España del siglo xvii ofrece, á quien no cierra los ojos, abundantes ejemplos de la nobleza é independencia de este pueblo. No hay necesidad absoluta de que florezcan á un mismo tiempo las galas del ingenio y el bienestar material de un país; aquéllas, como lo muestra la experiencia, pueden sobrevivir á ésta, ó despedir sobre sus ruinas los últimos destellos. Tan cierto es lo que decimos, que, en este conflicto del espíritu con los obstáculos exteriores, se fortificó aún más aquél y tomó más poderoso vuelo. Si el arte y la literatura son los termómetros, que marcan el grado de cultura de una nación, y ésta puede servir de medida para estimar el valor más ó menos grande de sus obras, es innegable que el espacio, comprendido entre los últimos decenios del siglo xvi y los del xvii, forma el período más rico y más brillante de su historia. Los reinados de los tres Felipes abrazan la verdadera edad de oro de la literatura española, y principalmente de la poesía; si no, ¿qué significan las aisladas, aunque preciosas producciones de la época anterior, cuando se comparan con la multitud de obras maestras, que se escribieron desde Cervantes á Calderón?

En más íntimo enlace estuvo la opresión religiosa con la política, ó, más bien dicho, ambas formaron una sola tan compacta, que es casi imposible separarlas. La teocracia constituía un elemento tan esencial de la constitución del Estado, que la parte más importante del gobierno estaba en manos del clero. Cuanto perjudicaba á la religión dominante conmovía también en sus cimientos al poder político, y el interés común del monarca y del sacerdocio era tan idéntico, que uno y otro no se paraban en los medios, siempre que el resultado de sus esfuerzos contribuyese de consuno á fortalecer el catolicismo. Sus deseos encontraron en la nación la más favorable acogida, puesto que el sentimiento religioso había llegado hasta el fanatismo, á causa de la prolongada lucha, que sostuvo contra los infieles, y fué explotado hasta lo sumo. El célebre tribunal de la Inquisición, favorecido por el odio nacional á moros y judíos, se fundó ya en el reinado de Fernando y de Isabel, dándose mayor extensión á sus facultades en los reinados siguientes y ensanchando el círculo de su autoridad, más limitada en un principio, no obstante las diversas protestas de las Cortes contra este cuerpo temible, cuyo nombre se pronunciaba con horror por toda Europa. Pero sólo la voluntad de hierro de Felipe II concedió á la Inquisición atribuciones ilimitadas, y el derecho de castigar con insólito rigor la falta más leve, que pudiese redundar en desdoro de la religión dominante, convirtiéndola en instrumento docilísimo del despotismo y de la arbitrariedad, y en fácil auxiliar del poder político para obligar á sus súbditos á la más servil obediencia. Y cabalmente hacia esta época había sido tan grande el influjo moral de ese temible tribunal de la fe en el espíritu de la nación, y lo había emponzoñado hasta tal punto, y lo había hecho tan fanático, que á pesar de la injusticia repugnante de sus sentencias y ejecuciones, ni excitó su indignación, como era de presumir, ni reconoció en él más que títulos indudables á su veneración y respeto. El pueblo había caído en la red, de la cual no le era dado salir, y fué víctima de largo y mortífero letargo, que penetró en todos los resortes de su existencia. No hay sofismas bastantes á evitar el fallo condenatorio, y las maldiciones que ha pronunciado la historia contra este tribunal execrable. Sus anales ofrecen el testimonio más horrible del extremo, á que pueden llegar los extravíos humanos; ¡ojalá que sean ejemplo perdurable del delirio, á que arrastra la sed insaciable de mando y el orgullo clerical! Sin embargo, en los primeros cincuenta años de su existencia no produjo los efectos desastrosos que en lo sucesivo. No obstante haber llegado en esta época, y especialmente en el reinado de los tres Felipes, al apogeo de su poder, encontró en el buen sentido y en la energía moral de la nación un obstáculo poderoso, que contrapesó en cierto modo su perjudicial influencia, sucumbiendo tan sólo más tarde á la presión simultánea del tiempo y de las circunstancias. Cuando se atribuye generalmente á la Inquisición males más graves que los producidos por otras manifestaciones del fanatismo, que han deshonrado á la Europa, se alude en especial á su organización vigorosa y duradera, causa de los obstáculos insuperables que opuso á la libertad humana, y que ha llegado hasta nuestros días. Por lo demás, es falso á todas luces presentar los horrores, á ella debidos, como únicos y sin ejemplo en la historia. No hay parte alguna de la tierra libre de los estragos del fanatismo religioso y de la superstición, ni nación que en este punto pueda echar nada en cara á las demás, ni secta que se exima de reproches semejantes cuando ha tenido poder suficiente para hacerlo. Sólo la matanza de San Bartolomé en Francia, aun admitiendo los cálculos de Llorente, más bien exagerados que parcos, inmoló más víctimas que la Inquisición española en los tres siglos que funcionó. El número de judíos, moros y herejes, que perecieron en España (según dice Llorente, 34.382) no es tan grande como el de las mujeres desdichadas, que sólo en el siglo xvii fueron quemadas en Alemania por condenaciones arbitrarias de brujería; y quien conozca la historia de estas causas criminales de magia, y la conducta observada entonces, tan injustificada como horrible, superior á todo encarecimiento, no podrá menos de confesar que nuestra nación carece de títulos bastantes para tirar la primera piedra á ninguna otra[52]. No hay más diferencia, sino que las persecuciones y arbitrariedades de la superstición han aparecido en casi toda Europa como explosiones aisladas del fanatismo del gobierno ó de los pueblos, y han sido de poca duración, al paso que en España provenían de un sistema fuertemente preconcebido para oprimir metódicamente la libertad de conciencia. Para no ser injustos con el gobierno, que ejercía esta presión, ni con el pueblo, que la experimentaba, debemos añadir que este sistema se fundaba en una razón aceptada y recibida en todos los países católicos, y que la Inquisición española sólo puede condenarse en su manera de proceder, no en su principio, puesto que las mismas ideas predominaban en una gran parte de Europa. Y sin embargo, á pesar del daño inmenso que hizo durante tanto tiempo, no es lícito tampoco negar que libró á España, en aquella época, de los disturbios y desórdenes, que destrozaron por entonces á casi todos los países de Europa. Aun valiéndose de medios tan odiosos logró plenamente su objeto, que no era otro que defender el predominio del catolicismo, y oponerse á la extensión de la reforma. Mientras las luchas religiosas desgarraban el seno de Francia; mientras gemía la Alemania bajo el peso de la guerra de los treinta años, gozaba España de paz y tranquilidad interior, cuyo bien, aunque comprado á costa de la libertad y del progreso en la gobernación del Estado, no deja también de ofrecer ventajas relativas, comparándolo en sus inmediatos efectos con los debidos en aquellos países á las guerras de religión. Si la civilización no pudo florecer en éstos á causa de los desórdenes de la guerra, se desarrolló en cambio en aquélla dentro del catolicismo, produciendo frutos ópimos y sazonados. Y no sólo se halla íntimo enlace entre esta intolerancia religiosa de los españoles y su poesía, sino que influyó directamente en ella de un modo decisivo, ya trazándole de antemano la senda que había de recorrer, ya concurriendo con otras causas á su mayor perfección. Este último aserto podrá parecer una paradoja, pero es fácil de probar. Es indudable que dicho tribunal se opuso terminantemente á la libre investigación en el campo de la ciencia: no admitió otra filosofía que la teológico-escolástica, ni otra teología que libros devotos y fanáticos, rechazando todo adelanto en las ciencias experimentales. La historia sólo podía escribirse con las mayores precauciones. La más ligera tentativa de sacudir el yugo podía acarrear, en esta parte, fatales consecuencias, y la tiranía de las autoridades eclesiásticas no dejaba otro recurso que la sumisión. A pesar de todo, era tan vigorosa la vida nacional, que no parecía fácil sofocarla, y por esto emprendió entonces una senda, en la cual no había miedo de tropezar con aquellos obstáculos. La literatura amena fué el puerto de refugio del genio, que se sentía embarazado en otros dominios, y la poesía llamó á sí ese vigor espiritual, que acaso, bajo otras circunstancias, hubiese tomado distinto rumbo. Si en general no pudo salir de esa esfera, que coartaba la libertad de los españoles, encontró, no obstante, dentro de ella vasto y libérrimo espacio en que explayarse, concediéndose á los poetas facultades más amplias para expresar sus opiniones, en virtud de las licencias propias de su arte, cuando en otro caso se hubiesen expuesto á graves peligros. No era lícito atacar los fundamentos de la religión católica, ni lo hubiese intentado ningún español; pero las barreras, que le detenían, estaban á larga distancia, y la fantasía, el sentimiento y el ingenio podían andar á sus anchas. También favoreció al teatro la especial circunstancia, de que durante casi todo este período, y al menos en la mayor parte de España, como veremos después, no hubo censura previa que se opusiese á las representaciones escénicas, y que hasta la licencia general, que había de preceder á la publicación de cualquier obra, fué con las dramáticas extrañamente benévola. Recordando todas las libres manifestaciones, todas las ideas sobre el Estado y el clero, que expresaron los poetas dramáticos, se probará plenamente que en el país clásico del despotismo se disfrutó, acerca de ciertos puntos, mayor libertad que la que se goza hoy mismo en casi toda Europa. El extremo, á que llegó en esta parte la licencia, lo demuestran, entre otras, las comedias de Tirso de Molina, é innumerables entremeses burlescos de diversos autores. Y, sin embargo, no hay ejemplo ninguno de que la Inquisición exigiese responsabilidad por sus excesos á poeta alguno dramático, y en cambio se hallan impresas varias comedias con permiso de la autoridad eclesiástica, en las cuales hormiguean ideas libres y hasta licenciosas. La contradicción aparente, que en esto se observa, se explica recordando las profundas raíces que había echado el catolicismo, y la veneración que le profesaba el pueblo, que nunca confundía la sátira dirigida contra sus sacerdotes, ó las burlas ligeras, á que pudiera dar margen, con serios ataques á su esencia; porque cuanto más fuertemente arraigada está la religión, es menos peligroso tolerar las bromas contra ella. Y en ese sentido han de entenderse los pasajes que ahora se citan, sin tener en cuenta la diversidad de épocas, como sátiras amargas contra la Iglesia, en cuyo concepto sólo han existido en la imaginación de los autores de estas citas y en el engaño del público, puesto que casi todos los poetas, que las escribieron, ofrecen en otras obras suyas testimonios irrefragables de su sincero sentimiento religioso, y la particular circunstancia, que disipa cualquier duda de este género, de que casi todos pertenecían al clero. Añádase también, que, para los españoles, era más profundo el abismo que separaba á la ficción de la realidad, que entre nosotros. Parece haber sido interés común del gobierno y de la Inquisición conceder la mayor libertad posible á la diversión favorita del pueblo, disipar toda especie de obstáculos y consentir sin restricciones en el teatro cuanto se prohibía en la vida real.

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CAPÍTULO II.

Poesía española en general.—Ideas caballerescas de los españoles.—El honor castellano.—Tradiciones románticas.—Influencia de la antigüedad.—Creencias religiosas.—Fiestas religiosas y profanas.—Afición a la poesía.

LA poesía, en general, y especialmente la dramática, produjo las joyas más preciadas y ricas que corresponden á esta época de la literatura española; en ella, como en un foco, concurrían todos los rayos de la vida espiritual de la nación, presentando elocuente ejemplo del vuelo, de que es susceptible el ingenio bajo el imperio de las circunstancias más desfavorables, las cuales, si lo enfrenaban por una parte, contribuían por otra á inspirarle más vigor y lozanía. Estudiándola aparece la nación bajo un aspecto muy diverso del estrecho y exclusivo de su historia política. Se ve entonces que el rigor y la crueldad, desplegada por los españoles contra las religiones distintas de la suya, eran sólo efecto de falsas ideas, con arreglo á las cuales era hasta un deber ahogar los sentimientos naturales cuando se trataba de los herejes, y que su fanatismo, deplorable hasta lo sumo y causa de tales extravíos, no excluyó, por otra parte, las emociones más nobles y delicadas, ni la caridad y filantropía. Hay más: si bien es cierto que no debe esperarse de ningún católico español del siglo xvi, que renuncie á las preocupaciones religiosas de sus contemporáneos, ni tampoco negarse que la literatura poética de los españoles adolece del sombrío fanatismo de la época, aparecen, sin embargo, en esta misma literatura numerosos rasgos aislados de la libertad de pensamiento, que conservaron los ingenios más eminentes. Esta circunstancia arroja clara luz sobre aquellas pruebas de intolerancia, puesto que, comparándolas con ellas, demuestran generalmente la benevolencia de la Inquisición y los razonables principios artísticos, en que se fundaban, ya que al lado de esas explosiones de celo religioso campean otras de distinta índole, tanto más libremente, cuanto provienen de unos católicos y se dirigen á otros, prontos á escandalizarse por cualquier motivo poco importante.

Si las causas indicadas abrieron á la poesía vasto y no hollado campo; si, además, era de presumir, que en esa época de opresión la fantasía había de emprender su vuelo, también es cierto que cabalmente esta época disponía de muchos elementos favorables al desarrollo de la poesía. En ningún otro pueblo eran tan poéticas las costumbres como en España; en ninguno duró tanto tiempo el espíritu caballeresco de la Edad Media como en éste, confundidos con otros elementos de elevada cultura, y alcanzando de tal enlace extremado brillo. La caballería, que por las circunstancias especiales del país floreció en la Edad Media con la mayor lozanía, sobrevivió á las causas que la engendraron, y persistió luego largo tiempo, aun después de haber cambiado el feudalismo aristocrático, conservando siempre sus rasgos característicos. El manejo de las armas y la obligación de tomar parte activa en la guerra, era, así entonces como antes, el verdadero blasón de la nobleza. Las justas y torneos de toda especie, que se celebraron durante todo el siglo xvii, tanto en las fiestas de la corte como en otras muchas partes, ofrecieron á los nobles frecuente ocasión de ejercitar en la paz su actividad y sus fuerzas[53]: el divertido juego de cañas, heredado de los moros (conocido ahora en Oriente con el nombre de Dscherrid), así como los toros, en los cuales los personajes más ilustres del reino hacían alarde de su valor[54], no deben nunca olvidarse. En las órdenes de Santiago, Calatrava y Alcántara subsistió sin alteración la caballería religiosa en sus bases esenciales, ya que estas órdenes, aun después de haber sufrido ciertas modificaciones en su organización en tiempo de los Reyes Católicos, no quedaron reducidas á meras condecoraciones, no alterándose sus antiguos votos ni la obligación de acudir personalmente á las guerras[55]. En los trajes dominaba en general el gusto caballeresco, aunque nuevas modas hubiesen sucedido al vestido borgoñón usado hasta el siglo xvi, llevando los hombres la capa y la golilla, y las mujeres la mantilla y la ajustada basquiña. La espada, que nunca abandonaba el caballero, no era un adorno inútil, sino servía de arma defensiva, habiendo escasa policía, y se manejaba con frecuencia en las luchas que se suscitaban. Las intrigas amorosas y las aventuras galantes daban repetidas ocasiones para esgrimirla sin descanso. Aun cuando el ardor propio de su clima meridional degeneraba á menudo en pasión incontrastable, predominaba, sin embargo, en las costumbres cuanto llevaba el sello de la galantería y del rendimiento á las damas. Era ley observada entonces por la sociedad elegante elegir una señora de sus pensamientos, aun sin sentir verdadero amor por ella ó haber pasado de la juventud, y consagrarse á su servicio; y el espíritu romántico de la época revestía estas relaciones con todas las formas de la cortesía caballeresca y de la pasión, ya fuese real ó fingida. Cuando había en el fondo amor, se consideraba como una especie de ilusión fantástica que embellecía y tranquilizaba la vida, y cuanto más se apropiaba los brillantes colores del romanticismo, satisfacía también más cumplidamente á las exigencias poéticas de aquella edad, y con tanta mayor razón, cuanto que las intrigas más extrañas é ingeniosas eran el medio más adecuado á la consecución del fin á que se encaminaban. De noche se llenaban las calles de la ciudad de jóvenes embozados en sus capas, que salían en busca de aventuras amorosas, daban serenatas á sus amadas ó departían con ellas en las rejas de las ventanas, abandonándose á tiernos coloquios. Los celos y el ansia de la posesión exclusiva se daban la mano con el amor, y con deplorable frecuencia terminaban estas nocturnas escenas con la muerte ó heridas de un rival.

La influencia de las ideas sobre el honor, que envolvía en sus complicados pliegues á toda la nación española, contribuyó en gran manera á que se multiplicasen estas luchas y disputas. Abrazaban, por decirlo así, todos los momentos de la vida; penetraban en las relaciones de unos hombres con otros, en el amor, en el matrimonio, en la amistad, en la familia, en la dependencia de los súbditos respecto del soberano, etc., bajo una forma concreta y constante; sus máximas y deberes abrazaban la vida entera en lazos indisolubles, y sus efectos se habían identificado hasta tal punto con la nación, que fueron vanos los esfuerzos de la Iglesia en anularlos. Ningún código de leyes se observó jamás tan universal y religiosamente en toda España como el del honor, y sus preceptos eran acatados por todos y nunca se quebrantaban impunemente. Si se desea conocer á fondo al español antiguo, es preciso, ante todo, familiarizarse con sus ideas sobre el honor, puesto que sólo el que descienda á sus más insignificantes gradaciones y las examine escrupulosamente, podrá también estimar los móviles á que obedece en su conducta y en los momentos más importantes de su vida. Cabalmente se funda en ellos y en el choque de sus diversos derechos y deberes la acción de muchas novelas y dramas, cuya inteligencia es sólo fácil al que conoce las ideas peculiares de los españoles acerca de este punto, y el rigorismo nacional con que se le rendía culto. No es éste lugar oportuno de desenvolverlas prolijamente, y nos limitaremos, por ahora, á indicar sus principios más culminantes. Al rey se debía de derecho fidelidad y abnegación ilimitada, sacrificándole la vida, la amistad, el amor y todos los sentimientos individuales (Rojas, Del rey abajo, ninguno; Lope, Estrella de Sevilla); si moría de muerte violenta el amigo ó el pariente, era un deber vengarse del matador y mantener sin mancilla el lustre de cada apellido, lavando en la sangre del ofensor la más ligera mancha, y castigar con la muerte la infidelidad de la novia ó esposa, ó la falta de una hermana. No se necesita que se consume el adulterio para infamar al esposo, bastando que en el corazón de la mujer aparezca el más leve destello de amor ilícito (Calderón, A secreto agravio, secreta venganza, y El médico de su honra). Hasta la inocente debe de ser sacrificada cuando los deseos impuros han puesto en ella los ojos, y parece que se ha mancillado el honor de su marido (Calderón, El pintor de su deshonra). Por otra parte, era indispensable defender á una dama perseguida por su esposo, padre ó hermano, teniendo ella derecho á que la protegiese el primero que encontraba y cuyo socorro pedía, sin preguntarle su nombre ni levantar su velo. Las leyes de la hospitalidad exigían que se amparase al huésped y se le libertase de todo riesgo, aunque fuera mortal enemigo. Añádanse además los preceptos observados en cuanto á desafíos, duelos, etc.

Como á la Edad Media había sucedido rápida é insensiblemente la época de que tratamos, heredando muchas de sus ideas y costumbres, duraba en el pueblo la afición á las tradiciones románticas y á la poesía caballeresca. Los momentos más solemnes y poéticos de la antigua historia nacional, é increible número de tradiciones é historias, vivían en los romances, en la memoria y en los labios de todos; la corriente de aquella lozana poesía heróica corría tan perenne, que de ella han salido en estos últimos días algunos cantos, semejantes á su matriz por el fondo y por la forma. Muchas narraciones, sacadas de las crónicas nacionales, ó transmitidas por la tradición, se habían hecho vulgares, ya bajo la forma de romances, ya bajo la de libros destinados al pueblo, contándose entre las últimas algunas extranjeras, divulgadas ya por toda España. De esta suerte se enriqueció la fantasía de los españoles con las imágenes que les suministraron dos grandes ciclos poéticos, que habían recorrido la Europa entera cristiana, á saber: el de la Tabla-Redonda, del rey Artur, y el de Carlomagno y sus doce paladines, como las de los hijos de Haimón, las de Tristán y Lanzarote, las de Ogier de Dinamarca, Fierabrás, Merlín, Iwain, etc., conocidas y estimadas por todas las clases de la sociedad. Sin embargo, las novelas fantásticas caballerescas que excitaron mayor interes, fueron las que contaban las aventuras de un linaje de caballeros de la numerosa familia de Amadís. La índole romántica de estas ficciones, las fabulosas hazañas que narraban, satisfacían plenamente á la afición á lo maravilloso, que se había despertado en toda la nación, á consecuencia de la guerra caballeresca contra los moros y del descubrimiento portentoso del Nuevo Mundo. La riqueza y fecundidad de imaginación, que aun hoy admiramos en las mejores novelas de esta época; el brillo deslumbrador de sus palacios suntuosos, llenos de oro y piedras preciosas; sus islas flotantes, sus caballos alados, sus anillos mágicos, sus armas y castillos encantados, sus hadas, gigantes y enanos, hubiesen arrastrado imaginaciones más frías que las de los españoles. La exagerada propensión á lo maravilloso y sobrenatural, la falta de verdad y de profundidad de los afectos, la confusión de la geografía y de la historia, la difusión y palabrería de la exposición, defectos comunes á este linaje de composiciones, que excitaron la bilis de los hombres más instruídos, pasaban desapercibidas para la generalidad de los lectores, que le dispensaron la más favorable acogida hasta principios del siglo xvii. Desde entonces, ya á causa de obras notables poéticas, distintas en todo de las anteriores; ya á consecuencia del estudio que se hizo de los excelentes modelos italianos, que trataban de los mismos asuntos; ya, en fin, á causa de las acerbas burlas de Cervantes, se abandonó casi por completo la lectura favorita de esos libros. Carece, no obstante, de fundamento la opinión de los que creen que el Don Quijote (obra que no se propuso atacar con la sátira los libros de caballería, sino sólo sus defectos y los autores que más incurrieron en ellos) acabara por completo con los Amadises. Aunque ya desde esta época sólo aparecieron de tarde en tarde obras de esta especie, se conservaron muchas de las antiguas, como el Amadís de Gaula, el Palmerín de Inglaterra, El Caballero Febo, Olivante de Laura, Tirante el blanco, Florisel de Nicea, etc., leídos y apreciados por el público hasta fines del siglo xvii. Muchos escritores de una época posterior hablan de ellas de tal manera, que suponen necesariamente lo familiares que eran á los lectores; los dramáticos más importantes acudieron también á estas fuentes[56], y en general debe atribuirse al libro de Amadís indudable influjo en la afición á lo fantástico y maravilloso, que se observa en casi todos los poetas españoles. Hasta Cervantes no pudo escapar á él, puesto que en el Persiles y en sus aventuras extrañas puede rivalizar con Lobeira.

Casi tan extendidas como los recuerdos de las tradiciones de la Edad Media, estuvieron también ciertas reminiscencias de la mitología y de la poesía antigua. Si es verdad que en el reinado de los Reyes Católicos se amortiguó algún tanto el celo, que hubo antes en cultivar los estudios clásicos, pudiendo afirmarse que el de la lengua y de la literatura griega sufrió más bien retraso que progreso, también lo es que circulaban entre los eruditos traducciones de las obras poéticas clásicas más notables, y que algunas eran excelentes (v. gr., la de la Odysea, de Gonzalo Pérez; la de la Eneida, de Gregorio Hernández de Velasco, y la de las Metamorfosis de Ovidio, de Felipe Mey), y que las producciones de los grandes líricos españoles del siglo xvi imitan más ó menos á los antiguos modelos. Si por estas razones es preciso confesar que la mitología griega y romana, que, entre los españoles, como entre todos los pueblos románticos, no se había olvidado del todo, vivía aún en la memoria de los habitantes de la Península, tampoco podrá negarse que el espíritu de nacionalidad era tan poderoso, que se había asimilado por completo sus imágenes é ideas. La antigüedad revistió un colorido romántico á los ojos de la nación, sin esfuerzo alguno y como por sí misma, considerándose su historia como un espejo de la época, como un dominio vastísimo, al cual se podían trasladar todas las manifestaciones de lo presente; sus mitos aparecieron como creaciones fantásticas de índole tan universal, que era dable convertirlas en medios alegóricos para la expresión de las ideas cristianas. A la civilización de nuestros tiempos, tan propensa á aplicar sus reglas críticas y á desentenderse enteramente de la fantasía en su peregrinación por los áridos desiertos de la ciencia filológica, parecerá extraño, sin duda, explicar por las antiguas las modernas creencias, y la historia de los tiempos pasados con arreglo á las ideas nacionales españolas; pero el poco escrúpulo que se mostraba entonces en esta parte, sirve, al contrario, de sólida prueba para patentizarnos el vigor poético de aquel pueblo, tan espontáneo como verdadero, que no supo atormentar sus ideas y sentimientos con áridas abstracciones. Un siglo, que, encerrado en sí mismo, vive sin elementos extraños vida tan robusta y vigorosa, y encuentra en sí tesoros bastantes para vestir lujosamente á los pasados, y convertir formas ya muertas en otras vivas y reales, y todo esto sencilla y espontáneamente, sin prosáica reflexión, es un siglo que ofrece á la poesía el más fértil y florido campo. Ya que hemos hablado de las causas especiales, que contribuyeron más eficazmente á dar vuelo á la fantasía y al espíritu de los españoles, influyendo también de cerca en su poesía, no debemos pasar por alto cuanto se refiere á sus creencias religiosas.

A medida que se aumentaban los medios de que disponía el catolicismo para exponer á la contemplación externa el fondo de la religión cristiana, y crecía su poder é importancia, influía también más poderosamente en la imaginación. Ya reproduciendo las Sagradas Escrituras; ya exponiendo en las ceremonias del culto los símbolos del dogma cristiano; ya ostentando pompa y solemne aparato en el servicio divino; ya, en fin, en sus fiestas y suntuosas procesiones, excitaba natural y vivamente á los habitantes de este país meridional, é inflamaba enérgicamente su fantasía. Y no se crea por esto que las formas revestidas por el catolicismo perjudicaran en lo más mínimo, como acaso pudiera haber sucedido bajo el imperio de circunstancias diversas, á la tendencia poética preparada de antemano en España, y firme ya y segura. La continua mezcla de lo divino y de lo terrestre, el influjo inmediato y sensible de lo sagrado y su íntimo enlace con la vida humana, representado en el culto, favorecieron á las artes que seguían estrechamente á la religión. Habiéndose adelantado el clero á traer á la tierra lo sobrenatural, no temieron los legos representar, empleando las imágenes y las palabras y sin miedo á profanaciones vituperables, los augustos misterios de la fe; vasto campo se abría por este camino al arte y á la poesía española, que podía hollar confiada, al contrario de lo que sucedía en otras naciones, que sólo podían recorrerlo con timidez, no revistiendo el culto de formas extrañas tan perceptibles. De aquí la sorprendente libertad y atrevimiento característico de la poesía española en desenvolver los asuntos religiosos; de aquí la completa fusión de lo divino y lo humano, de la religión natural y sobrenatural, que le imprime tan original colorido; de aquí, por último, su índole alegórica, simbólica y mística, y, á pesar de esto, tan clara y comprensible.

Merced á los constantes esfuerzos de la Iglesia en dar forma corporal y tangible á la totalidad del dogma católico, siempre estuvieron presentes en la memoria del pueblo sus más insignificantes detalles. El círculo, que abrazaba su ortodoxia, por grande que fuese el celo con que se defendía, no se estrechó nunca tanto que no dejase inmenso espacio á la imaginación y á las galas del ingenio. Extraordinaria fué la libertad, el ardor y la seguridad de que hizo alarde la fantasía de los españoles de aquella época en la expresión de las ideas é imágenes cristianas. La vasta esfera de lo sobrenatural y misterioso en la religión nunca se recorrió como entonces, ni con afición tan preponderante. Al mismo tiempo que circulaban las sagradas historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, las antiguas leyendas cristianas, etc., de todos conocidas, corrían también número casi infinito de tradiciones españolas y leyendas milagrosas, que se aumentaban de día en día. Para recordar todas estas creencias y conservarlas frescas en la memoria, sirvieron mucho las fiestas anuales, comunes á todos los pueblos católicos, y grandiosas por sí mismas, y otras varias peculiares de la liturgia española. En esta categoría debemos colocar las señales y manifestaciones divinas, los milagros de la Encarnación y Redención, y los actos de santos y mártires, que se recordaban continuamente. La Iglesia española no omitió medio alguno en el arreglo y pormenores de estas festividades para ofrecer tan sagrados objetos á los sentidos, y con ese objeto empleó á un tiempo los encantos de la música, de la pintura y de la poesía, artes nobilísimas, y la pompa más deslumbradora en el culto divino. La música, sobre todo, servía fielmente en el santuario, y contribuía bajo distintas formas á las solemnidades del culto. No nos toca tratar extensamente de la antigua música española, á pesar de yacer desconocidas casi todas sus obras en los archivos de las catedrales; pero ateniéndonos á la fama de muchos maestros, como Pérez, Salinas, Monteverde y Gómez, y al influjo que ejercieron en los demás países de Europa, y á juzgar por alguna que otra prueba de su talento musical, que se oye de vez en cuando en nuestros días, debemos deducir que en los siglos xvi y xvii hubo en España una escuela de música, que podía rivalizar con las italianas por su fecundidad y excelencia. Casi no se celebraba ninguna festividad religiosa de importancia sin solemnes oraciones, misas, salmos y villancicos para hacer más impresión. Las más famosas, y las que se prestaban con más frecuencia á este linaje de composiciones, eran la misa del Gallo, en la noche de Navidad; la Pasión el Viernes Santo; el miércoles de Ceniza, en que se hacían las lamentaciones; las Cuarenta horas, con la letanía al Santísimo Sacramento; la Salve regina; los salmos á la Mater dolorosa; la Candelaria, con tres villancicos; las horas de la Pascua, y el día del Corpus. Es difícil formarse una idea exacta de estas funciones, cuando se verifican bajo las bóvedas majestuosas de las catedrales españolas. Al mismo tiempo que la música se consagraban también las artes del diseño al servicio de la Iglesia, representando á los sentidos, por sus diversos medios, las Sagradas Escrituras. No sólo ostentaban innumerables obras de escultura y de pintura las paredes, altares, capillas y sacristías de los templos y monasterios, sino que hasta en las calles y plazas públicas se mantenía viva la devoción de los transeuntes, ofreciéndoles por do quier imágenes de santos de gran mérito artístico[57].

Más fuerte y poderosa era la impresión, que hacían las numerosas procesiones que se celebraban con frecuencia en ciertas fiestas solemnes, llevando cuadros y estatuas adecuadas al objeto de la función, que pasaban en andas á la vista del pueblo arrodillado. Preciábase en el más alto grado el honor de esculpir ó pintar alguna imagen para estas procesiones, y con este motivo se celebraban justas solemnes entre los artistas más famosos del país[58]. Más adelante demostraremos detenidamente el íntimo enlace de la poesía con la religión por medio del drama religioso. Ahora basta á nuestro propósito recordar las poesías líricas religiosas, tan innumerables y excelentes, que forman uno de los más bellos florones de la literatura española, y llevan impreso el sello místico de la época en caracteres tan nobles como puros[59]. Para sentir en toda su fuerza estos bellísimos cantos; para apreciar la influencia que tuvieron en fortalecer el espíritu religioso de la nación, es indispensable conocer su origen y objeto, hoy casi olvidado. Casi todos ellos, por diversos que sean su espíritu y colorido, y desde los cantos religiosos más sencillos hasta el pomposo himno, nacieron en el seno de la religión y se destinaron á ella, ya para ser cantados ó recitados mientras se celebraba el culto divino, ya para circular en forma de hojas volantes por el pueblo, sirviendo unos y otros para conmemorar y ensalzar objetos religiosos. El clero no se mostró indiferente á estos servicios, que hizo la poesía en favor de sus intereses: alentóla y recompensóla por todos los medios para atraer á los poetas á esta senda, y con ese propósito convocó en ciertas ocasiones solemnes concursos poéticos, ofreciendo premios á la mejor composición que celebrase el objeto de la fiesta. En los años de 1595, en la canonización de San Jacinto; en el de 1614, en la beatificación de Santa Teresa, y en 1622, en la canonización de San Isidro de Madrid[60], hubo justas poéticas de esta especie, á que concurrieron casi todos los poetas más afamados de España.

La osada y fecunda fusión de lo sagrado y lo profano, peculiar al catolicismo español, penetró también en las fiestas religiosas. Si no excluían por completo las diversiones del siglo (pues se solía bailar detrás de la procesión, ó en las calles por donde pasaba, ó ante las imágenes de los santos), se consagraba irremisiblemente al placer la noche de los días festivos. La de San Juan, sobre todo, había en toda España estrepitosa algazara, encendiéndose hogueras y luminarias en todas las alturas, según una antigua costumbre; resonaban por todas partes voces de júbilo, y en aldeas y ciudades hormigueaban alegres grupos que se solazaban bailando, cantando y retozando, ó discurriendo callados y entregándose á la alegría y libertad universal de esta noche. Fácil es de comprender que ofrecía ocasión favorable á la existencia de amorosas intrigas, divertidos pasatiempos y aventuras animadas. Lo mismo sucedía en otras fiestas, como en la de Santiago, Santa Ana, etc. Cuando se leen las descripciones, que han hecho algunos viajeros, de la vida que se llevaba en la Península, ó las que nos han transmitido los novelistas y dramáticos españoles, se estiman en lo que valen los sombríos colores, con que se nos ha pintado con frecuencia el estado de España, como si fuera el de un país grave y adusto. De esos documentos auténticos se desprende, que, en vez de ser así, el pueblo español pasaba una vida de las más tranquilas y disfrutaba de todos los placeres. Además de los enlazados con las fiestas religiosas, había otros muchos en todo el año. Las Carnestolendas, por ejemplo, traían consigo general alegría y bromas numerosas. En los mercados y ferias, que se celebraban en todas las poblaciones de alguna importancia, no sólo concurrían en busca de diversiones compradores y vendedores, sino curiosos innumerables, puesto que en ellas, como en las consagraciones de las iglesias, en las bodas, etc., nunca faltaban entretenimientos y fiestas de todo género. Bandas de gitanos, titiriteros, músicos y cómicos recorrían el país, y eran generalmente bien recibidos por el placer que proporcionaban. Cantares y danzas embellecían las reuniones, y hasta los humildes menestrales, después de concluir sus faenas cuotidianas, dedicaban algunas horas al recreo.

«Pocas naciones, dice un escritor francés (que, según parece, visitó la Península), tienen tanta afición á la música como la española. Pocos son los que no saben tocar la vihuela y el arpa[61], instrumentos de que se sirven para acompañar sus cantos amorosos; y tal es la causa de que los jóvenes, así en Madrid como en otras poblaciones, recorran de noche las calles con guitarras y linternas.

«No hay jornalero español que, al acabar su trabajo, no tome la guitarra para solazarse en las calles y plazas tocando y cantando; se puede decir en pocas palabras que los españoles tienen afición natural á la música, y que tal es el motivo de que les agraden tanto los espectáculos, que entre ellos consisten generalmente en iluminaciones y música, toros y comedias, intercalando en estas últimas entremeses con cantos[62]

La afición á la poesía se extendió mucho en este período por todas las clases de la sociedad. La manía de componer versos se hizo epidémica: príncipes y condes, guerreros y hombres de Estado, abogados y médicos, sacerdotes y frailes, se dedicaron á esta tarea, y hasta los jornaleros y campesinos no se quedaron atrás. La facilidad que ofrece para la versificación la lengua española, no dejó de contribuir también á ello, empleándose á este efecto, no sólo las antiguas combinaciones métricas nacionales, sino las más artísticas de los italianos; romances, redondillas, décimas, glosas, sonetos, octavas y canciones se componían por los motivos más livianos: la poesía era la gala de la vida y el intérprete de todos los placeres y penas. En el curso de nuestra historia demostraremos con abundantes pruebas el interés universal que excitaba la poesía. Ahora recordaremos tan sólo las corporaciones literarias y poéticas, que se formaron en gran número en casi todas las ciudades importantes. A imitación de las academias italianas, que llegaron á su apogeo en el siglo xvi[63], se fundaron otras en España casi en la misma época. La más antigua, de que tenemos noticia, se organizó en la casa de Hernán Cortés, y fué presidida por él[64]. Las más famosas de la época, y las que más nos interesan, son la Academia imitatoria, que se fundó en Madrid en 1586[65]; la de los Nocturnos, que celebró sus sesiones en Valencia en 1591[66], y La Academia selvaje, fundada en Madrid en 1612[67]. Las innumerables referencias que se hacen á otras, prueban que estas corporaciones, de origen extranjero, se extendieron por España casi tanto como en su patria primitiva[68]. De ordinario se ponían bajo la protección de los primeros dignatarios del Estado; sus miembros eran famosos poetas y numerosos aficionados á la poesía, grandes de primera clase y ciudadanos de humilde cuna, siempre que tuviesen las cualidades necesarias. Las juntas en que se dilucidaban diversas cuestiones literarias, ó se leían obras poéticas, ó se analizaban y criticaban, se celebraban de ordinario en la casa del presidente, ó, por su orden, en las de los individuos más caracterizados.

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CAPÍTULO III.

Actividad poética de esta época.—El culteranismo.—Poesía lírica, prosa novelesca, libros de caballería, poesía épica.—Originalidad de las letras españolas.—Los teatros español é inglés.

SI lo expuesto hasta aquí prueba el universal interés, que inspiraba la poesía, el examen atento de la literatura española manifiesta á las claras que el reinado de los tres Felipes, y los primeros años del monarca que les sucedió, forman la época en que aparece más fecunda la actividad poética. Corresponden á ella, en efecto, el mayor número de las infinitas composiciones citadas en el Viaje al Parnaso, en el Laurel de Apolo, en los trabajos bibliográficos de Don Nicolás Antonio, Ximeno, Rodríguez Baena, Latassa, etc. Aun descontando los dramas, que omitimos adrede, es su número extraordinario; y no es sólo su número (que podría probar únicamente la afición universal de la época á la poesía) lo que excita nuestra sorpresa, sino su valor y mérito. Los galicistas del siglo xviii, tan ignorantes como mezquinos, se atrevieron solos á calificar en general la poesía española de este siglo de que hablamos, de poesía de mal gusto, distinguiendo sólo, en toda la literatura del mismo, alguna que otra producción rara y fenomenal, y no de mucha importancia. La prosa y verso, á cuyo estilo se dió el nombre de culto, debe considerarse únicamente como un hecho aislado, que casi desaparece cuando se recuerdan otras muchas composiciones del mayor mérito. Lugar es éste oportuno de exponer en pocas líneas la relación, que hubo entre este estilo tan cacareado con la poesía española, considerada en su conjunto, puesto que más adelante trataremos especialmente de la influencia que ejerció en el drama. Luis de Góngora (nacido en Córdoba en 1561), de talento é ingenio sobresaliente, movido por su afán de cobrar fama, y después de haber intentado llamar en vano la atención escribiendo muchas producciones excelentes, concibió el singular propósito de inventar una dicción poética mucho más perfecta. Construcciones latinas, nuevas voces, inversiones forzadas, y una manera de escribir distinta enteramente de la ordinaria, y llena de antítesis y de imágenes ampulosas, formaron los elementos esenciales del nuevo estilo que debía realzar á la poesía española. Es indudable que semejante absurdo merece una reprobación unánime, aunque Góngora, á pesar de sus extravíos, fuese siempre un hombre ingenioso y un verdadero poeta. Sólo en el Polifemo y en las Soledades llevó hasta la exageración su estilo pedantesco y afectado, ampuloso y lleno de hojarasca, sometiendo por completo el fondo á la forma. En casi todas sus poesías se encuentran excrecencias deplorables de mal gusto, al lado de muchas bellezas de primer orden deslustradas por el estilo culto, pero de tanto valor, que casi nos hacen olvidar sus defectos. Si las obras de Góngora se hubiesen estudiado con juicio y previsión, en vez de producir imitaciones descabelladas y copias absurdas y ridículas, podían haber enriquecido á la literatura española con un copioso tesoro de gráficas locuciones, giros é imágenes. Desgraciadamente siguieron las huellas del maestro poetas adocenados y pobres de imaginación, que exageraron hasta lo sumo sus locuras y caprichos, dando tortura á las palabras y acumulando obscuras metáforas y voces nuevas y disparatadas. Disfrazaban su incapacidad con un turbión de palabras pomposas, y les servía su estilo hiperbólico y ampuloso para ocultar la pobreza de su ingenio. Si Góngora afectó siempre precisión; si casi todas sus nebulosidades más desacreditadas encierran por lo común singular profundidad, y cuando se examinan despacio nos sorprenden por su agudeza, sus imitadores acumularon tan sólo un caos de imágenes heterogéneas, vano oropel y necia confusión; y cuando se reconstruyen rigorosamente sus frases, se averigua que el pensamiento es nulo por completo. Los principales gongoristas ó culteranos, como Francisco Manuel de Melo, el conde de Villamediana y Félix de Arteaga, se esforzaron sin descanso en introducir su estilo en todos los géneros literarios, aunque pueda sostenerse que la esfera á que se extendió su influjo duradero, fué en general muy limitada. Apenas apareció Góngora con sus innovaciones, se declararon en contra los más distinguidos poetas españoles, capitaneados por Lope de Vega. La lucha, como después veremos, se entabló también en la escena, y cuanto más degeneraba el culteranismo, tanto mejor triunfaban sus adversarios. El brillo primitivo de aquel estilo y el genio verdadero de su inventor, pudieron deslumbrar momentáneamente al mayor número; pero la posteridad se encargó bien pronto de desvanecer su aureola, y el gongorismo arrastró desde entonces su trabajosa existencia entre sus partidarios, que se elevaban recíprocamente hasta las nubes como si fueran grandes poetas, aunque por lo demás sin adquirir importancia ni lugar preferente en la república de las letras. Párrafos aislados de ese estilo ampuloso é hinchado se encuentran, sin duda, en otros escritores contaminados con el ejemplo de Góngora; pero cierta ampulosidad en la frase, cierta afición al abuso de las imágenes y metáforas, se notan desde época muy anterior en muchos escritores españoles, como en los antiguos cancioneros y en Juan de Mena, como se observa más tarde en Herrera, y, por último, en Lope de Vega. Esta profusión no debe considerarse como un fenómeno peculiar del siglo xvii, ni tampoco como un efecto del gongorismo; y aunque jueguen papel no despreciable en las obras de este último, se distinguen, sin embargo, de los defectos que caracterizan al estilo culto, ó más bien dicho, de los que constituyen su esencia, como la rebuscada obscuridad y confusa construcción, el abuso de las inversiones, burlándose deliberadamente de las reglas de la sintaxis, y el neologismo y la fraseología desordenada, cuyas palabras tienen significación distinta ú opuesta á su uso ordinario. No por esto hemos de rechazar el cargo de sutileza en el fondo y de hinchazón en la forma, que se observa en muchos adversarios muy ilustrados de los gongoristas, y alcanza á una parte importante de la literatura española. Pero se ha insistido también en la particularidad de que los defectos criticados, que en el espíritu de los españoles tienen íntimo enlace con el carácter oriental, no aparecieron en el siglo xvii más fuertes y exagerados que en el precedente. Nosotros sostenemos tan sólo, que, examinando en su conjunto la literatura amena de este período, las faltas aisladas, que la deslustran en parte, están más que compensadas por la verdadera belleza que se hace notar entre ellas, y por la singular elegancia y clásica corrección de lo restante. Una ligera indicación de las composiciones más notables de los diversos géneros de poesía (no siéndonos lícito detenernos más en esta parte) confirmará nuestros asertos. Esta reseña servirá también para dar á conocer las distintas direcciones, que tomó la actividad poética de la época, y para tocar á la vez algunos puntos relacionados con el drama.

Encontramos en la lírica á Góngora, de quien tantas veces hemos hablado, componiendo en su juventud obras maestras al estilo antiguo popular, romances, letrillas y villancicos, y brillando siempre por sus eminentes dotes poéticas hasta en medio de sus extravíos posteriores, cuando se precipitó sin freno ni mesura en el campo de sus innovaciones; á Villegas, el príncipe de los eróticos españoles, inimitable en los cantos anacreónticos, y tan distinguido por sus odas como por sus idilios; á los dos Argensolas[69], celebrados por la claridad y precisión clásica de su estilo, por su juicio exacto y por su carácter varonil, justamente aplaudido en sus epístolas y sátiras; á Rioja, sin rival en la ternura de sus sentimientos cuando contempla á la naturaleza, y por su intensidad y dulce fuego; á La Torre, alabado por su brillante manera de exponer los asuntos y por la sonoridad y armonía de su cadencia; á Juan de la Cruz, Salas, Malón de Chaide, poetas de unción verdadera y profundo sentimiento religioso; á Alcázar con sus gracias singulares, que siempre divierten; á Aldana, Soto de Rojas, Medrano, Arguijo, Figueroa, Argote de Molina, y otros innumerables, que florecieron entonces y alcanzaron merecida fama entre el aluvión de poetas notables que los rodeaban[70]. Si se echa una ojeada al conjunto de producciones que estos vates escribieron, ó nos sentimos arrebatados por la sencillez y verdadera poesía de sus romances y cantos, imitando el antiguo estilo nacional, ó por la dulzura y rotundidad de su lenguaje, que tomó por modelo al italiano, pudiendo dudarse si hay otras naciones que ofrezcan tantos y tan excelentes líricos. En la prosa amena encontramos, primero la obra maestra de Cervantes, que no tiene igual en ninguna otra literatura, y que por sí sola vale tanto como una biblioteca entera de novelas. Los libros de caballería, que encantaron por tanto tiempo á los lectores españoles, no dejan de ser muy importantes[71]. Mucho más influyó en ellos la sátira que se hace en Don Quijote, que en las novelas pastoriles que imitaban á la Diana, de Montemayor[72]. Los prosistas españoles más distinguidos se consagraron á describir las costumbres y la sociedad de su época, ya en pequeñas novelas, en las cuales descolló entre todos Cervantes, imitándolo Montalván, Mariano de Carvajal y Saavedra y otros, ya en las famosas picarescas, por el estilo de El lazarillo de Tormes, que traducido é imitado ha recorrido toda Europa. El Guzmán de Alfarache, de Alemán; el Gran tacaño, de Quevedo, y el Marcos de Obregón, de Espinel, son las obras maestras de esta especie, llenas de un conocimiento profundo del corazón humano, de gracia inagotable, de animación y de sal, que por sus descripciones exactas de la vida ordinaria forman la más decidida oposición con el mundo ideal y fantástico de las obras coetáneas; pero no desnudas por esto de invención poética.

Forman la tercera serie de manifestaciones de la vida de la nación las pinturas burlescas y fantásticas, traducidas después á casi todas las lenguas de Europa, á las cuales tituló Sueños Quevedo, y á cuya especie pertenece también El diablo cojuelo, de Guevara, de tanto éxito, y, por último, la República literaria, de Saavedra Fajardo, obra ya más culta y perfecta.—En la épica hallamos una serie de ensayos que comprenden el período anterior, y dan testimonio de las tentativas de los españoles para poseer una poesía épica nacional[73]. La verdad es, sin embargo, que ninguna de estas obras consiguió plenamente su objeto. Ya había pasado para España el tiempo, en que nacen las verdaderas epopeyas nacionales, y tuvo que contentarse con los libros de caballería, algo semejantes á la epopeya, y también obra suya. Todos los esfuerzos, que después se hicieron, para transformar en epopeya artística á la historia nacional, se estrellaron por completo en la imposibilidad de la empresa, no obstante la actividad de muchos y aventajados ingenios que consagraron á ella sus fuerzas. Casi generalmente ahogó la influencia predominante de la historia las chispas épicas, que lucieron acá y allá. Tampoco presidió más favorable estrella á los poemas románticos españoles, por el estilo de los de Ariosto y Boyardo, que retrataban la vida caballeresca con sus aventuras imaginarias, ó, por lo menos, no puede compararse ninguno con sus modelos italianos. Pero si partiendo de estas premisas es menester colocar á la poesía épica española en el más ínfimo peldaño de su literatura, no es posible desconocer, sin embargo, que La Araucana, de Ercilla; el Bernardo, de Balbuena; la Angélica y la Jerusalén, de Lope; La invención de la Cruz, de Zárate, y otras muchas, á pesar de sus defectos, abundan en bellezas poéticas aisladas, y pueden ornar sin rebozo cualquiera literatura. Tampoco debemos olvidar, ya que tratamos de la épica, los poemas cómicos, que, como La mosquea, de Villaviciosa; La gatomaquia, de Burguillos; Las necedades de Roldán, de Quevedo, etc., ofrecen mucha gracia y elegancia, y rivalizan con lo mejor de esta especie que han producido otras naciones.

En este período ejercieron escaso influjo en la española las literaturas extrañas. Sólo con la italiana y la portuguesa tuvo algún contacto. Esta, si se exceptúan las obras de Camoëns, produjo poco original, y, desde la anexión de Portugal á España, rindió más bien tributo á la de su dominadora. Más eficaz hubiera sido la influencia de la italiana, merced á sus ricos tesoros, ya por el trato íntimo que había entre ambos pueblos un siglo hacía (puesto que Nápoles y Milán formaban parte de la monarquía española), ya por el parentesco de sus idiomas, que contribuyó á que se conociesen en seguida en cualquiera de estos dos países las producciones más notables que aparecían en uno de ellos. Leyóse, en efecto, en España á Dante, Petrarca, Boccacio, Boyardo, Ariosto, Tasso, Bandello, Anthio, Marino, etc., así en traducciones como en el original, excitando la vena poética nacional, y enriqueciéndola con nuevas imágenes. Pero la influencia directa de la poesía italiana en la española, no se conoció en otra cosa que en la admisión de sus combinaciones métricas. Con pocas excepciones se mantuvo dominante el estilo nacional, no obstante el uso que se hizo de dichas combinaciones métricas, y algunas que otras obras que se ajustan más estrictamente á los modelos italianos, son de tan escasa importancia, que pasan casi desapercibidas comparándolas con las casi innumerables, cuya índole y condiciones llevan el sello nacional.

Los españoles no tuvieron ocasión de conocer otras composiciones literarias coetáneas extranjeras más que las ya citadas. El primer obstáculo, que salta á los ojos, es su ignorancia de los idiomas extraños. El castellano, como el francés moderno, era la única lengua que servía entonces á los diferentes pueblos de casi toda Europa para comunicarse entre sí. En la buena sociedad de Viena, París y Londres, se hablaba el español[74], y por este motivo los españoles, á pesar de su continuo trato con otras naciones, no sentían la necesidad de estudiar otros idiomas que el suyo. Ya antes habían pasado los Pirineos numerosas tradiciones y materiales poéticos de la vecina Francia. El arte poético provenzal había influído notablemente en el castellano por mediación del catalán. Sin embargo, desde fines del siglo xv se había roto este lazo, que unía á las literaturas francesa y española, puesto que el catalán, habiendo decaído, y cultivado apenas literariamente como dialecto provincial, no pudo ya servir, como antes, para este objeto. Las aisladas alianzas entre las casas reales de Borbón y de Hapsburgo no pudieron colmar ese abismo, que separó radicalmente á los dos pueblos, ahondando aún más en lo sucesivo sus diferencias de carácter, y aumentando su mutua antipatía las guerras continuas que sostuvieron. Como las provincias limítrofes de Bearne y del Languedoc se consideraban como el asiento de las herejías de albigenses y hugonotes, y tuvieron fama aviesa, no es extraño que cuanto proviniera de ellas se mirase con malos ojos en la patria de la ortodoxia exclusiva. Esta malevolencia creció después, cuando subió al trono de los reyes cristianísimos el hugonote Enrique IV, y cuando sus sucesores favorecieron á los protestantes en Alemania y los Países Bajos[75]. Así se explica que los españoles del siglo xvii, ó hasta la caída de la dinastía austriaca, ignorasen del todo la poesía que floreció en los reinados de Luis XIII y XIV, y que, al contrario, tomase tanto de la española la literatura francesa[76].

Todas estas causas contribuyeron aún más poderosamente á cerrar la entrada en España á las obras inglesas. En cada línea que venía del odiado país, en que había caído el catolicismo, se temía encontrar el contagio pestífero de la herejía[77]. Si damos fe al testimonio de Velázquez, en el año de 1754 no existía aún en español libro alguno inglés, y, por consiguiente, era mucho más difícil que su literatura tuviese en la de España influencia alguna. Al revés sucedía en Inglaterra, en donde (para tratar de un punto incidental interesante), ya en el siglo de Isabel circulaban muchas producciones poéticas españolas, especialmente romances y novelas, utilizándolas con tanto afán los poetas dramáticos como las narraciones italianas[78]. Aunque se niegue generalmente que los dramáticos ingleses de la época más antigua é importante hayan conocido las comedias españolas, puede sostenerse lo contrario con ciertos visos de verosimilitud, y apoyándose en diversas razones que lo comprueban. No aludimos ahora á la traducción, ó más bien al arreglo y extracto de La Celestina de 1530, que en 1580 fué representada en Londres[79], sino á un pasaje de la obra de Esteban Gosson, impresa en 1581, en que se habla de las comedias españolas que se representaron en los teatros de Londres[80]. Verdad es que esto sucedió en una época, en que ninguno de los teatros de ambos países había llegado á su apogeo[81]. Entre los dramas existentes ó descubiertos hasta ahora de los contemporáneos é inmediatos sucesores de Shakespeare, no hay ninguno que autorice á sostener que sea imitación de los españoles (aunque haya ciertas coincidencias entre ellos[82], que se explican por fundarse en la misma tradición ó novela); plagios indudables de esta especie aparecen primero en el reinado de Carlos II[83], y en el año de 1635[84] la más antigua noticia de las representaciones hechas en Londres por una compañía española. Esto no se opone á la opinión de los que creen, que los poetas del tiempo de Isabel conocían ya las obras de los dramáticos españoles coetáneos, puesto que lo contrario se hace más verosímil, dando motivo para pensar, que, si las composiciones más imperfectas de los antiguos poetas castellanos se habían abierto camino hasta Inglaterra, con más razón debieron llegar hasta ella las más acabadas de Lope de Vega. Es de presumir, que un examen atento de la antigua literatura española, confirmará acaso más tarde esta sospecha.

Por lo demás, la cuestión, de que tratamos, no es de gran importancia, pues si las comedias de Lope eran conocidas en Inglaterra en tiempo de Shakespeare, no por eso se debe atribuir al teatro español influencia alguna esencial en el inglés. Este se hubiera desarrollado del mismo modo, según todas las probabilidades, tal como hoy es, aunque el otro nunca hubiese existido. Ambos, en igual época, brotaron del germen más íntimo de la vida nacional, y alcanzaron desusada altura (lo cual no deja de ser sorprendente) casi en los mismos años. Á fines del siglo xvi y principios del XVII terminaba en las dos naciones una obra, comenzada mucho tiempo hacía, y casi cien años antes había tomado ya una forma y un carácter determinado en ambos países el drama nacional. Nacidos ambos de la misma raíz, de los juegos escénicos sagrados y profanos de la Edad Media, aparecen en Inglaterra, en el primer cuarto del siglo XVI en las obras de John Heywood[85], y en España en las de Naharro y Gil Vicente, los albores de una comedia propia y popular. Tanto el drama español como el inglés ofrecen, en una serie de años, fases diversas y análogas entre sí, que presentan singular semejanza, diferenciándose únicamente en el distinto sello, que les imprime el carácter nacional de cada país. Ni en uno ni en otro faltan imitaciones y ensayos clásicos para trasladar á la escena formas dramáticas ya muertas, como lo prueban, respecto de Inglaterra, las desdichadas piezas tituladas Ferrex y Porrex, Ralph Royster Doyster, Damon y Pythias, y en España los Ensayos de Malara y de Pérez de Oliva; pero el gusto nacional rechaza esas reglas estrechas pedantescas, y se declara decidamente en favor del drama popular, nacido en su suelo, que al fin predomina sin estorbo. Como todo ha de salir de sus propias fuentes, sin la concurrencia de fuerzas extrañas, no ofreciéndose á la vista un tipo regular á que atenerse, tanto por lo que hace al fondo como á la forma, al argumento como á su exposición dramática, crecen y se multiplican los obstáculos más diversos, y es indispensable probar una y otra vez, para encontrar lo que más se ajusta á tal propósito. Así se explica que el drama de ambas naciones tome por largo tiempo ya ésta, ya la otra dirección, que se pierda y extravíe con frecuencia, y que ande y desande su camino al conocer sus yerros, antes que alcance el fin á que aspira. Gammer Gurton's Needle y otras comedias inglesas, por sus imitaciones de la vida ordinaria y por sus bajas y groseras bufonadas, convienen con las farsas españolas de la mitad del siglo XVI. Vencida esta dificultad y cuando se comienza á vislumbrar un drama artístico y de más valor poético, cuesta trabajo redondear armónicamente la materia y la forma. Hay que dominar los elementos informes del argumento, que en la exposición del drama romántico se muestran comprimidos, después que infunden en las facultades del poeta nuevo vigor para esta lucha gigantesca. En las piezas de Green y en las de La Cueva aparecen los giros inmotivados, que toma á cada instante la acción, y su falta de enlace estrecho y de composición verdadera, pues los autores no poseían el arte de dominar por completo sus planes. Marlow y Virués se asemejan por su predilección á lo horrible y espantoso, por sus escenas monstruosas y violentas, y por su amor á la hinchazón y á la hojarasca. Cuando se comparan entre sí á los demás coetáneos, como á George Peele, John Lily y Thomás Kid por una parte, y á Argensola, Artieda y Cervantes por otra, no es dado descubrir unidad alguna en sus esfuerzos, ni un sistema propio dramático, de acuerdo en su fondo y en su forma, con las exigencias del arte. Entonces, y en los mismos años, empieza en Inglaterra y España la época notable en que el drama, que se arrastraba lenta y trabajosamente, hace de repente adelantos gigantescos[86]. Muéstranse en el palenque Lope y Shakespeare, no como fundadores del teatro, según se dice por lo común, sino como los que perfeccionan el trabajo de sus predecesores, como los que principian una nueva era, que forma la edad de oro del arte dramático, rodeados de coetáneos de importancia poética, que se dirigen todos al mismo fin, y llamados por su talento á ponerse á su frente, dominan en la escena popular por sus facultades prodigiosas, y la reforman y perfeccionan llevándola á extraordinaria altura. Atrayendo á un centro común las diversas y opuestas tendencias de sus predecesores; prefiriendo á todos los elementos dramáticos los populares, pero realzándolos á la par con su ingenio y elegancia, trazan al drama insólito rumbo, que aventaja inmensamente al que le antecedió. Sus obras, así en su espíritu como en su forma, llegan á ser germen y tipo de otras innumerables, y por ambas partes constituyen dos literaturas dramáticas originales, fecundas y perfectas en todas sus partes. La chocante identidad de ambas en lo más substancial, en lo que caracteriza la índole y forma del teatro; la manera de comprender el arte dramático, común á ambos; su desarrollo análogo, que no se explica haciéndolo depender de extrañas influencias, y sus resultados semejantes, nos ofrecen clara prueba de que nada de esto depende de la casualidad y del capricho, sino de una ley natural y progresiva, cuyo efecto es el desenvolvimiento paralelo de dos gérmenes idénticos. ¿Cuál será este germen, cuyo desarrollo sereno y fructuoso se nos muestra tan lozano y lleno de vigor, así en un pueblo del Norte como del Mediodía? Guardémonos bien de buscarlo en el principio de la poesía romántica, puesto que estas palabras, según parece, obscuras y ocasionadas al abuso, tienden á poner en oposición el arte moderno y antiguo, lo cual no es cierto, puesto que del examen atento de las propiedades esenciales de ambos, sólo se desprende que forman un todo orgánico y homogéneo, á lo menos en lo más substancial. El principio vital, así del arte antiguo como del moderno; el principio que engendró en su fondo y en su forma, primero al drama griego, y después al inglés y al español, yace en la tradición poética y popular y en su progreso incontrastable, en los elementos poéticos tradicionales é históricos, en el espíritu y en la vida de las diversas naciones, y en su conformación y perfeccionamiento con arreglo á las leyes naturales. ¿Por qué motivo el drama de ambos pueblos, únicos, que, entre los modernos, poseen un teatro original, descansa en tales bases? Cuánta sea la excelencia y valor intrínseco de su forma peculiar, y cómo esta forma constituya una sola substancia con su esencia, un solo organismo, como en el griego, se demostrará después cumplida y repetidamente en lo restante de esta obra. Para continuar aquí el paralelo entre los teatros inglés y español, diremos que aquél sólo conserva su pureza poco tiempo, apenas un cuarto de siglo, solamente en las composiciones de Shakespeare, y algunos de sus coetáneos, como Ford, Webster, Deckar, Middleton, Bowley y Thomas Heywood. Ya en vida de aquel poeta eminente, germina la división en el seno del teatro. Una escuela, que aspira á ser aún más elevada, se opone á los esfuerzos de los dramáticos populares, extravía al público con su crítica anti-poética y con su absurda imitación de los clásicos, y embota el sentimiento de la verdadera belleza con sus exageraciones y su afición á hacer efecto. Así se explica, cuando estudiamos la historia del teatro inglés después de Shakespeare, que el arte dramático va decayendo por grados, hasta que fenece por completo en las guerras civiles del reinado de Carlos I y en la revolución puritana. El teatro español, al contrario, florece más de un siglo, brillando purísima la poesía popular; se reviste de las formas más caprichosas y variadas, y corre mansa y suavemente, impulsado por la fuerza, que da vida á las naciones modernas en lo más íntimo de su ser, hasta la época, en que apenas existe la poesía en las literaturas de los demás pueblos europeos. El empeño de seguir á ciegas modelos desacreditados y mal entendidos, y de destruir la armonía reinante entre el pueblo y los poetas, fracasó aquí en sus albores. Todos los dramáticos, que la respetaron hasta su decadencia á principios del siglo xviii, sólo fueron grandes é influyentes porque, al componer sus obras, no se separaron un ápice del espíritu nacional.

Será instructivo detenernos todavía algún tanto en la comparación de los dos teatros, los únicos originales y populares de la moderna Europa. El estrecho parentesco que los une, mientras permanecen fieles á su principio fundamental, aparece con rasgos clarísimos é ilustra sobremanera nuestro entendimiento. De esperar es, sin embargo, que, conforme á la naturaleza de las cosas, y no obstante sus concordancias, haya entre ellos la diferencia, que se observa entre los pueblos del Septentrión y del Mediodía, sus opuestas instituciones políticas y religiosas, y en algunos otros puntos aislados. Más adelante trataremos de cada uno de éstos, ya que semejante paralelo promete ser importante y provechoso á nuestro objeto. Considerados en general, nos limitaremos ahora á hacer las indicaciones siguientes: Si el drama inglés se ha elevado, por obra de su único y divino maestro, á tal altura, que forma la cúspide de toda poesía, y á la cual ningún otro llega, no puede decirse que, bajo este especial aspecto, el español no rivaliza con él. Pero Shakespeare es el único y principalísimo centro de los poetas dramáticos de su patria; los demás, no obstante sus bellezas, están á inmensa distancia de este gigante, y son cuerpos de segunda y tercera magnitud, que reflejan más ó menos el resplandor que despide. En la literatura dramática española, al contrario, es muy diversa esta proporción: su fama y su importancia no estriba en lo substancial, en un solo nombre celebérrimo; un solo poeta no es el foco, que ilumina á los demás con sus rayos, sino que, al contrario, se reparte su luz más regularmente entre diversos poetas y grupos de renombrados dramáticos. Si no ofrece un ingenio, que la crítica coloque en aquel altísimo peldaño, igual al gran hijo de Inglaterra, poseía en cambio muchos y varios excelentes, dotados de las cualidades poéticas más brillantes, inferiores sólo á aquél, pero dignos de ocupar el puesto inmediato en la cúspide del arte de la poesía. Verdad es que los historiadores de la literatura han introducido la costumbre de mirar á Calderón y á Lope como á los principales representantes del drama español, y como si su importancia fuese tan grande en el teatro de su país como la de Shakespeare en el inglés; pero cuando se estudian á fondo, se conoce que no son superiores á los demás en la desproporción inmensa que el poeta inglés, y que á su lado, y no en lugar inferior, puede colocarse un número considerable de poetas, tan dignos, tan fecundos y excelentes.

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CAPÍTULO IV.

Florecimiento del teatro español, y períodos en que puede dividirse.—Desenvolvimiento del drama por sí, á pesar de la indiferencia de los reyes.—Causas determinantes del desarrollo del drama.—Triunfo de los elementos dramáticos nacionales.—Formas dramáticas; comedias; sus caracteres en España.

LAS reflexiones anteriores, que sirven de introducción, nos han traído como por la mano á tratar de la historia especial del drama español en este período, á cuyo objeto consagramos parte de esta obra. Esta es también la más importante de nuestro vastísimo propósito, la edad de oro, la época más floreciente del teatro español. Con razón puede calificarse así aquel período, en que todos los esfuerzos de la poesía dramática, aislados hasta entonces, y siguiendo distintas direcciones, se unen para formar un sistema compacto y perfecto en pro del arte; en que se consagran á él, por un concurso feliz de circunstancias, y desplegando actividad sin ejemplo, muchos talentos de primer orden; en que aparece una multitud de producciones, diversas entre sí y originales, y llevando todas un sello común é iguales en excelencia; en que se despierta la rivalidad y la emulación, y hasta las obras de los poetas menos inspirados, se distinguen por su importancia poética y por su conocimiento de la escena, superando en valor á cuantas se escribieron antes y después.

Este período, el más brillante del drama español, comprende desde la conclusión del siglo xvi hasta fines del xvii. No es fácil fijar con exactitud el año en que comienza y acaba. ¿Quién podrá indicar el momento, en que las fuerzas del hombre alcanzan su perfecta madurez y deja de ser adolescente, ó aquel otro, en que, débil, llega á la vejez? El señalamiento de tales divisiones y períodos, no tanto obra de la naturaleza, cuanto efecto de nuestra inteligencia, útil para orientarnos y entender aquélla, está sujeto á dudas y discusiones de tal especie, que cuesta no poco trabajo trazar una línea perfecta divisoria, y aun en el caso de que se logre, ocurre de ordinario una nueva dificultad, no sabiendo nosotros si ha de calcularse desde su origen ó desde su terminación. Cabe, sin embargo, en lo posible, y no perdiendo de vista la base movediza de estos límites y transiciones, ya indicadas, fijar el principio casi seguro de este período, desde 1588 al 1590. Después demostraremos con más extensión y solidez, que entonces comenzó Lope de Vega á ejercer en el teatro influencia exclusiva, y la revolución que produjo en la literatura dramática, puesto que los mismos contemporáneos de Lope confiesan, que, en virtud de dichas causas, empezó una nueva época del teatro español, llamada por ellos su edad de oro[87]. Más difícil parece determinar el año en que acaba este brillante período. No se puede dudar que continuó mientras vivieron Lope y Calderón, y hasta la muerte del último, ocurrida en 1681, puesto que en cada uno de estos años aparecieron obras que disipan cualquiera duda. Pero, aun después de la fecha indicada, florecieron muchos coetáneos de Calderón, más jóvenes que él, que en nada disminuyeron la importancia del teatro nacional español, y hasta otros poetas de la nueva generación que le siguió, alcanzaron al siglo xvii. Hay razones, por tanto, para prolongar este período, de que tratamos, hasta dicho siglo, y fijar el principio del nuevo, en la época en que aparecieron las doctrinas literarias francesas. Bances Candamo, Zamora, Cañizares y otros poetas de los últimos años del reinado de Carlos II y de su sucesor, escribían, á la verdad, con habilidad é ingenio, siguiendo la senda trazada por los anteriores maestros; pero sólo se repiten las formas ya conocidas, no otras nuevas y más perfectas, y lo que no lleva aquel carácter, sólo debe calificarse de extravío y retroceso. La vista ejercitada, al comparar este período con el precedente, lo considerará de decadencia y degeneración, y el historiador, para ser fiel á su propósito, debe también separarlos. A falta, pues, de línea divisoria exacta y precisa, y fundada en un hecho externo, parece lo más prudente colocarla en general en la segunda mitad del reinado de Carlos II, ó en el último decenio del siglo xvii, y que, para clasificar los poetas, que se agrupan alrededor de aquel punto cronológico, atender principalmente á sus cualidades especiales.

No conviene, sin duda, subdividir dicho período, que, en nuestro concepto, comprende desde 1588 hasta la conclusión del siglo xvii, en otros diversos. Para esto sería necesario que el drama se hubiese alterado en ellos esencialmente, y que las obras dramáticas que aparecieron, á pesar de sus diferencias externas é internas, no tuviesen un lazo común y estrecho que no puede romperse sin dañar á la claridad. Cierto es que en él observamos también fases diversas del arte y de la literatura dramática, no obstante sus caracteres comunes, que trataremos de indicar, para que se conozcan á fondo las diversas partes de este soberbio edificio. Los años comprendidos desde 1588 á 1590 marcan el primer estadio del progreso, que realiza la comedia nacional española, revistiéndose con aplauso universal de nuevas formas, aunque, merced á varios obstáculos externos, no le sea dado todavía concentrar completamente sus fuerzas y elevarse á las alturas en alas de un poderoso genio. Con el siglo comienza también una época, en que el drama despliega todo su vigor ingénito; en que, favorecido por el espíritu poético de toda España y por la emulación de eminentes poetas, emprende raudo y glorioso vuelo, y sube hasta tal punto, que ya no se concibe ningún otro más elevado. Pero en el año de 1621, cuando ocupó el trono Felipe IV, príncipe ilustrado que amaba con pasión todo linaje de poesía, y especialmente la dramática, recibió ésta mayor impulso, así interno como externo, concurriendo también á este fin una segunda pléyada de poetas de primer orden, que imprimieron en el teatro nuevo y desusado brillo. Las dos fases de la poesía y arte dramático, que corresponden á los reinados de Felipe III y IV, abrazan en rigor su edad de oro. Paralelos á ellas, pero en su centro, y, como es de presumir, no siempre completamente aislados uno de otro, se distribuyen los poetas dramáticos en dos grandes grupos, á cuya cabeza van Lope de Vega y Calderón. La muerte de Felipe IV, ó el principio del reinado de su débil sucesor (1665), forma un paréntesis en la historia del teatro de todo este período, á cuya terminación no sucede, en verdad, un nuevo progreso, ni se escribe nada que iguale en vigor y arte á lo compuesto antes, pero que comprende una época de unos veinticinco años, en que se refleja la vida dramática anterior y demasiado semejante á ella para separarla sin violencia.

Ya antes de ahora indicamos algunas de las causas, que contribuyeron al desarrollo de la poesía en este período brillante, el principal, á nuestro juicio, y el más notable en todos conceptos. No será ocioso, sin embargo, insistir de nuevo en este punto.

El favor que dispensó la corte al teatro español, es sólo una causa subalterna, á la cual no debe darse importancia. Comenzó primero en el reinado de Felipe IV. Verdad es que este monarca ilustrado, no sólo realzó sobremanera el aparato escénico en su palacio de El Buen Retiro, introduciendo lujo y magnificencia nunca vistos, sino que estimuló y protegió el arte en general, concediendo á los poetas más eminentes medios de vivir con descanso entregados á sus tareas, ganando no poca gloria por los bienes que dispensó á la literatura dramática, y por fomentar sus patrióticos intereses. Pero ya antes de esta época, sin estímulo alguno del soberano, hasta poniéndose á veces en oposición con el gobierno, había alcanzado tal altura, que apenas pudo sobrepujarla, á pesar de la ayuda que encontró en hombres eminentes que había encadenado en su corte. Felipe II manifestó frío desdén á todas las artes que embellecen y alegran la vida; su sucesor, poco dado á estos placeres de la imaginación, mostró tan poco afecto y tan escaso gusto á estos entretenimientos del espíritu, que sólo se acordó del teatro para suscitarle obstáculos é imponerle restricciones, y, sin embargo, cabalmente cae en los reinados de Felipe II y III la época en que alcanzó el teatro mayor perfección y explayó sus inagotables riquezas. Las causas de este fenómeno, en lo esencial á lo menos, son independientes del favor ó disfavor de los monarcas.

Al finalizar el siglo xvi habían ya cesado los sacudimientos bruscos de aquel genio aventurero, que tan largo tiempo y con tan desusada violencia había conmovido á los españoles; pero no por eso se abandonó la nación al ocio inactivo, sino que concentró en sí misma la energía, que antes desplegara hacia fuera; quiso también hacer alarde de su fuerza creadora en los dominios de la vida de la inteligencia y del corazón, y expresar las grandiosas ideas de su pasado y de su presente en la digna esfera del arte. Así sucedió al siglo de su mayor poder político el del desarrollo importante del espíritu, que disputó al primero su supremacía. Con tales cimientos llegó á alcanzar la literatura poética, la frondosa y exuberante lozanía, que admiramos en su edad de oro. Concurrieron ciertas causas especiales para convertir al drama en el alma, que daba vida á este conjunto. Comenzaron los españoles á disfrutar de bienestar y de placeres, y á saborear los frutos de sus prolongados esfuerzos. Las riquezas, que habían acudido á su seno de todas partes, infundieron naturalmente el deseo de gozarlas de mil maneras, y el teatro, que satisfacía más que otro medio alguno, tratándose de un pueblo ingenioso y lleno de grandiosos recuerdos é imágenes, ese anhelo del alma, ocurrió plenamente á esa necesidad imperiosa, y con tanto mayor motivo, cuanto que, contando ya con una larga preparación, podía sin trabajo constituir el foco de la vida moral de la nación entera. En el género poético, cuya forma verdadera entrañaba la mayor popularidad con la mayor perfección artística, se encontraban recursos bastantes para contentar á cuantos se sentían capaces de apurar estos goces elevados, desde que los poetas comprendieron perfectamente el espíritu nacional, y lo espusieron á la contemplación de aquéllos, que deseaban y tenían derecho á pedirlo. Cuando se ofrecían al español, en animado cuadro, las hazañas de sus antepasados, y las épocas más brillantes de su grandiosa historia; cuando se rendía homenaje en su presencia á la gloria perenne de su nación, y esto exornado con el más bello colorido; cuando las imágenes más maravillosas y más conocidas de un mundo de tradiciones románticas se mostraban á sus ojos como si realmente existieran, y veía reflejarse en el espejo mágico de la poesía las variadas manifestaciones exteriores, que lo cercaban por do quier, ¿era posible que no lo prefiriese á todos los demás placeres? Justamente florecía entonces Madrid, corte de sus soberanos y capital del reino, por su ilustración y por sus riquezas. Esta ciudad, foco en donde convergían todos los radios de la vida nacional, era también cabeza de todas las provincias españolas. Aquí, en el corazón de tan poderosa monarquía, trasunto reducido de la existencia entera del pueblo, hubo de radicar también la escena destinada á representar en animado cuadro esta misma existencia, y en este asiento del lujo y de la civilización se hizo sentir más viva la necesidad de los espectáculos dramáticos. Siempre habrá estrecho enlace entre las necesidades y los deseos más imperiosos de una época, y las producciones que pueden llenarlos. Este afortunado concurso de causas despertó en el momento oportuno, y con ayuda de otras circunstancias favorables, á los ingenios, que podían dar al anhelo de los españoles más cumplida satisfacción, á los poetas, que, saliendo de lo más íntimo de la existencia del pueblo, y concentrando en sí toda la cultura de su tiempo, reunieron en un solo hogar todos los rayos de la poesía, que yacían diseminados en la historia, en la tradición, en las creencias religiosas y en la vida entera de la nación, y los ofrecieron después en el teatro. Las épocas más notables se distinguen por un fenómeno sorprendente y maravilloso: parece que una fuerza misteriosa arrastra á toda una generación, y se convierten en bienes comunes, no sólo los medios externos, de que dispone el arte, sino sus bellezas más recónditas y preciadas, y que el genio de la poesía, aunque se ostente con predilección en las obras de sus favoritos, no excluye tampoco á los demás, y hasta lleva á los menos inspirados á tal altura, que nunca puede alcanzar el tiempo menos afortunado. Llegamos ya á un punto, en que es necesario confesar que todas las causas primeras, á que se atribuye la existencia de la edad de oro del teatro español, sólo sirven para corroborar con más fuerza esta proposición, á saber: que en el por qué de todos los fenómenos queda siempre mucho oculto y misterioso. ¿Quién podrá descubrir el último y esencial fundamento, que contribuye á la distribución de ciertas dotes entre individuos, siglos y naciones, cuando las de unos son en número desproporcionado, y otras veces, cuando las circunstancias parecen iguales, carecen hasta de las necesarias?

Para formar idea exacta de la revolución, que sufrió el drama español en este período, es necesario reanudar los hilos de nuestra historia.

En la confusión de elementos heterogéneos, que yacen desordenados en la poesía dramática anterior, no se vislumbraba estilo ni carácter fuertemente determinado; y cuanto se había hecho hasta entonces, más se asemejaba á plan y esqueleto, que á obra perfecta y acabada. Sin embargo, el fin á que se encaminaban esas tentativas aisladas, y en que fenecían todas ellas, era claro y patente. Los ensayos desdichados, que se hicieron para introducir en el teatro imitaciones superficiales del antiguo clásico, no habían logrado extraviar el buen sentido de la nación, que prefería lo español á todo lo extranjero. La cuestión suscitada en las diversas literaturas europeas, que duró tan largo tiempo, ocultándoles su más bello florón; la lucha entre lo antiguo, extranjero y no existente, por un lado, y lo nuevo, propio y vivo, por otro, se decidió en España, desde un principio, por el último. La imitación de la realidad ordinaria no había llamado la atención en el teatro, y, por este motivo, ocupó en él un lugar secundario. Los poetas más eminentes habían concentrado sus fuerzas en lograr la perfección de un drama nacional elevado, empeñándose por distintos rumbos en esta empresa meritoria, aunque sin conseguir enteramente su objeto. El drama, á que nos referimos, y sin prescindir de su dignidad poética, debe descansar en las simpatías y el interés del pueblo; buscar sus móviles en la nación á que se dirige; explicarlos y depurarlos, y fundir en un solo conjunto la poesía popular y la forma artística más selecta, dar vestidura corporal, bella y poética á los recuerdos de lo pasado y á las aspiraciones de lo presente, que más conmueven á los hombres de su tiempo, y ante todo ajustarse á las creencias religiosas de los mismos. La multitud de fenómenos, hechos y accidentes, que figure, han de adoptar una forma libre y artística, independiente de las reglas de Aristóteles; una forma, que deje al genio el mayor espacio posible, y, libertándolo de trabas convencionales, sólo obedezca á leyes inmutables, conformes con la naturaleza de las cosas, y con la idea fundamental del arte dramático. Á la vivacidad externa de la acción han de acomodarse, por último, la diversidad de combinaciones métricas, observando ciertos principios, y expresando los distintos movimientos de ella.

Con la solución de estos problemas, en los cuales, sabiéndolo ó ignorándolo, habían trabajado los poetas dramáticos más eminentes, que precedieron á este período; con la determinación de la forma del drama, más adecuada al espíritu de los españoles, comienza la nueva época de la historia del teatro. Despréndese ya, de cuanto llevamos dicho, cuáles serán sus caracteres esenciales; pero es necesario desenvolver algo más este punto, y lo conseguiremos reseñando las diversas clases de piezas dramáticas españolas. Se comprende, desde luego, que sólo indicaremos sus rasgos más generales, externos y ordinarios, puesto que, en sus accidentes, ha sufrido el drama nacional distintas modificaciones, debidas á diversos poetas, y tomado vario aspecto, que será conocido más tarde, cuando tratemos de cada uno de ellos.

I. La comedia constituye el elemento más importante, el centro verdadero del teatro español. Denominábase así, desde Lope de Vega, toda pieza dramática en verso, y dividida en tres actos ó jornadas. Ambos requisitos eran esenciales á la comedia, y en este período no se encuentra ninguna en más ó menos actos, ó escrita en prosa, que lleve el nombre de comedia[88]. Tengamos en cuenta que esta palabra nada tiene que ver con la usada por los antiguos, contraponiéndola á la tragedia. La española es una composición que prescinde de aquella diferencia, y no se cuida de ella. Verifícase esto de suerte, que ambos elementos se mezclan recíprocamente, formando un todo orgánico, esto es, el drama romántico, que, sin ser tragedia ni comedia, absorbe y representa á una y otra, ó que, aun en el caso de que predomine más ó menos lo trágico ó lo cómico, y engendre producciones, que, con arreglo á aquellas ideas, deban denominarse tragedias ó comedias, nunca dejan de ser y llamarse en español con el nombre de comedia[89]. En otros términos: la comedia puede tener más trágico que cómico, ó al contrario, pero no imprescindible necesidad de elegir uno más que otro. Ambas maneras de considerar á la humanidad y á la vida, la trágica y la cómica, caben, sin dificultad, en la comedia, ó se muestran aisladas y distintas, como sucedía más clara y perceptiblemente en la dramática antigua. Pero hasta en el último caso se diferencia en su esencia de la incompatibilidad absoluta, que se observa en otros pueblos, entre los dos géneros opuestos, trágico y cómico. En todas las piezas del teatro español, aun en aquéllas que descansan en principios trágicos, y tienden á hacer impresión de esta especie, se hallan, al lado de los personajes más serios, otros ridículos. Verdad es que esa mezcla puede perjudicar á la unidad de la obra poética, cuando cae en manos de poetas torpes y caprichosos; pero los dramáticos españoles más distinguidos han resuelto esta cuestión tan artísticamente, que no les alcanza esa crítica. Ambos elementos aparecen confundidos y mezclados en sus escritos; en estrecho enlace se observa, no sólo en su forma externa, puesto que, para expresar uno y otro, emplean las mismas clases de verso, sino en su parte más íntima. El ridículo (cuyo principal representante es el gracioso), no se intercala arbitrariamente en la acción, sino que es tan esencial á ella, que se encontrarán muy pocas piezas, de las cuales pueda separarse sin ofender al todo. Lo cómico, en contraposición á lo trágico, sirve para realzarlo; de la unión de uno y otro sale la verdad entera, que, en el movimiento de los afectos y pasiones, suele mostrarse de ordinario por un lado exclusivo. Los personajes cómicos ofrecen al espectador, exagerándolos á sabiendas, los absurdos que se notan en las acciones de los principales; llámanles la atención hacia el exclusivismo, que los domina, y aun aquéllos, cuyo carácter vulgar no puede elevarse á las esferas más altas de la vida, ni siempre conocen toda la verdad, pueden indicar, sin embargo, el punto de donde no debemos salir, para apreciar al conjunto en su justo valor. No es éste, á pesar de lo dicho, el único objeto del elemento cómico del drama español. El gracioso y la graciosa, con su ingenio perspicaz y analítico, mueven, además, ciertos resortes secretos, que sirven de complemento á la acción principal; con sus pensamientos y baja condición ofrecen un contraste, que realza sobremanera la elevación y nobleza de los personajes más importantes. La significación de estos personajes, que forman una especie de parodia del argumento principal, tiene mayor importancia de la que podría creerse á primera vista.

Si la tragedia española se diferencia por esta mezcla de cómico, que interviene en su esencia y en su forma externa, de la antigua, las comedias propiamente dichas, que más se asemejan á las que llevaban este título en el paganismo y en el lenguage moderno, tanto por su especial organismo, como por la esfera en que se mueven, en nada se parecen á las griegas y romanas, y á las de casi todos los pueblos modernos. Únicamente tienen de común con éstas la manera general, con que tratan de la vida ordinaria, representándola más bien bajo su faz externa y pacífica, que en su relación con los móviles más graves y poderosos, que influyen en la suerte de los hombres. Pero dentro de este círculo se observan notables diferencias. La sátira, las escenas, personajes y situaciones ridículas son de ordinario, y con pocas excepciones, sólo elementos subalternos, sólo una especie de locura cuando se comparan con la acción principal más elevada, la cual, aunque se mueve generalmente dentro de esta esfera cómica, nada tiene de común con aquellas bufonadas, ó caricatura de vicios y flaquezas, que frecuentemente se confunden con lo cómico. De aquí que la transición á lo patético y sublime no sea contrario á ella. Compréndese así sin trabajo cómo nació de este linaje de espectáculos, que ni pueden llamarse trágicos ni cómicos, el drama romántico. Cuando el poeta sólo tiene á la vista los fenómenos externos ó la realidad, sin penetrar más profundamente en las causas perpetuas y más graves, que influyen en el destino de los hombres; cuando no se separa de ciertos límites constantes, desde los cuales examina los elementos de lo trágico y de lo cómico, que sirven de base á la existencia humana, más bien en sus efectos que en su esencia, puede escribir obras, que, en el variado juego de sus escenas, ya parezcan comedias, ya tragedias, sin carecer por esto de unidad artística. Si se recuerdan las gradaciones, transiciones y subgéneros, que tienen cabida en cada una de estas tres clases generales de comedias españolas, se comprenderá fácilmente, sin incurrir en transcendentales errores, la vasta extensión de la palabra española comedia, que á todas abraza, sin necesidad de violentarlas para que se ajusten á las divisiones ordinarias de la estética.

Tanta libertad, como en lo relativo á lo trágico y lo cómico, reina también en los demás dominios de la comedia española. No se opone, por tanto, á su espíritu exponer una serie de situaciones, motivos y sucesos, muy independientes unos de otros, unidos sólo por un lazo externo, y sucediéndose como en una novela; pero esto no autoriza para calificar á las comedias españolas de novelas dramáticas. Muchas podrían más bien llamarse epopeyas dramáticas; otras, al contrario, y entre ellas la mayor parte de las obras de los mejores poetas, ofrecen esa unidad absoluta en el orden en que se suceden las escenas, ese desenvolvimiento de la acción, que tiende necesariamente á un fin determinado, indispensable á la existencia del verdadero drama. En este mismo sentido puede también proponerse el poeta la pintura de un carácter, ó la representación de situaciones interesantes, en íntimo enlace con la fábula. Apenas hay necesidad de decir que no hay traba que se oponga á la libre elección de los personajes, que han de aparecer en la escena, que reyes y caballeros, labradores y criados, figuras alegóricas y mitológicas, santos, ángeles y demonios, y hasta los objetos más elevados del dogma católico pueden mostrarse sin inconveniente en una pieza, y, por último, que por lo que hace al asunto, es lícito utilizar la historia y la tradición de todos los pueblos, ó el dominio infinito de lo fantástico. Otro rasgo característico de la comedia española, que la distingue esencialmente, es que, en cuanto representa, se refleja con la mayor claridad lo presente y lo que le rodea, que los tiempos más remotos y los sucesos menos relacionados con ella los traslada á la época en que vive, suponiendo que sus hábitos y costumbres son iguales á los suyos, y que hasta se asimila, como si fuese bien común nacional, lo más extraño y apartado. No hay duda de que sólo convirtiendo el tiempo presente en base de la acción, y buscando en él los elementos poéticos, es posible crear el verdadero drama nacional; pues éste, que debe encaminarse á mover el interés, del auditorio, ha de renunciar á todo aquello, que no sea comprensible al mismo y no le haga viva impresión, valiéndose de los sucesos y recuerdos de épocas anteriores ó de pueblos extraños, sólo en cuanto se asemejan á lo presente y puede ser entendido por los espectadores. Manejando asuntos sacados de la historia ó de la tradición nacional, se propuso la comedia española apropiarse el espíritu y tendencias de los siglos pasados, puesto que sólo así hablaba á los hombres de su tiempo en un lenguaje familiar y claro; y cuando trata de la historia de la antigüedad clásica ó del extranjero, lo hace siempre fantásticamente y de tal manera, que á la legua se dejan ver la nacionalidad española, y las ideas y costumbres de su tiempo. Los defectos, que han puesto tan en ridículo á los trágicos franceses, ofreciendo tan notable contradicción entre las acciones y el carácter é ideas de sus héroes, deslustrando los personajes elevados de las edades heróicas con sus reglas superficiales de pura convención y su ceremonial cortesano, tan falto de gusto, no se encuentran en el teatro español, pues éste trastorna y se apropia todo lo extraño en todas sus relaciones, y hasta en sus causas esenciales; armoniza el fondo y la forma con la mayor perfección, y trasladándolos á lo presente, tan lleno de exuberante poesía, infunde nueva vida en los materiales, que maneja, y les ofrece firme suelo en que asentarse, y cuantos accidentes necesita.

La comedia española renuncia por completo á los preceptos dramáticos de los antiguos, ó más bien dicho, á las reglas señaladas por críticos sin juicio al drama clásico. La unidad de lugar y de tiempo, que, en cuanto fué observada por los griegos, encontraba en el coro ciertas libertades, desapareció con éste de su dominio, y el deseo de observarla fielmente, habría redundado en arbitrario tormento y en absurdas contradicciones, rechazadas por el buen sentido de la nación, aunque sin darse cuenta del motivo. La unidad mecánica de la fábula, tal como se enseñaba por la estética bastarda de los anticuarios, fué abandonada del mismo modo. Pero aunque la comedia española desecha las soñadas reglas de la comedia y tragedia antigua, no por esto puede sostenerse, recordando su objeto y las ideas especiales de sus grandes dramáticos, que no observaba ninguna. En vez de sujetarse á preceptos convencionales, se atuvo sólo á los eternos, que dicta la naturaleza, y á los que ella misma había descubierto, comprendiendo exactamente las leyes de su arte; en otras palabras, obedece al principio de que ha de haber en la acción unidad ideal, y de que todas sus partes han de subordinarse al fin del todo. En la observancia de este principio estriba su forma artística, cual se halla en su mayor perfección en las obras de sus mejores poetas, puesto que los extravíos de algunos no se oponen á nuestro aserto, en opinión de los inteligentes, ni justifican el infundado de los que afirman, que el drama español es una producción anómala por completo, que no se sujeta á reglas ningunas.

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CAPÍTULO V.

Elementos épicos y líricos de la comedia.—Versificación.—Verso trocáico de cuatro pies.—Romance.—Redondilla.—Quintilla.—Octava.—Soneto.—Terceto.—Lira.—Silva.—Endechas y otras combinaciones métricas.—División de las comedias.—Errores cometidos en esta materia.—Comedias de capa y espada, y de ruido.—Comedias de santos, divinas y humanas.—Burlescas.—Fiestas—Comedias de figurón.—Comedias heróicas.

PROSGUIENDO nuestra tarea, no vacilamos en asegurar, que la originalidad de la comedia se muestra especialmente en la aplicación que hace de las formas poéticas, de cuyo enlace orgánico resulta el drama. Los elementos líricos y épicos aparecen en ella más aislados é independientes que en la literatura dramática de cualquiera otra nación. No hay duda que los cuadros líricos sentimentales y las prolijas narraciones, así descriptivas como pintorescas, que encontramos en ella, se ajustan á las circunstancias y á la disposición de ánimo de los interlocutores, aunque sin dejar por esto de tener por sí mismos gran importancia, y sin dañar tampoco al carácter dramático del todo, formando un organismo aparte, y destacándose notablemente, por su índole, del diálogo.

Si examinamos ahora la parte dialogada de la comedia española, veremos, que, como dijimos antes, se presenta siempre con el inseparable acompañamiento del metro. Sólo las cartas, que figuran accidentalmente en ella, están escritas en prosa. Más adelante probaremos, que, en el uso de las combinaciones métricas, varían los diversos poetas, siguiendo distintos principios, y modificándolos á veces en las épocas más ó menos notables de su actividad poética. Como ésta no es ocasión de tratar especialmente del sistema métrico, observado por cada uno de ellos, nos contentaremos con hacer las indicaciones siguientes. La comedia española, por punto general, no excluye ninguna combinación admitida en el idioma castellano; pero es conveniente separar las empleadas sólo excepcionalmente, y en casos singulares, de las comunes y ordinarias. A las últimas pertenecen:

I. El trocáico de cuatro pies, verso natural y propio del drama español, que constituye la base de todas las demás variantes y modulaciones. Si los griegos consideraban al ritmo yámbico como al que más se acercaba á la conversación ordinaria, y como la medida más adecuada á la representación de una fábula[90], lo cual es también aplicable á casi todas las lenguas modernas, en la castellana concurría además otra razón importante. La cadencia trocáica había nacido con ella naturalmente y sin esfuerzo; la inspiración poética popular se expresaba sin la más leve violencia en este metro, y lo mismo acontece en esta parte á los españoles modernos que á sus antepasados, cuando moraban en las montañas de Asturias. Usado siglos hacía por copleros y romanceros, tenía, además de esta ventaja, fundada en tan largo empleo, la incomparable que le prestaba su sencillez, casi igual á la del diálogo ordinario; la perfección, que había alcanzado, y su extraordinaria flexibilidad para acomodarse á todas las situaciones y á todos los estados del ánimo. Esta medida era, por tanto, la más á propósito para servir de base al diálogo del drama español, y en el mero hecho de haber triunfado del metro yámbico, encontramos una prueba de la excelencia natural y orgánica de este drama, puesto que la imitación de extraños modelos lo habría arrastrado por diferente rumbo. Las especies principales del trocáico de cuatro pies, que aparecen en él, son las que siguen:

a. El romance ó el verso trocáico, asonantado de tal suerte, que el cuarto verso, ó asuena ó repite el eco de las vocales últimas del segundo, y el sexto las de ambos, etc. En las obras más antiguas de Lope de Vega y de sus contemporáneos se usa de ordinario en las narraciones, siguiendo en esto su primer destino en los antiguos romances populares; en los posteriores se emplea con más frecuencia, hasta que en Calderón y en los poetas de su época y de su escuela se usa, no sólo en las narraciones y discursos extensos, sino en la conversación ordinaria, y, sobre todo, en las ocasiones, en que la acción se mueve rápidamente ó se precipita.

b. La redondilla ó estrofa de cuatro versos, rimando el cuarto con el primero y el tercero con el segundo. En las piezas más antiguas de Lope constituye esta combinación, y la que vamos á nombrar en seguida, la forma más general y frecuente del diálogo dramático en sus diversas gradaciones: Calderón, y los que le sucedieron, la emplean con preferencia en los momentos, en que se reflexiona, en los pasajes tiernos ó satíricos, y en las antítesis.

c. La quintilla ó estrofa de cinco versos con varia rima (a b a b a, aa bb a, ó a bb aa); si la rima es pareada, y compone diez versos se llama décima ó espinela. Respecto de su uso, podemos decir lo expuesto más arriba acerca de la redondilla.

II. El yambo, en oposición al troqueo, la medida más solemne, en esta forma:

a. Como octava (stanza italiana, ottave rime) para las descripciones largas monológicas; para las narraciones pomposas, prolijas, pintorescas, en que hay necesidad de mostrar dignidad y grandeza.

b. Como soneto para las antítesis, interrogaciones agudas y réplicas discretas, ó para la expresión del sentimiento, que resulta de la comparación con otro, ó de su examen aislado.

c. Como terceto, principalmente en el diálogo más grave y sublime, muy usado en Lope y en los dramáticos más antiguos, y menos frecuente en Calderón, aun cuando aparezca alguna vez (como, por ejemplo, al principio de El príncipe constante).

d. Como lira ó estrofa rimada de seis versos, alternando los yámbicos de tres y de cinco pies, rimando los cuatro primeros de suerte, que el tercero consuena con el primero, el segundo con el cuarto y los dos últimos entre sí. La rima masculina parece haber sido excluída, y de aquí que los versos tengan siempre siete ú once sílabas[91]. Ninguna combinación es tan importante como ésta, ya para los diálogos apasionados, ya para la expresión lírica de los sentimientos vivos, ya para las imágenes más galanas y rápidas de la descripción. En los dramas más antiguos de este período es frecuente el uso de la lira; en los posteriores, especialmente en los de Calderón, mucho más rara, haciendo sus veces la [falta palabra].

e. Silva, mezcla de yámbicos rimados de tres y cinco pies (siete y once sílabas), sin distinción de estrofas. Los versos más largos pueden alternar con los más cortos de uno en uno, ó siguiendo otro orden, en cuyo caso puede ser predominante el endecasílabo, apareciendo sólo de tarde en tarde el más corto; también la rima puede repetirse en cada dos versos, ó formando otras combinaciones en que escasee más. Esta medida parece haber provenido de la anterior, por descuido ó inadvertencia, razón por la cual se ha confundido con ella por los espíritus superficiales.

Al lado de las combinaciones métricas indicadas, de uso más general, se encuentran otras muchas, no tan comunes como aquéllas, que se hallan en parte á menudo en los dramáticos más antiguos de este período, y desaparecen luego poco á poco, al paso que otras sólo se ven raramente, y como por vía de excepción. El número y diversidad de estas formas es extraordinario, cuando se examinan sus modificaciones y derivaciones especiales. Más adelante trataremos en particular de ellas, no sólo de las que usa éste ó aquel poeta por capricho, ó para hacer alarde de su fácil manejo del idioma, sino también de sus clases principales.

Las endechas ó troqueos con asonancias en cada segundo verso, usadas casi siempre en las narraciones lastimosas.

Los trocáicos rimados de cuatro pies, con versos de pie quebrado en varias combinaciones, como puede verse en los ejemplos, que copiamos debajo, aun cuando no muestren todas las infinitas de que son susceptibles[92].

El verso suelto ó yámbico de cinco pies sin rima, usado aquí y allí sin concierto, especialmente á la conclusión (como el blank verse de los dramas más antiguos de Shakespeare), muy común en las escenas más animadas de Lope, y nunca usado por Calderón.

Las canciones italianas en sus diversas formas (por ejemplo, en el Arauco domado, de Lope, imitación del Dolci, chiare e fresche acque, de Petrarca), aunque su uso sea poco frecuente.

Las anacreónticas ó yámbicos de siete sílabas, ligados por la asonancia, como, por ejemplo, en el acto primero de la Gran Zenobia, de Calderón.

Los versos de arte mayor ó dactílicos, aunque pocas veces, y al parecer siempre con el propósito de dar al diálogo cierto colorido anticuado (como en la Patrona de Madrid Nuestra Señora de Atocha, de Francisco de Rojas: jornada 1.ª.)

Los endecasílabos con rimas encadenadas, forma singular y poco común, cuya estructura es fácil de entender por el ejemplo siguiente:

«Saben los cielos, mi Leonora hermosa,
Si desde que mi esposa te nombraron
Y de los dos enlazaron una vida,
Por bella divertida en otra parte,
Quisiera aposentarte de manera
En ella, que no hubiera otra señora
Que no siendo Leonora la ocupara.»

(De El Pretendiente al revés, de Tirso de Molina, jornada 2.ª.) El tercer pie del verso inmediato rima con ocupara, etc.

Las letras ó themas con sus glosas ó variantes poéticas, y, por último, casi todas las formas de los antiguos cantos nacionales, canciones, villancicos, canzonetas y cantarcillos, aunque no como elementos peculiares del diálogo dramático, sino en los cantos ó improvisaciones interpoladas en él.

Si el dramático español encuentra en estos metros variados materiales que manejar en sus obras, en número superior al de todos los demás, también tropieza con el inconveniente de verse obligado á emplearlos con cierto orden y simetría, evitando la confusión y el desbarajuste, fácil si no se esmera en esta parte, y se esfuerza en armonizar el efecto musical con el dramático, de suerte que concuerden así el fondo como la forma. Los mejores poetas han sido tan excelentes maestros en la versificación, que sus dramas, como si fuesen obras perfectas de música, expresan en sus varias combinaciones métricas las modulaciones y cambios de tono más opuestos, y convienen, sin embargo, entre sí, no separándose nunca de un acorde fundamental.

Reservamos para los artículos especiales, que consagraremos á ciertos poetas, el examen de otras propiedades internas del drama español, puesto que tales investigaciones, cuando se exponen en absoluto, suelen ser superficiales y vagas. Sólo nos resta tratar de las diversas especies de comedias. Es fácil de comprender, recordando la vasta extensión de la palabra comedia, que, bajo este nombre genérico, se designan piezas dramáticas muy diversas. Cuanto más se estudia y conoce el teatro español, más nos convencemos de que, entre sus innumerables tesoros, se hallan más especies dramas ó tipos, que divisiones pudiera hacer la más sutil estética. Así, á medida que los examinamos, y atendiendo á su fondo y á su forma, pueden clasificarse las comedias españolas en históricas y fingidas, en mitológicas, pastoriles, tradicionales, simbólicas, burlescas, en comedias de costumbres de cada época, en dramas románticos imperfectos de la historia antigua ó moderna, en comedias de intriga ó de situaciones determinadas, etc., y cada una de éstas, según el punto de vista que se tome y las bases que se fijen de antemano, se puede subdividir casi hasta lo infinito. Las especies principales son útiles, sin duda, para servir de guía en el análisis de la inmensa literatura dramática española, y con este propósito trataremos de ellas más adelante. Además de estas divisiones, é independiente de ellas, existe há largo tiempo una nomenclatura técnica en la historia del teatro español, que juega en ella un papel importante. ¿Quién no ha tropezado, por ejemplo, con los títulos de Comedias de capa y espada, heróicas, de figurón, etc., sabidas al dedillo por cualquier literato que quiera hacer alarde de su conocimiento del español? Sobre este particular se han difundido tantas ideas erróneas, equivocadas y contradictorias, primero por la Huerta, escritor superficial del siglo pasado; después por Bouterweck, que siguió sus huellas, y, por último, por los estéticos y compiladores, que á su vez copiaron á Bouterweck, que cualquiera que acepte tales definiciones y comentarios modernos, ó investigue las verdaderas fuentes, ateniéndose sólo á ellos, carece de medios hábiles para averiguar nunca la verdad. Parece, pues, lo más conveniente prescindir por completo de esas opiniones extraviadas, y exponer con sencillez lo que en sí nada tiene de difícil. Por otra parte, se hace necesario rectificarlas, habiendo penetrado hasta en los diccionarios de conversación y en los manuales de historia de la literatura, á lo menos en lo más esencial, para que, en su lugar, se sustituyan nociones exactas, fundadas en pruebas concluyentes y auténticas. Mientras rogamos á los estéticos que derriben sus bellos castillos teóricos, levantados en los aires, y, sobre todo, pedimos encarecidamente á los filósofos que procuren orientarse bien en este punto antes de elaborar sus profundísimos productos, y de encerrar en tres nombres, encontrados por casualidad, la esencia más íntima del drama español[93].

Los errores indicados son de distinta especie y provienen de causas diversas, como probaremos más adelante. Se protesta, sin embargo, que la nomenclatura, á que aludimos, es tan exacta y abraza de tal modo las varias clases de comedias, así en su fondo como en su forma, y las determina con tanto rigor, que no puede haber ninguna que no esté comprendida en ella, y no pertenezca á ésta ó la otra clase. Así ha procedido la Huerta con todas las incluídas en su Teatro español, dividiéndolas en comedias de capa y espada, heróicas, de figurón, etc. Ya probaremos que todo esto es arbitrario, que no se funda en razón alguna plausible, y que es ocasionado á graves inexactitudes. Tras tamaño absurdo se comete otro no menos deplorable, trastornando completamente la cronología, y cometiendo lastimosos anacronismos, como el usar de la denominación de comedia heróica, peculiar sólo del siglo xviii, y enteramente desconocida en la edad de oro del teatro español, ó á lo menos como una clase aparte, y en el sentido en que hoy se emplea, puesto que, al usarla, sólo se aplica á comedias que representan hazañas heróicas ó escenas bélicas. En cambio hay otros títulos, que en este período se usaron con frecuencia, y luego se olvidaron, como el de comedias de ruido. A veces presentan otro inconveniente, puesto que se da á esas palabras significación tan insólita, que nunca ha ocurrido á ningún español, como cuando dice B. Val. Schmidt en un artículo sobre Calderón (Anuario de Viena, tomo XVII), «que el argumento constante de la comedia heróica es el de una mujer, que se ve perseguida por un príncipe enamorado, y ensaya diversos medios para escaparse.» Adviértase que el nombre de comedia heróica, como hemos dicho antes, es enteramente desconocida de los dramáticos de la época más antigua é importante, incluyendo al mismo Calderón, y que la casual circunstancia, de que tal sea el argumento de algunas de estas comedias, no nos autoriza para erigirla en criterio de una clase entera de dramas. Lo mismo acontece con las comedias de capa y espada, que gradualmente se han definido como si fuesen de intrigas, ó como cuadros románticos de las costumbres de la época; sin embargo, se cometieron también otras faltas. Mientras que, por una parte, se reducían sin razón alguna las distintas especies de comedias á un número insuficiente, por otra se confundían con las comedias las demás clases de piezas dramáticas. Mientras subsistió el drama español, ya perfecto, se consideraron á las comedias, autos, loas y entremeses, como especies distintas; esta división duró largo tiempo, y, como se debe suponer, debía ser conocida de cuantos tratan de tales puntos. No obstante, leemos en alguna obra lo siguiente, acerca de esta cuestión: «Las comedias divinas se dividían, desde Lope de Vega, en Vidas de santos y Autos sacramentales.» Indudablemente proviene todo esto de varios pasajes de la obra de Bouterweck, cuando hubiese bastado echar una ojeada rápida á las fuentes del teatro español, para no incurrir en tan extraño error. Jamás se confundieron los autos con las comedias, distinguiéndose de ellas por su fondo y por su forma, y no habiendo ocurrido jamás á ningún español tomar unos por otras[94]. El yerro segundo, en virtud del cual se afirma que así el nombre de autos como el de vidas de santos se usó primero en tiempo de Lope de Vega, no merece seria corrección.

¿Qué idea debemos formar, por tanto, de aquellos nombres, con que se distingue á las diversas clases de comedias? Cuando se examinan las verdaderas fuentes, que pueden dar luz para resolver este problema, se averigua que eran títulos populares, y en su consecuencia vagos é indeterminados, alusivos en parte al aparato escénico, con que se representaban estas obras, y en parte para indicar confusamente los asuntos de que trataban. Por lo común sólo se referían á sus cualidades externas, usándose únicamente por el público, que no siempre expresaba con ellos ideas claras y precisas, ni reparaba gran cosa en fijar rigorosamente su sentido, puesto que ningún poeta llamó nunca á sus composiciones comedias de capa y espada, ni las tituló así, ni aun ningún librero puso tal epígrafe á drama ninguno impreso[95]. Es inútil, por tanto, creer en la exactitud de estas denominaciones, ó deducir de ellas las cualidades internas de las distintas clases de comedias, ni torturarlas para arrancar una confesión, que ha de ser forzada y falaz. Ni sobre el carácter esencial de una comedia, ni sobre los elementos dramáticos que en ella predominan, ni sobre si es novelesca ó rigorosamente dramática, ó de intriga ó de carácter histórico ó de otra cualquier especie, puede servir de nada esta varia nomenclatura. Y son, en verdad, tan poco á propósito tales títulos para distinguirlas y caracterizarlas, que una misma, según el aspecto bajo que se examine, puede pertenecer á varias clases. Por ejemplo, las vidas de santos, con relación á su fondo, podrían calificarse de leyendas dramáticas religiosas; y en cuanto al aparato escénico, que su representación exigía, de comedias de ruido ó de teatro. Así se comprende cuán erróneo é inútil sea prescindir de las indicaciones hechas antes, y dividir todas las comedias en las clases mencionadas, arbitrarias y triviales por su origen, y que nada dicen acerca de su índole y forma artística. No por esto debemos ignorar tales divisiones, y lo que son y significan; y por razón tan plausible trataremos especialmente de cada una de ellas, aunque recordando siempre, que es preciso abstenerse de fundar sobre tan frágiles cimientos teorías cualesquiera acerca del arte dramático español.

En la edad de oro del teatro español se distinguieron las comedias de capa y espada (llamadas también comedias de ingenio) y las comedias de ruido (de teatro ó de cuerpo)[96], por lo que hace á sus condiciones externas[97]. Bajo la primera denominación (la de comedias de capa y espada), se comprendían aquellas piezas, que representaban aventuras de particulares de la época, cuyos personajes principales sólo eran caballeros ó hidalgos, y no usaban otros trajes que los comunes á todos los españoles de su tiempo. Su nombre provenía de esta vestidura de los personajes principales (traje de capa y espada, peculiar á la clase más distinguida de la sociedad), y sólo la de los personajes subalternos de criados y labradores era la llevada por las clases más humildes del pueblo. Como estas composiciones no salían del círculo de la vida doméstica, no necesitaban de ordinario de grande aparato escénico, y consistía toda su decoración, siempre que no era indispensable cambiar el lugar de la escena, en tapices que cubrían los muros laterales, sencillos é inmutables, mientras duraba la representación. De aquí que las cualidades características, que se aducen para distinguir á las comedias de capa y espada, se funden tan sólo en razones externas, siendo falso que haya alguna esencial á la acción para hacerlo, y que, por ejemplo, se pueda usar del nombre de pieza de intriga, como equivalente á aquel otro español. Verdad es que la intriga predomina en muchas composiciones dramáticas de esta especie, pero no por esto constituye su índole exclusiva: la comedia de capa y espada puede ser también de carácter, y aun puede dársele otras varias denominaciones, en atención á los diversos elementos, que suelen dominar en ellas, aunque esta nomenclatura no deba sustituirse á la española ni confundirse con ella, puesto que es también diverso el punto de vista bajo que se les considera. En oposición á éstas hay otras comedias, cuya fábula nace de la vida íntima, y cuyos personajes son príncipes ó reyes, ostentando en su representación mayor lujo en los trajes, maquinaria y decoraciones, que se denominan comedias de teatro, de ruido ó de cuerpo. Tales son los dramas históricos, los religiosos con apariciones sobrenaturales, los mitológicos, los que exponen tradiciones de la Edad Media, los fantásticos, cuya acción se supone ocurrir en países lejanos y llenos de sucesos maravillosos, etc. Pero no se crea por esto que dicha clase se distinga de aquélla exactamente, acaeciendo con frecuencia, que no se sepa á punto cierto si determinadas comedias han de ser clasificadas de una ó de otra manera, ofreciendo propiedades, no comprendidas en ninguna de las distinciones mencionadas, ó que, en parte sólo, pertenecen á ellas. Hay, en efecto, innumerables comedias, cuya fábula se imagina ocurrir en las cortes, y que muestran algún personaje real, y que, sin embargo, refieren tan sólo aventuras de la vida ordinaria, y no exigen complicado juego de maquinaria ni ostentación escénica, cual lo prueban las conocidas de Moreto y de Calderón, tituladas El desdén con el desdén y El secreto á voces. La particularidad, puramente externa, de que en una aparezca un conde de Barcelona y un príncipe de Bearn, y en la otra una princesa italiana, etc., no parece suficiente para clasificarlas entre las comedias de teatro, cuando el asunto, que exponen, no sale del círculo de la vida íntima; tampoco puede llamárselas comedias de capa y espada, y de aquí que el análisis sea incapaz de clasificarlas, y que no haya nombre especial que las caracterice. Fácilmente se explica lo defectuoso de esta división, recordando, que, en los teatros españoles, no se preciaban los directores de ser muy escrupulosos en cuanto se refería á la propiedad escénica, ya en los trajes, ya en las decoraciones, y que, diferenciándolas tan sólo por esta circunstancia externa, quedaba á su arbitrio el ordenarlas en ésta ó en la otra categoría. Así únicamente se comprende que la comedia mencionada de Gaspar de Aguilar lleve el nombre de comedia de capa y espada, apareciendo en ella un duque de Ferrara y otro de Milán, puesto que, á no ser tan débil y dudosa la diferencia que las separa, debiera más bien apellidarse comedia de teatro. La idea y juicio, que nos ha merecido esta clase de composiciones dramáticas, fúndase en la razón de que los poetas nunca han empleado esos nombres, proviniendo principalmente de la mayoría de los espectadores que asistían con más asiduidad al teatro, y siendo sus caracteres distintivos, pueriles, sandios ó mal definidos.

La segunda división, en divinas y humanas, no es tampoco más ingeniosa ni más exacta. Para hacerla no se ha tenido en cuenta la índole religiosa ó profana del asunto; y como este criterio es por sí instable y arbitrario, salta á los ojos la vaguedad de tal denominación, y lo imposible que es diferenciarlas por completo. Hay piezas, por ejemplo, cuyo asunto proviene, á la verdad, de la historia sagrada, pero que, por lo demás, no parece esencialmente religioso (como Los cabellos de Absalón, de Calderón, y El David perseguido, de Lope), ó que, aun ofreciendo en general elementos religiosos, pertenecen, sin embargo, á la historia profana, como El cisma de Inglaterra, de Calderón, y que tienen iguales títulos para que se les califique de comedias divinas ó humanas. Pocas dudas inspirarán otras, en las cuales la religión forma como el centro ó eje dominante de la fábula, y aun menos aquéllas que, como La creación del mundo, de Lope, se fundan en un texto de la Biblia, en una tradición de la Iglesia, ó que, por su forma, recuerdan los antiguos misterios. Simples condiciones externas, como la representación visible de milagros, la aparición de ángeles y demonios, de la Virgen María y de su Hijo, han servido también, al parecer, como en la clase anterior, para ordenar á algunas comedias en la categoría de divinas. Las comedias de santos, en especial, pertenecen á esta clase, por representar dramáticamente las vidas de varones famosos por su virtud, de donde les viene su nombre de Vidas de santos. Escribíanse para solemnizar las fiestas de cada uno, y correspondiendo á la expectación del público, que deseaba presenciar los rasgos más notables de la existencia del celebrado en ciertos días, sus milagros, etc., ofrecían en su exposición no escasa variedad escénica, á propósito para recrear la vista y edificar el ánimo en el sentido expresado.

Hay además que mencionar las denominaciones siguientes, que se observan en el lenguaje dramático español:

Llámanse burlescas aquellas comedias, que tienen este carácter, así en la acción principal como en los accesorios; de suerte que no se encuentren palabras serias desde el principio hasta el fin. De ordinario se presentan en parodia argumentos graves ó patéticos, en lenguaje lleno de refranes, alusiones, juegos de palabras y modismos propios de la hez del pueblo; y de este modo lo grandioso y conmovedor se trueca en ridículo por el contraste. De esta clase son La muerte de Baldovinos, de Cancer; Céfalo y Procris, de Calderón (parodia de sus Zelos aun del aire matan), y otras de la misma especie. El nombre y la forma parecen originarios de la mitad del siglo xvii.

Con el nombre de fiestas se distinguen las comedias, compuestas para representarse en las solemnidades de la corte. Esta denominación nada tiene que ver con la índole del asunto, y es erróneo, por tanto, el calificarlas de espectáculo mitológico, ó de compararlas con nuestras óperas. Muchos dramas de esta clase, así por sus escenas de magia, cuanto por sus continuos cambios de decoración, y por la música, que las acompañaba, á propósito para cautivar los sentidos, exigían gran lujo escénico, y aprovechaban cuidadosamente con este objeto los elementos de la antigua mitología; con igual frecuencia empleaban las tradiciones de la Edad Media, los libros de caballerías y la poesía épica italiana. Los complicados juegos de escena no eran, sin embargo, esenciales en estas composiciones, pues la titulada Guárdate del agua mansa, de Calderón, cuyo argumento está sacado de la vida ordinaria, y cuyas costumbres son de la época, se escribió, según todas las apariencias, para representarse en las fiestas celebradas con motivo de las bodas de Felipe IV con su segunda esposa. Algunas burlescas se llamaron también fiestas, como Las mocedades del Cid, de Cancer, escrita para el martes de Carnaval. La corte de Felipe IV dió origen á todas estas fiestas.

La voz comedia de figurón parece haberse usado en los últimos años del presente período, próximos ya á la época de la decadencia del teatro. Verdad es que se encuentran antes algunas, á las cuales conviene esa calificación, cuyo principal personaje constituye una verdadera caricatura, y que satirizan algún vicio ó alguna costumbre ridícula. En lo que no hay duda es en que las comedias de esta especie, que aparecieron en número considerable desde la segunda mitad del siglo xvii, se distinguen por su superficialidad y por su falta de gusto entre todas las españolas, aunque hayan sido celebradas por cuantos adolecen de iguales defectos.

Justo es que hagamos mención también de La comedia heróica al finalizar este capítulo, consagrado á la clasificación de las comedias de España. No sabemos que los escritores del siglo xvii hayan usado nunca esta expresión, y se cree haber nacido al principio del siguiente. Por su significado ofrecen analogía con las comedias de ruido, aunque sin tener en cuenta la exornación escénica, y alude principalmente al elevado rango de los personajes más importantes.

decoración
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CAPÍTULO VI.

Autos.—Autos sacramentales.—Autos al nacimiento.—Loas.—Entremeses.—Relaciones de viajeros franceses del siglo xvii, que asistieron á representaciones dramáticas en España.

ADEMÁS de las comedias, se conocieron en el teatro español las composiciones dramáticas que siguen:

I. Los autos ó actos. Ya observamos antes que esta denominación, como otras muchas, se empleó en las primeras épocas para distinguir en general á las obras destinadas al teatro, y que, desde Gil Vicente, designó en especial las religiosas. En el período de que tratamos, y, según se presume, desde la mitad del siglo xvi, se restringió aún más su significación, limitándose exclusivamente á las que habían de representarse en las solemnidades religiosas, y comprendiendo, con leves excepciones, asuntos alegóricos menos extensos que las comedias[98]. Conviene, sin embargo, no confundir ambas especies, cosa, por lo demás, fácil, por cuanto en las antiguas impresiones se titulan á veces autos á las comedias[99]. Dividíanse los autos en:

a. Autos sacramentales, destinados á celebrar la fiesta del Corpus. Sobre su espíritu y forma, así como sobre el plan y traza de su exposición, daremos más adelante pormenores. Basta advertir ahora que los personajes alegóricos les son esenciales, aunque no todos pertenezcan exclusivamente á esta clase, habiéndolos, en efecto, no alegóricos. Todos los autos sacramentales tienen de común su relación estrecha con el objeto de la festividad del Corpus, que es el Sacramento del Altar, lo cual se manifiesta casi siempre á su conclusión, en que aparece el Cáliz ó el Cuerpo del Señor. No se dividen en actos, y el tiempo de su representación excede algo al de una jornada de las comedias. Verificábase en las calles ó plazas públicas, bien en tablados ó andamios provisionales, bien en otros, levantados con tal propósito.

b. Autos al nacimiento, para festejar la Natividad de Jesucristo y para la noche de Navidad. Provienen, sin género alguno de duda, de las representaciones usadas en las iglesias, desde los tiempos primitivos, para solemnizar el nacimiento de Jesús, y nos hacen recordar, como sus tipos originarios, las églogas pastoriles de Juan del Encina y de Gil Vicente, aunque su acción sea de ordinario más extensa y complicada. El fin más ordinario, que se proponen, es la adoración de los pastores; otras veces la huída á Egipto, ó episodios de esta festividad religiosa. Los protagonistas son San José y la Virgen María; los personajes alegóricos, frecuentes en ellos, aunque no aparezcan siempre, desempeñan, por lo común, papeles secundarios, y no se presentan en primer término como en los autos sacramentales. Los autos al nacimiento se representaban al aire libre en pequeños tablados, en las iglesias y sacristías, y, según parece, también en los teatros. Algunos están divididos en tres jornadas.

Además de los autos indicados, compuestos para solemnizar el Sacramento del Altar ó el nacimiento del Salvador, los hay para diversas festividades, y relativos á ellas. Así se prueba en El peregrino en su patria, de Lope, pues, aun siendo una ficción, seguramente se funda en una costumbre arraigada en España, hablándose en él de autos, que se representaron el día de Santiago, después en las bodas de Felipe III con la archiduquesa Margarita, y, por último, para solemnizar la conclusión de la paz entre España y Francia. He aquí cómo se desvanece el error, en que incurren casi todos los escritores que tratan de este asunto, al asegurar que El auto sacramental es sólo una especie de auto. Hay que considerar á todos, con la excepción de los al nacimiento, cuyo origen hemos apuntado, como derivaciones de las moralidades de la Edad Media: tal es el origen del nombre de Representación moral, con que, por ejemplo, se los distingue en la pieza citada, de Lope de Vega. Su versificación es análoga á la de las comedias.

II. Loas ó pequeñas piezas ó prólogos, de carácter comendatorio, que se declamaban antes de las comedias y autos[100]. Divídense en dos especies principales, á saber: en a. Monólogos, que de ordinario tienen una relación vaga ó externa con la composición subsiguiente, y que contienen alabanzas de la ciudad ó del público, ante el cual ha de representarse, ó un cuento, una anécdota ó alegoría, y que finalizan con una invitación á que se oigan con benevolencia; y en [falta/n palabra/s].

Dramas pequeños, que ya exponen una escena entre los autores, en la cual discurren acerca de la representación que ha de seguirle (como la de Agustín de Rojas), ó preparan el ánimo de los espectadores para que escuchen atentos el drama principal (como son la mayor parte de las que preceden á los autos de Calderón), ó, por último, refieren algunas, aunque pocas veces, hechos que están íntimamente enlazados con la composición, que les sucede, y necesarios para su inteligencia, como en la de Los tres mayores prodigios, de Calderón.

Al comenzar la época de que tratamos, era de rigor la loa en toda obra dramática; á principio del siglo xvii fué cayendo en desuso, en cuanto á las comedias[101], observándose sólo en los autos. No eran comunmente los poetas los autores de estos prólogos de sus dramas[102], sino que, los directores de escena, según consta de El viaje entretenido, solían poseer una abundante provisión de ellos, que arreglaban á cada comedia[103], ó las hacían escribir á quien se les antojaba, cuando el autor no las había compuesto, y las conceptuaban indispensables para dramas determinados. Las loas, especialmente las dialogadas, se acompañaban á veces con música y canto. Su versificación ordinaria es el romance, la redondilla ó la octava.

III. Entremeses, ó pequeños dramas burlescos, que se representaban entre las jornadas de las comedias, ó entre la loa y el auto. Su argumento, con ligeras excepciones, está tomado de la vida y costumbres de las clases más bajas del pueblo, exponiendo situaciones cómicas, sucesos ridículos ó anécdotas jocosas. Ofrecen imágenes reales sin afectación ni idealidad poética. Frecuentemente son sólo situaciones en bosquejo, escenas sueltas sin enredo dramático, aunque á veces se observe en ellos interés más concentrado, intriga y complicación en la fábula, en cuanto es posible en tan reducido espacio. Los entremeses están escritos en prosa y verso, y en este último caso en redondillas, romances ó silvas, aunque en la forma obedezcan á muy diversos principios de los seguidos en las comedias ó autos, careciendo de elevación poética, y diferenciándose muy poco de la conversación vulgar. En su espíritu y traza se asemejan evidentemente á las composiciones de Lope de Rueda, cuyo estilo se conservó en los entremeses, ocupando su lugar el drama más sublime y de más elevada poesía[104]. Los sainetes, con distinto título son, sin embargo, iguales á los entremeses, apareciendo en no escaso número desde la mitad del siglo xvii. Sin razones sólidas se ha dicho que se diferencian unos de otros, en que los sainetes suelen ir acompañados de música y de bailes poco importantes, y que su acción es más complicada, porque los entremeses terminan comunmente con canto y danza; y en cuanto al plan dramático, puede afirmarse que el sainete se asemeja aún más, en este concepto, á los más antiguos entremeses.

Las demás especies de obras dramáticas españolas, que aparecieron después, al finalizar el siglo xvii, como las zarzuelas, tonadillas, follas, etc., serán objeto de nuestro examen en los capítulos siguientes.

Antes de tratar en particular de cada uno de los poetas dramáticos y de sus obras, expondremos algunas noticias sobre el estado de los teatros y sobre la historia externa del arte escénico, para seguir el hilo de nuestro interrumpido discurso.

El origen y primitiva forma de los dos teatros principales de Madrid, son ya conocidos por lo expuesto en los capítulos anteriores, así como su disposición externa en general, que sirvió de prototipo á casi todos los teatros ó corrales de España. Como ampliación de este punto, insertaremos algunos párrafos de antiguos viajes, en los cuales se habla de la asistencia de sus autores á diversos teatros de España. Aunque estas relaciones no dan todos los pormenores que serían de desear, ni idea exacta y completa de la disposición del local ó del origen de las representaciones, son, no obstante, de interés, porque están escritas por testigos oculares, y porque nos recordarán lo dicho antes acerca de los teatros de la Cruz y del Príncipe. Aunque se levantaron á mediados ó fines del siglo xvii, esta circunstancia no impedirá que tratemos ahora de ellos, sabiéndose con seguridad que los teatros españoles (á excepción del del Buen Retiro, del cual hablaremos después, y que fué edificado bajo otro plan en tiempo de Felipe IV)[105], durante todo este siglo, no alteraron la forma recibida al acabar el xvi.

Un francés, que vino á España en el año de 1659, acompañando al mariscal de Grammont, enviado extraordinario de Luis XIV en la corte de Felipe IV, dice lo siguiente en su diario de este viaje, que después publicó:

«Por lo que hace al teatro, en casi todas las ciudades hay compañías de cómicos, superiores á los nuestros, cuando se comparan unos y otros, aunque no haya ninguno que reciba sueldo del Rey. Representan en patios, comunes á muchas casas, de suerte que las ventanas, llamadas rejas, porque las tienen de hierro, no pertenecen á los autores, sino á los propietarios de las fincas. Declaman en medio del día, sin luz artificial, y ninguno de sus teatros (excepto el del Buen Retiro, en cuyo palacio hay dos ó tres salones escénicos) tienen tan buenas decoraciones como los nuestros, aunque no les falte el anfiteatro, y el que apellidamos parterre.

»Hay en Madrid dos teatros, denominados corrales, que jamás se ven libres de mercaderes y artesanos, quienes abandonan sus ocupaciones y concurren á ellos con capa, espada y daga, llamándose todos caballeros, hasta los que hacen zapatos. Estas gentes deciden si la comedia es buena ó mala, dependiendo de ellos la fama y consideración de los poetas; llámanse mosqueteros, porque unas veces aplauden y otras silban, ordenados en fila. Algunos ocupan localidades próximas á la escena, que heredaron de sus padres, como mayorazgos, y que no pueden vender ni hipotecar. ¡Tan grande es su pasión por las comedias!

»Las mujeres se sientan juntas en el extremo exterior del anfiteatro, á donde los hombres nunca penetran[106]

En el viaje de un flamenco, que visitó á España por los años de 1655, se lee lo siguiente:

«Los actores no representan con luz artificial, sino con la del día, y, por consiguiente, privan á la escena de sus principales encantos. Sus trajes no son lujosos ni guardan la propiedad debida. En comedias, cuya acción se supone ocurrir en Roma ó Grecia, aparecen con vestidos españoles. Todas cuantas he visto, se dividen en tres actos, que llaman jornadas. Comienzan con un prólogo, acompañado de música[107], y cantan tan mal, que parecen chiquillos aullando. Entre las jornadas hay entremeses ó bailes, que suelen ser lo mejor del espectáculo. Por lo demás, es tal la afición del público, que cuesta no poco trabajo hallar asiento[108]

La condesa de Aulnoy, cuyo viaje á España cae al comenzar el reinado de Carlos II, dice así desde San Sebastián:

«Después de haber descansado, formé el proyecto de visitar el teatro. Cuando entré en él, se levantó un clamor general, que significaba ¡mira! ¡mira! La decoración no era brillante, consistiendo en tablas sostenidas por cuerdas. Las ventanas estaban abiertas, porque aquí se acostumbra á representar sin luz artificial, siendo fácil de presumir cuánto perjudique esta circunstancia á la belleza del espectáculo. Representóse la Vida de San Antonio, y cuando la obra merecía aplausos, gritaban ¡víctor! ¡víctor! todos los espectadores, habiéndoseme dicho que tal es la costumbre del país. Me llamó la atención que el demonio no se diferenciaba en nada de los demás actores, si se exceptúan sus medias encarnadas y dos cuernos que llevaba en la cabeza. La comedia, como todas, se dividía sólo en tres actos. Al finalizar cada acto, se representaba un pasillo cómico ó burlesco, en el cual aparecía el gracioso, diciendo algunas cosas buenas, entre muchas sandeces. En los entreactos había también bailes, con acompañamiento de arpa y de guitarra. Las bailarinas traían castañuelas en las manos y un sombrerillo en la cabeza, como se acostumbra aquí en los bailes; en la Zarabanda, era tan leve su movimiento, que no parecía baile. Diferénciase mucho su danza de la nuestra, porque mueven bastante los brazos, y levantan con frecuencia las manos hasta el rostro y el sombrero, aunque con cierta gracia, que agrada. Su habilidad en tocar las castañuelas es verdaderamente prodigiosa.

»No se crea, por lo demás, partiendo del supuesto de que San Sebastián es una población poco importante, que estos actores sean distintos de los de Madrid. Los del Rey serán, á la verdad, mejores; pero no por eso será muy grande la diferencia entre unos y otros. Hasta en las comedias famosas, esto es, las más célebres y bellas, incurren en singulares ridiculeces. Por ejemplo, cuando San Antonio decía la confesión, lo cual acontece frecuentemente, caían todos de rodillas, y se daban tales golpes de pecho, que parecía deseaban acabar con su vida.»

Después, describiendo la autora su permanencia en Madrid, se expresa de este modo acerca de los teatros:

«Es difícil dar una idea exacta de la pobreza de su maquinaria. Los dioses aparecen á caballo en una viga, que se extiende de un extremo á otro del teatro. El sol se figura por medio de una docena de faroles de papel de color, con su luz correspondiente en cada uno. En la escena en que Alicia invoca á los demonios, salen éstos del infierno, con toda comodidad, por unas escaleras. El gracioso ó bufón dice mil sandeces... Por lo demás, la mejor comedia es aplaudida ó silbada, al capricho de cualquier harapiento personaje. Hay, entre otros, un zapatero, que goza en este sentido de grande autoridad, de suerte que los poetas, después que concluyen sus composiciones, se las presentan para congraciarse su favor. Léenselas, y tienen que oir mil necedades del zapatero; y cuando se representan por vez primera, todos los espectadores fijan sus miradas en los ojos del pobre diablo. Los jóvenes de todas las clases siguen siempre su ejemplo. Bostezan si él bosteza, ríen si él ríe. En ocasiones no se le puede sufrir, porque lleva á sus labios un pito, que nunca abandona, y en seguida se oyen á centenares en el teatro, moviendo tal alboroto, que ensordece á los espectadores. El mísero poeta se desespera, observando con dolor que el éxito bueno ó malo de su comedia depende del arbitrio de tan andrajoso personaje.

»Hay cierto departamento en estos teatros, que corresponde á nuestro anfiteatro, y se llama la cazuela. Concurren á él las mujeres más frívolas y los señores más principales para charlar con ellas. A veces es tal la algazara que mueven, que no se oiría ni el estampido del trueno, puesto que las damas, cuya vivacidad no es refrenada por ninguna consideración ni conveniencia, dicen tales gracias, que hacen reir hasta á las piedras. Saben al dedillo las vidas ajenas, y cuando se les ocurre algún chiste relativo á SS. MM., preferirían, á no soltarlo, que las ahorcasen en el cuarto de hora siguiente.

»Puede asegurarse que en Madrid se tributa á las actrices un verdadero culto. No hay una siquiera, que no mantenga relaciones con algún señorón, y por la cual no diesen su existencia muchos hombres. Ignoro si su trato es agradable; pero son las criaturas más antipáticas del mundo. Gastan un lujo inmoderado, y antes se sufriría que una familia pereciese de sed y de hambre, que privarlas, valiendo tan poco, de las cosas más superfluas[109]

El viaje citado de 1655 nos da, acerca de la festividad del Corpus y de la representación de los autos sacramentales en Madrid, los detalles siguientes:

«El 27 de Mayo asistimos á la fiesta del Corpus, la más ostentosa y la más larga de cuantas se solemnizan en España. Comenzó por una procesión, á la que precedían muchedumbre de músicos y vizcaínos con tamboriles y castañuelas. Acompañábanlos también otras muchas personas con los trajes más apuestos, saltando y bailando, como si fuese Carnaval, al compás de los instrumentos. El Rey fué á la iglesia de Santa María, próxima al palacio, y, después de oir la misa, regresó con un cirio en la mano. Delante se lleva el tabernáculo, seguido de la grandeza de España y de los diversos consejos, mezclados en desorden este día, para evitar disputas de preeminencia. Con los primeros acompañantes se observan también máquinas gigantescas, esto es, figuras de cartón, que se mueven por los esfuerzos de hombres ocultos en ellas. Eran de diversas formas, y algunas horribles, representando todas mujeres, excepto la primera, que es una cabeza monstruosa pintada, puesta sobre los hombros de un devoto de pequeña estatura, de manera que el conjunto se asemeja á un enano con cabeza de gigante. Hay además otros dos espantajos de la misma especie, figurando dos gigantes, moro el uno y negro el otro. El pueblo llama á estas figuras Los Hijos del Vecino ó Las Mamelinas. Me han hablado también de otra máquina semejante, que se pasea por las calles y se llama La Tarasca. Este nombre, según se dice, proviene de un bosque que existía antiguamente en la Provenza, en el lugar en donde yace Tarascón ó Beaucaire, frente al Ródano. Asegúrase que en cierto tiempo fué habitado por una serpiente, tan enemiga del linaje humano, como la que fué causa de que nuestros primeros padres fuesen expulsados del Paraíso. Santa Marta le dió al fin muerte en virtud de sus oraciones, y ahogándola con su cinturón. Sea lo que fuere de esta tradición, ello es que La Tarasca, á que me refiero, es una serpiente de monstruosa magnitud, de vientre enorme, larga cola, pies pequeños, garras retorcidas, ojos amenazadores y boca horrible y proeminente; su cuerpo está sembrado de escamas. Llevan á este figurón por las calles, y los que, ocultos bajo el cartón que la forma, la conducen, hacen con ella tales movimientos, que arrebatan los sombreros de las cabezas de los distraídos; las gentes sencillas le tienen gran miedo, y, cuando atrapa á alguno, promueve risa atronadora entre los espectadores. Lo más curioso de todo fué la cortesía, que estos monigotes hicieron á la Reina al pasar la comitiva por el balcón que ocupaba. También el Rey hizo su cortesía á la Reina, contestándole ella y la Infanta desde sus asientos. La procesión se encaminó en seguida á la Plaza, y regresó á Santa María por la calle Mayor.

»A eso de las cinco de la tarde se representaron autos. Son dramas religiosos, en los cuales se intercalan entremeses burlescos para mitigar y sazonar la seriedad de la exposición. Las compañías de comediantes, de las cuales hay dos en Madrid, cierran los teatros en esta temporada, y, por espacio de más de un mes, ponen sólo en escena piezas religiosas. Están obligados á representar cada día delante de la casa de uno de los presidentes de los consejos. La primera función se celebra ante el Palacio Real, levantándose al efecto un tablado con su solio, bajo el cual se sientan SS. MM. El teatro se extiende al pie del trono. En torno del escenario se ven casitas con ruedas, de las cuales salen los actores, y á donde se retiran al finalizar cada escena. Antes de comenzar los autos, los danzantes de la procesión y los monigotes referidos, de cartón, ostentan sus habilidades en presencia del pueblo. Lo que más me chocó en la representación de un auto, á que asistí en El Prado viejo, fué que, verificándose en medio de la calle y á la luz del día, se encendieron luces, mientras que en otros teatros cerrados, se aprovecha la claridad natural, sin emplear la artificial[110]

Así se expresan nuestros viajeros, sirviéndonos sus relaciones para enlazar y completar las nuestras. Adviértase, sin embargo, que las noticias sacadas de ellas adolecen, en general, del defecto de presentar las costumbres de España de un modo desfavorable, dejándose arrastrar de preocupaciones nacionales, por lo cual no es de extrañar que rebajen, más bien que enaltezcan, cuanto atañe á los teatros.

decoración
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CAPÍTULO VII.

Decoraciones y tramoyas de los teatros españoles.—Trajes.—Aparato escénico en la representación de autos.—Prohibición de espectáculos teatrales en 1598.—Su derogación en 1600.—Noticias particulares de los teatros de esta época.

EN el volumen anterior nos hicimos cargo de la disposición y arreglo de aquella parte de los teatros españoles, destinada á los concurrentes á ellos. Prescindiendo, pues, de lo expuesto, proseguiremos nuestra tarea tratando ahora de la escena, decoraciones, trajes, etc., en cuanto nos lo permitan la escasez, que, en este punto, hay de datos detallados y directos. Los antiguos escritores, que sólo se dirigían á sus coetáneos, y que suponían conocido lo mismo que deseamos saber, no se han propuesto nunca dar prolijos pormenores sobre estas cuestiones, por cuyo motivo conviene mostrar indulgencia con nuestras tentativas para llenar las lagunas que se observan, no existiendo á veces, para conocerlas, sino alusiones aisladas á ellas, ó noticias trazadas á la ligera. Téngase en cuenta, que, cuanto expondremos en breve, se refiere á los teatros de la Cruz y del Príncipe, y sólo mediatamente á los demás, nunca á los edificios lujosos y ricos de la corte de Felipe IV, destinados á las representaciones dramáticas, de las cuales hablaremos después[111].

La escena (tablado) se elevaba algunos pies sobre el patio, y estaba mucho más próxima á los espectadores que en los nuestros modernos. No había orquesta entre la escena y la parte, que denominamos parterre ó patio; y los músicos, que desde el principio de la representación tocaban y cantaban, habían de subir á las tablas. Tampoco se conocía el telón que ocultase el escenario, y de aquí que, al empezar una pieza, no era dable presentarse en diversos grupos, puesto que los actores habían de ofrecerse primero al público. Encontrábase en el fondo una elevación murada (lo alto del teatro) que servía para distintos usos, como, por ejemplo, para figurar las murallas de una ciudad, el balcón de una casa, una torre, una montaña, etc. La escena no era, ni con mucho, tan profunda como la de nuestros teatros, sino, al contrario, más proeminente hacia los espectadores. Su decoración consistía en diversas cortinas ó tapices de un solo color ó sencillos, pendientes del fondo, y dejando varias entradas, que representaban ya un aposento ó una sala, ya una calle, ya un jardín ó una selva, sin mudarse ni alterarse nunca. Con preparativos tan poco complicados se exponían aquellos dramas, cuya acción pasaba dentro del círculo de la vida común y ordinaria, principalmente las comedias de capa y espada, y entre ellas las que no ofrecían un enlace esencial entre la fábula y el lugar de la acción, que podía suplirse fácilmente por la imaginación de los espectadores[112]. Si se empleaba más juego de máquinas, dependía esto, en su parte principal, del capricho del director de escena, sobre todo, si, con arreglo al argumento de la pieza, el lugar de la acción tenía en la mejor inteligencia de ésta influjo decisivo, y venía á ser elemento integrante de ella, no bastando que la imaginación de los espectadores la supliese. Necesario era, en tales casos, que se presentasen figuradamente á la vista del público aquellos objetos, que en otra obra se hubiesen omitido, contando siempre con la perspicacia de los asistentes á la representación, y que se llamasen Comedias de teatro las que se distinguían por su aparato escénico, superior al ordinario de los tapices, y que demandaban más riqueza y variedad en los trajes. Pero las decoraciones, tales como hoy las comprendemos, con sus cambios regulares, no jugaban jamás en ellas. Las cortinas sencillas exornaban la mayor parte de las escenas, representando diversas localidades, según lo exigían las necesidades del teatro. Cuando éste quedaba vacío, y los personajes habían de venir por otra entrada, era menester que los cambios de decoración, no sensibles, se supusiesen por los espectadores. Estos cambios no dependían inmediatamente de la salida de los personajes, y la fantasía de los espectadores, como tantas otras veces, se encargaba de lo restante. La última mitad del segundo acto de la comedia de Calderón, El Alcaide de sí mismo, por ejemplo, se supone ocurrir en el parque de un castillo, y de repente, sin contar con la desaparición de los interlocutores del diálogo, se traslada la escena á lo interior del mismo. En Los Embustes de Fabia, de Lope, se halla otra prueba aún más decisiva. Aurelio, que estaba en el aposento de su amada, sin abandonar la escena, dice:

«Este es palacio: acá sale
Neron, nuestro Emperador,
Que lo permite el autor
Que desta industria se vale;
Porque si acá no saliera,
Fuera aquí la relación
Tan mala y tan sin razón
Que ninguno la entendiera.»

No siempre corresponde tampoco el lugar de la acción en Las Comedias de teatro á la idea que de él nos formamos, y así consta de los diálogos, en que los personajes, al salir á la escena, aluden á la localidad en donde se hallan, puesto que tales explicaciones serían inútiles por completo, si los espectadores tuviesen á aquélla ante la vista. Cuando del curso de la acción no se deducía con claridad el lugar en donde ocurría, se apelaba á los demás medios escénicos, que ofrecía el arte y se podían utilizar. Su elección quedaba al arbitrio de los directores de escena, puesto que los poetas lo hacían raras veces, y sólo en los casos más urgentes. De aquí no escaso desorden en la representación de las obras dramáticas, sucediendo que ciertas decoraciones se empleaban en casos determinados, por el solo motivo de que agradaban y estaban á mano, aunque no fuesen necesarias; mientras que en otros, en que no había el aparato escénico conveniente, se acudía, contra lo regular y esperado, á la imaginación de los espectadores. Con mucho trabajo nos será posible formarnos una idea, ni aun aproximada, de la licencia de esta escenografía. Se prescindía en absoluto del encanto de los sentidos, de cuanto constituye la ilusión verdadera. La pintura escenográfica, con sujeción á las reglas de la perspectiva lineal, de suerte que el teatro representase un cuadro con la apariencia de lo real, era completamente desconocida. Bastaba ofrecer algunas casas ó árboles de cartón ó de tela pintados, para significar una casa ó una selva, y no estorbaban las cortinas de color uniforme del fondo, y de los costados, que permanecían en su lugar ordinario. Después de servir una decoración, de esta especie, no se mostraba grande empeño en hacerla desaparecer al acabarse la escena, y se utilizaba en seguida para figurar otro lugar, algo semejante al anterior. Con mucha frecuencia se significa el cambio de lugar descorriendo una de las cortinas, y dejando ver el objeto esencial de la nueva escena; de todas maneras hacíase esto parcialmente, porque el resto del teatro no variaba, destacándose sólo una escena reducida en el cuadro de otra más vasta. A menudo se verificaban estas mudanzas de suerte que, desde su parte anterior, que representaba una calle ó un aposento, penetraba la vista en otro, ó en una casa. Dedúcese, pues, de lo dicho, que las reglas de la más común verosimilitud se observaban tan poco, que era muy frecuente que la escena figurase un campo extenso, en el cual los personajes recorrían considerables distancias, y el lugar de la acción, á lo menos en el pensamiento, se dilataba en torno del centro de la escena, que le servía de círculo. Por ejemplo, en el primer acto de Los dos amantes del cielo, de Calderón, Chrysantho aparece al principio en el bosque sagrado de Diana; supónese en seguida que, desde él, entra en lo más espeso de la montaña, puesto que él mismo describe, sin salir del teatro ni un instante, las áridas rocas, á las cuales se acerca, no existiendo razones para presumir que la escena cambie, sino al contrario, para creer que los mismos árboles, y acaso la misma colina, á que se alude al principio en el bosque sagrado, sirven después para figurar el paraje más agreste de la montaña. Otro tanto sucede cuando los personajes, que se encuentran en la escena, han de andar hacia adelante en la fantasía de los espectadores sin moverse en realidad del lugar que ocupan, que llama su atención, y que principalmente descuella en la fábula de la comedia, en cuyo caso se descorre una cortina del fondo ó de los costados para mostrarlo. Hay de esto numerosos ejemplos. Al empezar El Arauco domado, de Lope, aparecen muchos soldados, como si estuviesen en las cercanías de un puerto americano y caminando hacia la plaza, en donde la procesión del Corpus pasa bajo un arco de triunfo; cuando llegan al término de su destino, se descubre la escena descorriendo una cortina, y deja ver el arco y la ostentosa procesión. En el famoso Convidado de piedra, de Tirso, pasean Don Juan y su criado las calles de Sevilla, y, después de permanecer en el teatro cierto tiempo, se descubre la estatua del Comendador, suponiéndose que llegan entonces á encontrarla.

Las demás máquinas no eran más perfectas que las decoraciones. Por mucho que las celebre Cervantes, y aunque esta parte del arte teatral, al representarse su Numancia, estuviese más adelantada, nada prueban sus afirmaciones, cuando, entre otras cosas, leemos en las notas escénicas de su tragedia, que ahora se rueda bajo el teatro, á uno y otro lado, un saco lleno de piedras, como si tronara. En tiempo de Lope de Vega alcanzó la maquinaria más perfección; pero, á pesar de esto, es de presumir que no fuese grande, si hemos de atenernos á las descripciones, citadas antes, de la condesa d'Aulnoy. Hiciéronse especialmente más comunes las máquinas para volar y para figurar nubes, sobre todo en los dramas religiosos, para figurar que descienden del cielo apariciones, santos, la Virgen María, el Niño Jesús, etc. Abríanse agujeros en el suelo de la escena, llamados escotillones, que servían para desaparecer por ellos los personajes, y para que ascendiesen los espíritus infernales. Estos mismos escotillones servían también, á veces, en otras piezas para distintos usos, como sucedía en la comedia de Tirso, titulada Por el sótano y el torno; en El Tejedor de Segovia, de Alarcón, y en El Galán fantasma, de Calderón, en las cuales figuran salidas de subterráneos.

Quizás no falte quien se incline á mirar con desprecio el sencillo aparato de la escena española, recordando las exigencias de las imaginaciones modernas en cuanto se refiere á la ilusión teatral; pero quien conozca el detrimento, que sufre el arte en su esencia con los poderosos medios externos empleados en la representación, y que, por punto general, coincide la decadencia del drama con el mayor lujo escénico, mirará con otros ojos la sencillez antigua, pareciéndole, sin mucho esfuerzo, que, en realidad, favoreció al verdadero arte dramático. Fué una ventaja para los poetas españoles el componer para un público, cuyas pretensiones eran tan modestas en la parte material de la exposición de sus obras, y pronto á sujetar sus sentidos á la imaginación, y, cuando fuese necesario, á seguir de uno en otro lugar la mágica varita de la poesía. Como desde un principio se había renunciado al imposible, á que tiende nuestro afán escénico, que es á vestir la ficción con los colores de la verdad; como el espectador no deseaba ver ante sí, como si existiera, todo lo descrito en los versos; como no daba gran precio al testimonio de sus ojos, formando su fantasía el complemento de lo que faltaba á la imperfecta representación externa, podía también el poeta abandonarse á las más atrevidas ficciones, sin tener en cuenta si la escena sería capaz de figurarlas. De celebrar es que el drama español desconociese esas mudanzas de sillas, esas escenas sin personajes y las demás interrupciones de nuestros espectáculos, que á cada instante perturban el curso de la acción. No obstante la sencillez del mecanismo del antiguo teatro español, quéjase Lope de Vega (en el prólogo al tomo XVI de sus Comedias) del inmoderado abuso, que de las máquinas se hace en las tablas. ¡Cuáles serían sus expresiones, al hablar de nuestra moderna barbarie, si hubiese asistido á una representación cualquiera en los teatros de París ó Berlín!

En los trajes eran los españoles de entonces tan poco escrupulosos como en la decoración de sus dramas. No necesitamos decir que se observaban las principales distinciones en el rango de los personajes, y que el militar aparecía vestido de diverso modo que el paisano, y el caballero que el menestral. Como los españoles mantenían tan extenso comercio con las demás naciones, y conocían, por tanto, sus trajes, aparecían también alemanes y franceses, italianos é ingleses, turcos y moros con vestidos, que tenían, por lo menos, cierta semejanza con los de estos pueblos (como lo prueban las frecuentes indicaciones que se hacen de vestido francés, de moro, etc.), aunque no se guardase en esta parte nimia exactitud. En las comedias, cuya acción ocurría en países remotos de costumbres desconocidas, se empleaba un traje, calcado en el español de la época, y diferente de él sólo en algunos accesorios fantásticos, que bastaban para indicar su antigüedad, y para que los espectadores quedasen satisfechos. Lope de Vega, en su Nuevo arte de hacer comedias, se lamenta de la inverosimilitud de que los romanos aparezcan en el teatro con calzas, y el viajero, citado antes, dice expresamente que ha visto en los teatros de Madrid á los griegos y romanos vestidos á la española. Sin embargo, esto no ha de entenderse como si en tales casos se adornasen los actores con el traje español de la época, sin mudanza ni modificación alguna, sino que se trata de un traje teatral, poético y acomodado á la realidad, que se intentaba representar, y al país en que se suponía ocurrir la acción. Ya Cervantes, en sus notas escénicas á La Numancia, intenta evitar los groseros anacronismos que se cometían, puesto que indica que los soldados romanos debían llevar armas á la antigua, y aparecer sin arcabuces; y aun después hubo de adelantarse también en la observancia de tales conveniencias, sin ser tan escrupulosos ni eruditos, como acontece en la moderna indumentaria, sino usando ampliamente de las prerrogativas especiales á cada teatro, de subordinar la verosimilitud y la verdad externa á la general poética.

Las representaciones comenzaban ordinariamente (en los teatros públicos, porque ahora no hablamos de los autos), hacia las dos de la tarde en el invierno y las tres en verano, y duraban unas dos ó tres horas, por cuya razón no había necesidad de alumbrado artificial[113]. El orden, con que se disponían las diversas partes de la representación, era el siguiente: primero, canto acompañado de instrumentos, hallándose los músicos en las tablas; después la loa, indispensable en general al principio, y recitada más tarde, excepcionalmente; en seguida la comedia, y en los intermedios un entremés ó baile[114], que se repetía, por lo común, al terminarse.

La representación de Los autos sacramentales consta ya, por la descripción expuesta antes, de un testigo ocular. Añadiremos, sin embargo, porque así se deduce de diversas alusiones de estas obras, que aquel monstruo marino, que se llevaba en la procesión, figuraba al Leviatán ó símbolo del pecado, siendo este supuesto más verosímil y aceptable que la explicación dada por el viajero, de que hicimos mérito. En la misma procesión se observaba también una figura de mujer, fantásticamente adornada, con la cual se significaba la prostituta Babilonia. Los autos, como dijimos antes, se representaban en tablados al aire libre. Los actores atravesaban la ciudad en carros cubiertos, cuyos costados estaban guarnecidos de cortinas pintadas, hasta llegar á aquella parte de la población, en donde se había de celebrar la fiesta. En seguida se colocaban los carros en círculo alrededor del tablado, ó formando triángulo, de suerte que su cortinaje sirviese de decoración. Lo interior de los mismos era el vestuario; encerraba también las máquinas escénicas más necesarias para la exposición, y constituía un segundo tablado, que, hasta cierto punto, podía extenderse descorriendo las cortinas. En otros términos: la escena principal, por medio de los carros que la circuían, estaba rodeada de otras escenas parciales, que se confundían con ella, engrandeciéndola con el auxilio de las cortinas, ó separaban á unas de otras, según las circunstancias. Lo último, esto es, la parte que los carros, descubriéndose ú ocultándose, jugaban en la acción de Los autos sacramentales, consta, con evidencia, del análisis de algunas composiciones de este linaje, y por ellas se conoce también exactamente la maquinaria y los trajes que se usaban. Aunque los poetas, por punto general, dejaban en estas piezas al cuidado del decorador su parte material, sin embargo, se puede asegurar que las pretensiones escénicas del público eran más modestas que en los dramas profanos. La representación de Los autos sacramentales se hacía, por lo común, hacia las cinco de la tarde, precediéndola una loa y un entremés. La luz artificial, que se empleaba en ellos, no tanto se encendía para comodidad de los concurrentes, cuanto para honrar al Santísimo Sacramento.

Reanudando el hilo cronológico de nuestra narración, interrumpido en el anterior capítulo, hacia el año 1587, indicaremos algunas particularidades relativas al teatro. Recordaremos, que, en dicho año, puso fin á los escrúpulos suscitados por la licencia de las representaciones teatrales, el permiso formal concedido á estos establecimientos públicos para proseguir sus tareas, bajo ciertas restricciones. A consecuencia de esta medida se aumentaron extraordinariamente, en poco tiempo, las compañías de actores y el número de teatros. Tuviéronlos casi todas las poblaciones de alguna importancia, y más de uno las que, como Sevilla, Granada, Valencia y Zaragoza, descollaban entre las demás. Hasta los lugares más insignificantes quisieron también gozar de los placeres, que esta diversión proporcionaba, y acogían con avidez las compañías ambulantes, que levantaban tablados provisionales para satisfacer la curiosidad de la multitud, que á ellos acorría. A esto aluden las noticias, que anticipamos en el primer tomo, de El Viaje entretenido de Agustín de Roxas. Madrid, sin embargo, continuó siendo el foco del arte dramático en sus distintas manifestaciones, y en donde se desenvolvió con más perfección. Verdad es que no se edificaron nuevos teatros, sino al contrario, que se fueron abandonando los de la Puerta del Sol, de Isabel Pacheco, de N. Burguillos, de Cristóbal de la Puente y de Valdivieso; subsistiendo tan sólo los dos corrales de La Cruz y de El Príncipe, cuya data alcanza á los años de 1579 y 1582, aunque, por otra parte, se aumentaron los días, en que era lícito dar representaciones, limitados en un principio á los festivos y alguno que otro de la semana, y creció el personal de las compañías, y se agotaron más rápidamente las obras dramáticas.

Las compañías principales, que se distinguieron en la capital, hacia el año 90 del siglo xvi, fueron las de Juan de Vergara, Pinedo, Ríos, Alonso Riquelme, Villegas, Heredia, Pedro Rodríguez, Jerónimo López, Alonso Morales, Alcaraz, Vaca, Gaspar de la Torre y Andrés de Claramonte. La afición á los espectáculos dramáticos creció de tal manera, que hasta en las iglesias y conventos se representaron piezas profanas, y que los grandes y potentados, no contentos con asistir á los teatros públicos, quisieron también tenerlos en sus palacios. Innumerables poetas siguieron las huellas de Lope de Vega, superándose en fecundidad unos á otros, y esforzándose en satisfacer, con nuevas composiciones, la sed inextinguible de sus favorecedores. Las autoridades no examinaban previamente las producciones dramáticas, bastándoles vigilar con indulgencia la representación; y los alguaciles, encargados especialmente del buen orden y de la policía de los teatros, al parecer no se proponían otro objeto que el asegurar las entradas en la caja de las compañías[115]. Cayeron por estas causas en desuso las disposiciones legales sobre los teatros, que se promulgaron en el año de 1587, aprovechándose los empresarios ó directores de la ocasión para libertarse de las restricciones que se les habían puesto, bailándose en la escena hasta las danzas prohibidas, como la Zarabanda, la Chacona, etc. El rey D. Felipe II, á pesar de su severidad en otras cosas, no fijó su atención, por más de un decenio, en estos desórdenes, ni publicó ley ni orden alguna que aludiese sólo á ellos[116]. Pero en el otoño de 1597 excito su interés de nuevo este punto. Con motivo del fallecimiento de la princesa Catalina permanecieron largo tiempo cerrados los teatros de la capital, y aprovecharon los teólogos la ocasión para hacer nuevo alarde de sus escrúpulos, originados de la licencia de las funciones teatrales; sus esfuerzos obtuvieron esta vez mejor éxito, sin duda porque fueron más enérgicos, puesto que el 2 de mayo de 1598 se promulgó una Real pragmática, que prohibía indefinidamente la representación de comedias[117]. No se indica en ella claramente si esta prohibición comprendía á todas las ciudades del reino, ó se limitaba sólo á la capital; pero si, como se presume, tuvo el primer objeto, lo cierto fué que se observó únicamente en Madrid, en donde se aplicó en todo su rigor por hallarse bajo la vigilancia de las autoridades superiores. Mas aquí fué también en donde se hizo sentir en todo su peso la opresiva severidad de dicha disposición, viéndose los hospitales sin recursos para atender al cuidado de los enfermos. En vano se rogó é instó al Gobierno para que abriese de nuevo los teatros, permaneciendo en vigor sus órdenes hasta la muerte de Felipe II (septiembre de 1598). En la primavera de 1600, sin embargo, dió tal importancia Felipe III á las repetidas y vehementes súplicas que se le hicieron, que convocó una junta de hombres de estado y de teólogos, para que discutiesen las condiciones y modificaciones, bajo las cuales, en todo caso, se concedería de nuevo la reapertura de los teatros. Muy opuestas fueron, en verdad, las opiniones de los individuos de la junta, y mucho se habló y escribió sobre esto, creyendo unos que debía mantenerse la prohibición, y sosteniendo otros que bastaba vigilar con mayor cuidado las representaciones, y abolir algunos abusos. Triunfó, al fin, el parecer de los últimos, y el Gobierno publicó una ordenanza, cuyas cláusulas y restricciones, que copiamos á continuación, habían de observarse en las funciones teatrales. Decíase en ella:

1.º Que habían de desterrarse de la escena todo linaje de cantos y bailes indecentes.

2.º Que sólo se concedería la licencia para representar á cuatro compañías.

3.º Que se prohibía á las mujeres presentarse en traje de hombres, y que, al alternar con los demás actores, habían de ser acompañadas de sus padres ó esposos.

4.º Que se vedaba la asistencia á los teatros á prelados, clérigos y frailes.

5.º Que durante la Cuaresma, el domingo de Adviento, el día primero de la Semana Santa, la Pascua y Pentecostés, no se celebraría función teatral alguna, y, por regla general, sólo tres veces á la semana.

6.º Que en un mismo lugar había de haber únicamente una compañía, residiendo en él un mes largo.

7.º Que en las iglesias y conventos se representasen sólo verdaderos dramas religiosos.

8.º Que en todos los teatros hubiese asientos separados para los dos sexos, con distintas entradas.

9.º Que en las universidades de Alcalá y de Salamanca, no se representase más que en tiempo de ferias.

10.º Que el permiso concedido á cada compañía durase sólo un año, debiendo después renovarse.

11.º Que las comedias y entremeses, previamente á su representación pública, se representasen ante algunos inteligentes (entre ellos un teólogo), para que fuesen aprobados.

Y 12.º Que se nombrara un juez protector de los teatros, á cuyo cargo correría su inspección, y el cumplimiento de las disposiciones anteriores[118].

Nombróse, en efecto, el juez, subsistiendo este destino todo el siglo xvii. No obstante, no se observaron con rigor las disposiciones de la ordenanza, y los teatros, abiertos de nuevo, las fueron eludiendo poco á poco. Vióse obligado el Gobierno, en vez de conceder la licencia á cuatro compañías, á extender la primera á seis, y después á doce. Pero además de estas compañías privilegiadas (compañías reales ó de título), recorrían el país otras muchas, y pronto se contaron en toda España hasta cuarenta, con unos mil actores. Ya Mariana, en su Liber de spectaculis, impreso en 1609, dice que el número de los cómicos se había aumentado en los últimos veinte años de un modo extraordinario, y que crecía por momentos, de la misma suerte que los teatros, que se levantaban en todas las poblaciones de la Península, y como sucedía también con la afición á las representaciones dramáticas, tan general en toda la nación, que las personas de todos los sexos, edad y clase, sin exceptuar clérigos ni frailes, se precipitaban á porfía en los teatros. Deplora en la obra citada el continuado abuso de profanar, con entremeses y bailes indecentes, las representaciones religiosas en las iglesias y hasta en los conventos. Poco tiempo hubo también de observarse la prohibición de representarse ninguna obra sin la censura previa, cuando en el primer volumen del Don Quijote (1605) se habla de esta medida, digna de ser aplicada, pero sin observancia en España, ó, á lo menos, en una gran parte de ésta[119]; y en una novela, impresa en 1625, aunque, al parecer, escrita mucho antes[120], se dice expresamente, que sólo en Aragón, no en lo restante del reino, se guarda la costumbre de someter á la aprobación de las autoridades las comedias que han de representarse. Los jueces protectores y los alcaldes, que los reemplazaban por delegación para asistir al teatro (en el cual tenían su asiento determinado), hubieron de ejercer su cargo con grande indulgencia: sólo se cumplió hasta la muerte de Felipe III la prohibición de bailar la Zarabanda y demás danzas indecentes, aunque los directores de escena de esta época se quejan repetidas veces del perjuicio que sufren en sus ganancias, por la omisión de este regocijo.

La mudanza de la corte de Felipe III á Valladolid en 1600, no debió ejercer notable influencia en los teatros de la antigua capital, ni tampoco es de pensar que se aumentara con su vuelta á Madrid[121]. El carácter reservado é indolente de este monarca, que comunicó también á cuantos lo rodeaban, lo mantuvo, así como á su corte, alejado de todo contacto con el teatro. Verdad es, que, cediendo á las súplicas irresistibles de la nación, permitió que se representasen de nuevo obras dramáticas; pero no parece que embellecieron jamás sus fiestas de corte con este recreo, ni que asistiese tampoco á los teatros públicos; su biógrafo, á lo menos, que nos ha conservado tantas noticias de su vida privada (Gonzalo Dávila, Historia de Felipe III), no nos cuenta nada de esto, si se exceptúa el único caso de la representación de una comedia en Lerma, con la cual solemnizó el conde de Lemos la visita á esta ciudad de Felipe III y de su corte[122].

Los teatros de la Cruz y del Príncipe eran, como antes, propiedad de las hermandades de Nuestra Señora de la Soledad y de la Pasión, que los cedían á las compañías de cómicos y percibían de los concurrentes cierta suma, como dueños de los teatros[123]. Los productos se repartían entre los diversos hospitales de la capital. En una segunda puerta tenía un despacho el director de la compañía, y, al entrar en ella, pagaban segunda vez los espectadores. Los datos que han llegado hasta nosotros sobre este punto[124], son tan diversos y opuestos y ofrecen tal confusión en lo relativo á las sumas, que se distribuían entre los hospitales y las compañías, que apenas merecen que nos tomemos el trabajo de compararlos y cotejarlos. Estos números pierden para nosotros su importancia, porque (prescindiendo de la distinta significación del dinero en aquella época y en la nuestra) hablan de diversas especies de monedas, que, como los maravedís, ducados, etc., han variado frecuentemente de valor, y no nos permiten calcular con exactitud las sumas recaudadas en las diversas épocas que examinamos. Por punto general, puede asegurarse, sin embargo, que el precio de las localidades era proporcionalmente muy inferior al de nuestro tiempo[125].

Las cofradías tantas veces mencionadas acordaron, en el año de 1615, alquilar los dos teatros de Madrid, de tal suerte, que el arrendatario percibiese el producto de las entradas, destinando una parte al sostenimiento de los hospitales. Así se vieron libres de los cuidados consiguientes á su administración especial de fondos. El contrato de arrendamiento fué ya de dos, ya de cuatro años (en 1615 por dos años, pagando 27.000 ducados, y en 1617 por cuatro, con 105.000 ducados), prosiguiendo así las cosas, con varias alternativas, hasta 1638. En este año cambiaron tan radicalmente, que la municipalidad de Madrid tomó á su cargo celebrar los contratos de arrendamiento en nombre de las cofradías, libertándolas de los perjuicios que pudieran haber sufrido. Hasta los últimos tiempos se ha observado esta práctica, haciéndola extensiva á los teatros, que en el siglo xviii se edificaron en el lugar ocupado por los antiguos.

Las compañías no residían fijamente en ninguna parte, ni había tampoco una estrecha unión entre sus miembros, sino que representaban ya aquí, ya allí, corriendo el país y renovándose parcialmente cuando les parecía; sin embargo, su permanencia en el mismo lugar no se limitaba al corto plazo, prescrito por la ley, porque, según los datos existentes, y no con poca frecuencia, perseveraron en la misma población años enteros. Las ciudades más importantes (como, además de Madrid, lo eran Zaragoza, Valladolid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Granada, Córdoba, etc.) cuidaban de que en sus teatros hubiese siempre alguna compañía, de suerte que las representaciones en todo el año, excepto la Cuaresma, no sufriesen sino ligeras interrupciones. En Madrid había de ordinario dos compañías: una en el teatro de la Cruz, y otra en el del Príncipe[126]. Las ciudades menos importantes disfrutaban de las diversiones teatrales sólo en algunas temporadas, cuando acudían á ellas compañías de actores, contentándose, por lo común, con algunas menos calificadas por el número y el mérito de sus individuos, y formando éstas las distintas categorías antes indicadas, con referencia á Agustín de Rojas. No obstante, si hemos de dar crédito al testimonio de Santiago Ortiz, á principios del reinado de Felipe IV hasta las aldeas tenían locales á propósito para representar comedias en cualquiera época, si contaban con actores que las desempeñasen. Si no poseían estos locales, en cualquier patio ó salón, según las circunstancias de cada pueblo, se disponía un teatro, tan fácil de erigir como de quitar. Las compañías de las clases más inferiores visitaban hasta los villorrios de menos importancia, constando así de la relación que leemos en la parte segunda de Don Quijote, cuando éste encuentra una compañía de comediantes que iba de aldea en aldea para representar autos[127], y de las noticias alusivas á este punto, que se encuentran en el Viaje entretenido (véase el tomo I, pág. 406). Cuando no había actores, servían los muñecos, como leemos en el Quijote, de Cervantes, al tratar de maese Pedro, que recorría las aldeas y representaba con ellos la Historia de Gayferos y La bella Melisendra, ó bien los mismos habitantes del lugar se encargaban de los papeles, como aparece de otro pasaje de Don Quijote, en que el cabrero Pedro se expresa de este modo para celebrar al difunto pastor Crisóstomo: «Olvidábaseme de decir cómo Crisóstomo el difunto fué grande hombre de componer coplas, tanto que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos en nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo[128]

Las molestias é incomodidades, propias de los cómicos de la legua, vagando siempre de una parte á otra, descríbenlas diversos escritores de la época con los más vivos colores. Así se queja de ellas Rojas (Viaje entretenido, pág. 282):

«Porque no hay negro en España,
Ni esclavo en Argel se vende,
Que no tenga mejor vida
Que un farsante, si se advierte:
El esclavo, que es esclavo,
Quiero que trabaje siempre
Por la mañana y la tarde,
Pero por la noche duerme:
No tiene á quién contentar
Sino á un amo ó dos que tiene,
Y haciendo lo que le mandan
Ya cumple con lo que debe:
Pero estos representantes,
Antes que Dios amanece,
Escribiendo y estudiando
Desde las cinco á las nueve,
Y de las nueve á las doce
Se están ensayando siempre;
Comen, vanse á la comedia,
Y salen de allí á las siete:
Si cuando han de descansar
Los llaman el presidente,
Los oidores, los alcaldes,
Los fiscales, los regentes:
Y todos van á servir
A cualquier hora que quieren,
Que es eso aire, yo me admiro
Cómo es posible que pueden
Estudiar toda su vida,
Y andar cavilando siempre,
Pues no hay trabajo en el mundo
Que puede igualarse á éste:
Con el agua, con el sol,
Con el aire, con la nieve,
Con el frío, con el hielo
Y comer y pagar fletes:
Sufrir tantas necedades,
Oir tantos pareceres,
Contentar á tantos gustos
Y dar gusto á tantas gentes.»

El autor de la novela ya citada, de Alonso, mozo de muchos amos, traza un cuadro parecido de los sufrimientos de los actores, cuando, como los gitanos, han de encaminarse de un pueblo á otro cada quince días, lloviendo y nevando[129].

Más adelante se queja con frecuencia de la conducta del público, y de la dificultad de que haga justicia, y más particularmente de los asistentes al patio, á los cuales, aludiéndose á la soldadesca grosera y alborotadora de aquella época, se les puso el nombre de mosqueteros por los escándalos y la algazara, con que expresaban su desagrado á los actores y á las comedias. A este propósito dice Rojas (Viaje entretenido, pág. 136) lo siguiente:

«Desdichado del autor
Que aquí como el sastre viene
Con farsas, que aunque sean buenas
Que ha de errar cuando no yerre.
Pues si uno habla tan presto,
No falta quien dice: vete,
No te vayas, habla, calla,
Entrate luego, no entres.»

Y en otra loa (pág. 284):

«Murmuren, hablen y rían
De todos los que salieren:
Del uno porque salió,
Del otro porque se entre:
Ríanse de la comedia,
Digan que es impertinente,
Malos versos, mala traza,
Y que es la música aleve,
Los entremeses malditos
Los que los hacen crueles:
Así Dios les dé salud,
. . . . . . . . . . . . .
Una tos que los ahogue
Y una mujer que los pele.»

«Solían (dice Lope de Vega en el prólogo de Los amantes sin amor, tomo XIV de las Comedias de Lope de Vega, no há muchos años), yrse dellos tres á tres, y quatro á quatro, quando no les agradava la fabula, la poesia, ó los que la recitaban y castigar con no bolver, á los dueños de la accion y de los versos, Agora, por desdichas mias, es verguença ver un barbado despedir un silbo como pudiera un picaro en el Coso.»

Para aplacar esas manifestaciones de descontento, en lo posible, acostumbraban los poetas en las loas solicitar la indulgencia, el silencio, etc., del público; así se comprenden las siguientes palabras, que leemos en un entremés de Luis Benavente[130]:

Lorenzo. ¡Piedad, ingeniosos bancos!

Cintor. ¡Perdón, nobles aposentos!

Linares. ¡Favor, belicosas gradas!

Bernardo. ¡Quietud, desvanes tremendos!

Piñero. ¡Atención, mis barandillas!

Pinelo. Carísimos mosqueteros,
Granuja del auditorio,
Defensa, ayuda, silencio,
Y brindis á todo el mundo,
(Toma tabaco.)
Que ya os doy de lo que heredo.

Lorenzo. Damas, en quien dignamente
Cifró su hermosura el cielo...
. . . . . . . . .
. . . . . . . . .
Así el abril de los años
Sea en vosotros eterno,
Sin que el tiempo que tenéis
No se sepa en ningún tiempo...

Margarita. Que piadosas y corteses
Pongáis perpetuo silencio...

Inés. A las llaves y á los pitos,
Silba de varios sucesos.»

También en la cazuela se acostumbraba tocar llaves y pitos para manifestar el desagrado de los asistentes á ella. Para mostrar la aprobación de los espectadores, se usaba de la voz vítor ó se daban palmadas[131]. A tales expresiones ruidosas del concurso aluden las súplicas, que se hacen ordinariamente en la conclusión de las comedias españolas, rogándole que perdone sus faltas, que aplauda, etc.

Entre los individuos de las compañías de comediantes, se encontraba un poeta, ya para arreglar y retocar piezas antiguas, ya para componerlas nuevas[132]. La costumbre generalizada hasta esta época, de que los actores escribiesen comedias, fué cayendo en desuso á fines del siglo xvi, á medida que eran mayores las excelencias que se buscaban en las obras dramáticas.

Los honorarios, que los directores de teatro solían pagar á los autores acreditados de comedias, ascendían en tiempo de Lope de Vega á unos 500 reales[133], y algo después á unos 800, suma, en verdad, insignificante, y que sólo podía ser fuente de lucro por la fecundidad de los dramáticos españoles. Ninguna utilidad producía al poeta la impresión de sus obras, puesto que perdía sus derechos de propiedad al venderla para el teatro, según consta claramente de los tomos VII y VIII de las comedias de Lope, á los cuales precede un privilegio en favor del librero Francisco de Ávila, para la impresión de 24 piezas que había comprado á los directores de teatro[134]. Tal es, sin duda, la causa de que la mayor parte de los poetas españoles no se hayan cuidado de publicar sus obras dramáticas, juntamente con la opinión dominante en aquella época, de que los dramas se escribían para la escena, no para leerlos. Si algunos, como Lope, Montalbán, Alarcón, etc., dieron á la prensa sus comedias, fué para salvar su crédito literario, en peligro á consecuencia de las ediciones defectuosas ó falsificadas, que se habían hecho sin su conocimiento; de aquí también que el público, aficionado á su lectura, y en especial las compañías de poca importancia, que no podían pagar los honorarios por el manuscrito original, anhelasen á lo menos la posesión de copias de las comedias más acreditadas, y de que, con el propósito de satisfacer esta necesidad de la manera menos dispendiosa, proporcionaran ilegalmente los libreros copias de las piezas, á cuya primitiva incorrección y desaliño había que añadir entonces las mutilaciones, que se les hacían sufrir para atender á las exigencias del momento, ya en parte imprimiéndolas en número de doce, en volúmenes grandes en 4.º, ya en pliegos sueltos. Frecuentes son las quejas de tales abusos de los autores; véanse los prólogos de Lope á su Peregrino (1603), y al tomo IX de sus Comedias (1617), de Montalván á la primera (Madrid, 1638), de Alarcón á la segunda (Barcelona, 1634) y de Rojas también á la segunda parte de sus obras dramáticas (Madrid, 1625), de las cuales aparece que las comedias se imprimían á menudo llenas de errores, con perjuicio de los directores que las compraban, sin la aprobación de los interesados y sin licencia de las autoridades; que los impresores de Sevilla y Zaragoza, sin cuidarse de la mayor ó menor extensión de las comedias, las reducían á cuatro pliegos y suprimían lo demás, y muchas veces hasta dos pliegos, y que variaban sus títulos, atribuyéndolas á los más célebres autores, cuando en realidad estaban escritas por poetas menos conocidos, con el propósito de obtener más utilidades. Lope de Vega, en su prólogo á La Arcadia (tomo XIII), nos da una idea del desorden que reinaba en este punto. Dedúcese de sus palabras, que había entonces gentes en España que vivían falsificando obras dramáticas, pretextando que retenían de memoria comedias enteras, y que después las escribían, vendiéndolas, con sus mutilaciones y errores, á otras compañías de cómicos. Después de quejarse Lope de las impresiones defectuosas é ilegales de sus comedias, y de que se vendan como suyas las de otros poetas, dice así: «Espero, entre otras cosas, que quien ha escrito é impreso (si bien en tan distintas y altas materias) se dolerá de los que escriban, y que ahora tendrá remedio lo que tantas veces se ha intentado, desterrando de los teatros unos hombres que viven, se sustentan y visten de hurtar á los autores las comedias, diciendo que las toman de memoria de sólo oirlas, y que esto no es hurto, respecto de que el representante las vende al pueblo, y que se pueden valer de su memoria; que es lo mismo que decir que un ladrón no lo es, porque se vale de su entendimiento, dando trazas, haciendo llaves, rompiendo rejas, fingiendo personas, cartas, firmas y diferentes hábitos. Esto, no sólo es en daño de los autores, porque andan perdidos y empeñados, pero, lo que es más de sentir, de los ingenios que las escriben; porque yo he hecho diligencia para saber de uno de éstos, llamado el de la gran memoria, si era verdad que la tenía, y he hallado, leyendo sus tratados, que para un verso mío hay infinitos suyos, llenos de locuras, disparates é ignorancias, bastantes á quitar la honra y opinión al mayor ingenio en nuestra nación y las extranjeras, donde ya se leen con tanto gusto.»

Dirígese en seguida al Dr. Gregorio López Madera, consejero de Castilla y protector del teatro, rogándole con vehemencia que ponga coto á este desorden: «V. m., pues, pondrá remedio, por buen principio de su protección, á este abuso...»

Así se comprende la desconfianza con que debemos mirar las ediciones de comedias españolas, que no hayan sido hechas por sus autores. Casi todas las sueltas, especialmente, llevan en sí trazas indudables de la falta de conciencia y de la precipitación con que se imprimían, aunque, por otra parte, incurriríamos acaso en error, suponiendo que, para todas, ó á lo menos para la mayoría de ellas, sólo han servido textos defectuosos, como indicamos antes, puesto que, por el contrario, se desprende de su cotejo con las ediciones auténticas, que están calcadas en los manuscritos más autorizados, distinguiéndose sólo por sus yerros innumerables de imprenta, y excepcionalmente por la corrupción del texto original, si bien basta esto último para prevenirnos contra la lectura de estas impresiones sueltas, y contra las compilaciones de otras, hechas por los libreros para obtener grandes ganancias.

La fama del teatro español, que con tan rápido vuelo se elevara, pasó al principio de este período mucho más allá de las fronteras de la madre patria, llegando, no sólo á los países extranjeros, sujetos al cetro de los soberanos de la Península, á Nápoles y á Milán, á Flandes y América, sino también á otras naciones, en donde se representaron, imprimieron é imitaron los dramas españoles. Trataremos en lugar oportuno de este punto, y con la prolijidad que merece, después de historiar parte de la literatura dramática de esta época. Entonces conoceremos la nueva forma, que toma el teatro bajo Felipe IV, y su enlace con los anteriores, y ésta será también ocasión de comunicar á los lectores los datos, que poseemos, acerca de los más célebres actores del tiempo de Lope de Vega. Antes, sin embargo, llaman nuestra atención otros objetos más interesantes.

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CAPÍTULO VIII.

VIDA DE LOPE DE VEGA.

LA biografía del hombre extraordinario, cuyo singular ingenio lo hizo el dominador y creador del teatro español por espacio de medio siglo, ha de ser para nosotros la más importante, y merece, sin duda, de nuestra parte, que le consagremos la atención más completa y perfecta que nos sea posible. La fama póstuma, de Montalván, es más bien un apologético que una biografía, en el cual se entretejen algunas noticias biográficas falsas; no menos defectuoso y escaso es lo que nos dice D. Nicolás Antonio en su Biblioteca nova, y Sedano en El Parnaso español, repetido después en forma de extracto por Bouterweck y Díez; Lord Holland, por último, añade nuevos errores á los antiguos en un libro sobre Lope de Vega. Cuanto expondremos á continuación, fundado principalmente en las indicaciones, que se hacen en las obras de este poeta[135], rectificará, á la verdad, algunos puntos, y hará resaltar otros, que hasta ahora han pasado desatendidos, pero sin pretender por esto que se considere un estro trabajo como una biografía acabada. Sólo examinando los documentos relativos á la vida de Lope de Vega, que acaso existan en las bibliotecas y archivos de España, se desvanecerán ciertas dudas y se llenarán las lagunas que se observan, sobre todo si algún español, tan laborioso y perspicaz como Navarrete, hace por Lope de Vega lo que él hizo por Cervantes.

El solar de los Vegas, en el valle de Carriedo, de Castilla la Vieja, fué la residencia de la familia del mismo nombre, que pretendía remontar su origen á la más remota antigüedad, y hasta estar emparentada con el fabuloso Bernardo del Carpio. Tales pretensiones de antigüedad eran entonces comunes á todos. Sus bienes de fortuna, sin embargo, no corrían parejas con su orgullo genealógico. Un individuo de esta familia, llamado Félix, abandonó su hogar por buscar fortuna en el extranjero, y, aunque ya casado, contrajo otras relaciones amorosas, que obligaron á su esposa, Francisca Fernández, instigada por los celos, á seguirlo hasta Madrid, reconciliándose después ambos esposos[136]. El fruto de esta reconciliación fué nuestro Lope Félix de Vega Carpio[137], que nació el 25 de noviembre de 1562, en Madrid, día de San Lupo, arzobispo de Verona. No fué éste el único hijo de dicho matrimonio, puesto que tenemos noticia de la existencia de una hija, llamada Isabel[138], y de otro hijo, que después entró en el servicio militar[139]. Montalván cuenta maravillas del precoz ingenio de Lope, á los dos años era extraordinario el brillo de sus ojos, anunciando su talento prodigioso; á los cinco sabía ya leer en castellano y en latín, y cambiaba poesías, escritas por él, por las estampas y los juguetes de sus compañeros[140]. Asegura también, que apenas sabía hablar cuando componía versos, y con este motivo compara sus primeros ensayos poéticos á los informes gorjeos de las avecillas en sus nidos[141]. A los once y doce años escribió comedias de cuatro actos y cuatro pliegos, puesto que cada acto llenaba un pliego[142]. Parece, sin embargo, que de estos primeros ensayos no ha llegado nada hasta nosotros. Cierto es que en el tomo XIV de sus Comedias se encuentra una titulada El verdadero Amante, la cual, precedida de las palabras primera comedia de Lope de Vega, podría acaso autorizarnos para que la consideráramos como una de las mencionadas, compuesta á los once ó doce años; pero verosímilmente es posterior en algunos años, puesto que el poeta, en la dedicatoria á su hijo Lope, que la antecede, del año de 1620, dice que la ha escrito á su edad, y en aquella época, como después veremos, debía tener el joven Lope trece años á lo menos. Añádase á esto la circunstancia de que está dividida sólo en tres actos, aun cuando pudiera explicarse suponiendo que se había refundido más tarde en esta forma. Distínguese únicamente por la belleza de la versificación, mereciendo por su indudable antigüedad, la mayor de todas las suyas que nos ha conservado el tiempo, que, como obra de tan eminente poeta, le consagremos preferentemente nuestra atención. El mismo Lope le llama ensayo grosero, aunque cuenta que obtuvo aplausos. Es un drama pastoril, más bien por los nombres de los personajes que por su acción y sus efectos, por cuyo motivo se diferencia por completo del mundo bucólico de Montemayor y de Garcilaso. Una pastora, llamada Amaranta, cuyo esposo ha muerto, se enamora de otro pastor denominado Jacinto; pero como éste la desprecia por otra, lo acusa aquélla del asesinato de su esposo, para forzarlo á elegir entre su mano ó la muerte; el pastor permanece fiel á su amada en trance tan mortal, hasta que Amaranta, conmovida de su firmeza, retira la acusación. El enredo, según se recuerda fácilmente, se asemeja al de La Estrella de Sevilla, y se funda, como él, en una costumbre de la Edad Media, con arreglo á la cual el asesino se entregaba á los parientes del asesinado para que lo castigasen ó perdonasen.

No nos faltan noticias de la juventud de Lope, pero sí datos exactos y concretos para ordenar seguida y cronológicamente los sucesos de su vida y sus épocas principales. Fácil es, en verdad, como se ha hecho hasta ahora, prescindir de esta falta de cohesión y enlace, y forjar, valiéndose de conjeturas y de hipótesis arbitrarias, y utilizando las indicaciones aisladas y parciales que existen, una cadena aparentemente aceptable de los acontecimientos más culminantes de su existencia; pero siempre será lo más seguro coordinar primero las diversas noticias de ésta, absteniéndonos de cimentar su clasificación cronológica en base tan instable como la de meras presunciones, excepto en el caso de que aparezca clara é indubitable de los datos que poseemos.

El padre de Lope era amigo íntimo del señor D. Bernardino de Obregón, y, como él, hacía con ferviente celo obras de caridad y misericordia; asistía en los hospitales á enfermos y pobres, y ejercitaba á sus hijos en prácticas tan piadosas[143]. Consta de El Laurel de Apolo que era también poeta, y no hay dificultad en imaginar que su ejemplo despertó hacia la poesía la precoz inclinación de su hijo, á no ser que se deduzca del pasaje citado, que él mismo no descubrió el talento poético de su padre hasta después de su muerte.

Nuestro Lope recibió su primera instrucción en las escuelas de Madrid. Montalván refiere una anécdota que caracteriza el genio inquieto de este mancebo. Arrastrado de su deseo de ver el mundo, huyó de la capital en compañía de uno de sus amigos, que se llamaba Hernán Muñoz. Los jóvenes aventureros, sin embargo, no habían hecho bien sus cálculos pecuniarios, y se vieron forzados á vender una mula, aunque de nada les sirviera, puesto que en Segovia quisieron desprenderse de algunas alhajas; el platero, á quien intentaron venderlas, creyó que las habían robado y fueron encerrados en la cárcel, hasta que el Corregidor sospechó felizmente la verdad del caso, y los obligó á volver á Madrid de nuevo.

Lope perdió pronto á sus padres, aunque no se sepa fijamente en qué año; pero sí que, viviendo ellos y muy joven, entró al servicio de las armas. Así consta de muchos pasajes de sus escritos, aunque nada de esto digan sus biógrafos. En la epístola á Antonio de Mendoza escribe los versos siguientes:

«Verdad es que partí de la presencia
De mis padres y patria, en tiernos años,
A sufrir de la guerra la inclemencia.
Pasé por alta mar reinos extraños,
Donde serví primero con la espada
Que con la pluma describiese engaños.»

El principio de La Gatomaquia que le dedicó el (quizas fingido) licenciado Tomé de Burguillos, nos ilustra acerca de esta parte de su juventud, en la cual nadie se ha ocupado hasta ahora[144]. Dícese en ella que asistió como soldado á una expedición á las costas de África; el marqués del mejor apellido, á que alude, es indudablemente el marqués de Santa Cruz. Si consultamos á los escritores de la época, vemos que D. Juan de Austria, al atacar el Norte de África en el año 1573, confió el mando de las tropas enviadas contra Túnez al marqués de Santa Cruz, que correspondió brillantemente á sus esperanzas en octubre del mismo año, y en la misma época en que fué también tomada Biserta[145]. Poco tiempo después cayeron de nuevo Túnez y los demás puntos conquistados en estas regiones en poder de los turcos[146], y no se vuelve á tratar más de ninguna otra expedición á estos parajes. Dedúcese, por tanto, pues, de lo expuesto, que Lope tomó parte en esta guerra; aún no habría cumplido entonces los doce años, por inverosímil que parezca que fuese soldado en edad tan tierna. Sin embargo, quien conoce la historia de la época recordará muchos ejemplos semejantes[147], debiendo advertir además que en los países meridionales el desarrollo físico es más rápido que entre nosotros.

Parece que los escasos medios pecuniarios de su familia lo forzaron á entrar tan joven en la milicia, y que esta misma causa lo obligó más tarde, aunque no se sepa si en vida de sus padres, á proporcionarse la subsistencia en las casas de los grandes. En la dedicatoria de La Hermosa Ester (tomo XV de sus Comedias), dice que ha pasado algunos días de su vida en casa del inquisidor D. Miguel de Carpio, y, según parece, en Barcelona. Más largo tiempo hubo de servir á D. Jerónimo Manrique, obispo de Ávila, y después inquisidor general, puesto que en sus últimos años pronuncia su nombre con la gratitud más ferviente: «Cuantas veces me toca al alma sangre Manrique, no puedo dejar de reconocer mis principios y estudios á su heróico nombre[148].» Montalván añade que el joven poeta compuso para este prelado diversas églogas, y el drama pastoril Jacinto, y que esta obra dramática es la primera escrita en tres actos; pero el mismo Lope atribuye esta minoración, que había de convertirse en ley, al poeta Virués, y antes de ahora hemos visto que Cervantes se alaba también de este mérito, no grande en verdad. Lope asistió en seguida á la universidad de Alcalá, en donde estudió filosofía y matemáticas cuatro años largos[149]; pero estas ciencias no le agradaron, consagrándose á las secretas, y «siendo conducido por Raimundo Lulio á un intrincado laberinto[150].» Del prólogo que precede á las poesías de Tomé de Burguillos, parece deducirse que estudió también mucho tiempo en Salamanca. Recibió el grado de bachiller para entrar en la carrera eclesiástica; «pero el amor lo cegó de tal manera, que se olvidó de todo[151].» Es de presumir que alude á las relaciones amorosas, que tan bien describe en La Dorotea, á lo menos en lo substancial, y que corresponden á la juventud de Lope, puesto que en otros muchos pasajes de sus escritos, y especialmente en la segunda parte de Filomena, alude á ellas. Los nombres de los personajes deben de ser supuestos. Expondremos, pues, esta parte de su vida en sus rasgos más esenciales.

A su regreso á Madrid de la Universidad, y contando diez y siete años, fué acogido con benevolencia en casa de una parienta rica y espléndida. En la misma vivía también una doncella joven, llamada Marfisa, con la cual tuvo amores; pero no duró mucho la ventura de los dos amantes, porque Marfisa se vió obligada á dar su mano á un abogado viejo, si bien hizo á su prometido, el mismo día de su casamiento, las más ardientes protestas de perpetua fidelidad, acompañadas de torrentes de lágrimas. El corazón de éste era impresionable hasta el exceso, y de aquí que olvidase pronto su pasión, dominado por otra nueva. Dorotea[152], joven madrileña, cuyo esposo estaba ausente, y tan lejos que no se esperaba su vuelta, había conocido á Lope en ciertas reuniones, y le dió á entender que aprobaba su inclinación; viéronse, en efecto, después los dos enamorados, pareciéndoles desde el primer instante que se habían conocido y amado toda su vida. La madre de Dorotea desaprobó, sin embargo, este compromiso con un mancebo pobre, y se propuso atraer á sus redes á un extranjero principal, á quien su sagaz hija, no creyendo conveniente rechazarlo por completo, retuvo con tibios halagos. Diversas aventuras ocurrieron á Lope con este rival: vióse en continuo peligro de muerte á causa de sus celosas asechanzas, y se regocijó sobremanera de ser al fin poseedor exclusivo del corazón de su amada por la ausencia de Madrid de su competidor. Dorotea le probó su cariño haciendo los mayores sacrificios; pero su dicha había de durar poco: declaróle un día, con toda formalidad, que era preciso poner término á sus relaciones, no pudiendo sufrir más los desaires y hasta los malos tratamientos de su madre y de sus demás parientes, y las murmuraciones y las hablillas de la corte. La infortunada joven sólo esperaba quizás oir una palabra amorosa de los labios de su amante para declararle que, á pesar de todo, deseaba ser suya; pero el iracundo Lope, dejándose arrebatar de la impresión del momento, se alejó para separarse de ella perpetuamente, en la inteligencia de que era despreciado por un rico americano, llamado Don Vela, á quien protegían los deudos de Dorotea. Encaminóse, pues, á Sevilla; pero el mundo le parecía tan sombrío y siniestro como estaba su alma, figurándosele la bella y populosa ciudad un infierno en brasas. Su inquietud lo llevó después á Cádiz, y de Cádiz á Madrid. Paseando un día en el Prado, melancólico, encontró dos damas, callada la una y envuelta en un velo, y esforzándose la otra en acercársele, en hablar con él y en averiguar la causa de su tristeza. Lope no tardó en referir la historia de sus amores, y cuánto había sufrido á la que tanto interés mostraba hacia él; la tapada comenzó entonces á sollozar y lamentarse en voz alta, exclamando: «¡Ay, mi bien! ¡Ay, mi Fernando! ¡Ay, mi primero amor! ¡Nunca yo hubiera nacido, para ser causa de tantas desdichas! ¡Oh, tirana madre! ¡Oh, bárbara mujer! ¡Que tú me forzaste, tú me engañaste, tú me has dado la muerte!» Contó después que se había desesperado y vivido sin consuelo durante la ausencia de su amado; que había hecho diversas tentativas para quitarse la vida, y cayó al fin en tierra gimiendo. Lope no estaba menos conmovido, y mezcló sus lágrimas con las suyas; confesó que había sido injusto, y se reconcilió con ella. Pero entonces fué necesario el más artificioso disimulo para continuar estas relaciones, y engañar á los parientes de Dorotea y al celoso Don Vela, más unido que nunca con ellos. Lope se presentó al obscurecer, disfrazado de andrajoso mendigo, á la puerta de su amada; una criada fiel salió de la casa para darle una limosna, y en el pan que le entregó estaba oculta una carta de Dorotea; después se recostó bajo de sus ventanas, y fingió dormir, dando tiempo para que ella bajase á la reja sin ser sentida y entablasen ambos amoroso diálogo. Pero los misterios del corazón son por demás extraños; pronto varió Lope de sentimientos, como nos lo dice de esta manera:

«No me parece que era Dorotea la que yo imaginaba ausente, no tan hermosa, no tan graciosa, no tan entendida; y como quien, para que una cosa se limpie la baña en agua, así lo quedé yo en sus lágrimas de mis deseos. Lo que me abrasaba era pensar que estaba enamorada de Don Vela; lo que me quitaba el juicio era imaginar la conformidad de sus voluntades; pero en viendo que estaba forzada, violentada, afligida, que le afeaba, que le ponía defectos, que maldecía á su madre, que infamaba á Gerarda, que quería más á Celia, y que me llamaba su verdad, su pensamiento, su dueño y su amor primero, así se me quitó del alma aquel grave peso que me oprimía, que vían otras cosas mis ojos, y escuchaban otras palabras mis oídos, de suerte que cuando llegó la hora de partirse, no sólo no me pesó, pero ya lo deseaba.»

Su resolución de romper con ella, maduraba más cada día: aunque Dorotea prefiriese á Lope, no se oponía decidida y abiertamente á las pretensiones de Don Vela, y sus relaciones con éste inspiraban, cuando menos, á su amante celosas dudas; añádanse á esto muchos disgustos insignificantes, y, por último, el influjo del amor á Marfisa, que se despertó de nuevo en el corazón de Lope, puesto que hacía largo tiempo que le había dado las más tiernas pruebas de afecto. Rompió, pues, por completo con Dorotea, á quien atormentaron los más rabiosos celos, sufriendo á poco nueva aflicción con la muerte de Don Vela, ocurrida después de aquel suceso; á la conclusión de la obra, que lleva su nombre, manifiesta su propósito de entrar en un convento, puesto que su esposo había muerto en este intervalo. Las relaciones de Lope con Marfisa no hubieron de durar mucho, constándonos que ella se casó después de nuevo. Parece que, terminados estos amoríos, entró otra vez en el servicio militar, aunque por poco tiempo. Sírveme de fundamento para creerlo un pasaje de la poesía El Huerto deshecho, en que dice haber visitado, sable en mano, á los orgullosos portugueses en la isla Tercera[153], lo cual ocurrió en 1852 ó 1853. Felipe II había sometido á su cetro á Portugal, después de la muerte del cardenal Enrique; pero D. Antonio, prior de Ocrato, y uno de los pretendientes al trono de Portugal, había sabido captarse la protección de Francia é Inglaterra y encontrado en las Azores numerosos y resueltos partidarios. Para someter estas islas, y para combatir á una flota francesa, que se había dirigido á aquéllas, fué enviada una escuadra española al mando del marqués de Santa Cruz, en el año de 1582, consiguiendo en dichas aguas una brillante victoria contra los franceses el 25 de julio[154]. Pero el levantamiento de las islas no se ahogó por entero, y de aquí que, en julio del año siguiente, se dirigiera allá otra expedición á las órdenes del mismo Marqués, que se apoderó de la isla Tercera y sujetó las Azores[155].

La inexactitud con que Montalván refiere las relaciones de Lope con Dorotea, y su silencio sobre la parte que tomó en una de las dos expediciones mencionadas, pueden suscitar dudas acerca del crédito que merece su narración en lo demás. Preciso es, sin embargo, acudir á él para seguir el hilo de nuestra biografía, á falta de otro testimonio más auténtico, pero con ciertas precauciones, y con el propósito de completarla con los datos que nos suministre el mismo Lope, y de rectificarla, si hay contradicción entre unos y otros.

A su vuelta de la Universidad, dice Montalván, entró Lope de secretario al servicio del duque de Alba. La época, en que esto sucediera, no se fija con precisión, ni aun se menciona el nombre del Duque, aunque recordemos al famoso capitán, que sin duda vivía en 1582; pero es de presumir que fuese su nieto D. Antonio de Toledo, á quien se celebra en muchas obras de Lope. Para este Duque escribió el poeta su novela pastoril La Arcadia, impresa por vez primera en 1602, pero ó no tan pronto como Montalván dice, ó hubo de reformarse más tarde, puesto que alude á sucesos posteriores. El Canto de Caliope, de Cervantes, nos convence, sin embargo, de que ya en 1584 era famoso el nombre de nuestro poeta.

Montalván continúa la narración de los acontecimientos, que inmediatamente se sucedieron, de esta manera:

«Después de haber servido Lope largo tiempo al Duque, residiendo ya en Madrid, ya en Alba, se casó con Doña Isabel de Urbina. La dicha de este matrimonio desapareció bien pronto por un accidente desagradable. Un calumniador había afrentado á Lope públicamente; vengóse escribiendo una intencionada sátira contra él, haciendo reir á los lectores á su costa; hubieron, pues, de desafiarse, y Lope hirió mortalmente á su adversario. Vióse obligado entonces á huir á Valencia, en donde residió muchos años. Cuando pudo regresar á Madrid, encontró á su esposa moribunda. Su pérdida lo entristeció sobremanera, precipitando su resolución, hasta entonces no madurada del todo, de entrar de nuevo en el servicio de las armas, y de embarcarse para Inglaterra con La Armada

Hay sus razones para sospechar que Montalván confunde aquí varias cosas; á lo menos su narración no concuerda con las indicaciones que se hacen en las obras de Lope, alusivas á este período de su historia. Si intentamos coordinar las últimas, resultará que, después de haber roto Lope sus relaciones con Dorotea, consagró su amor á otra beldad. Dorotea y su madre, deseosas de vengarse, se dieron trazas de que la justicia, vendida á ellas, persiguiese al infiel amante[156]. Quizás se valieron para lograrlo del pretexto de sus deudas, contraídas por la pérdida de su fortuna. Fué reducido á prisión, aunque pudo evadirse, encaminándose á Valencia con su amigo Claudio Conde. Aguardábanlo en esta ciudad nuevos peligros: Conde, ignorando nosotros la causa, fué encerrado en la cárcel de Serranos, recobrando su libertad después con la ayuda de su amigo. No se indica cuánto tiempo permanecieron ambos en Valencia; de aquí se dirigieron á Lisboa, y entraron al servicio militar en la armada, que Felipe II equipó contra Inglaterra en el año de 1588, al mando del duque de Medinasidonia[157]. Lope se reunió en esta expedición marítima con su hermano, de quien estaba separado hacía muchos años, pero tuvo la desdicha de verlo morir en sus brazos, herido por una bala enemiga. Montalván dice que, durante esta navegación, compuso el encantador poema titulado La Hermosura de Angélica, la mejor de sus imitaciones del Ariosto. Lope asegura, en efecto, en el prólogo, que la escribió en la mar en una expedición de guerra; pero sus frases dejan adivinar que se refiere á la anterior contra las islas Azores[158]. Sea de esto lo que fuere, lo cierto parece que La Angélica se imprimió por vez primera en 1602 con importantes alteraciones, haciéndose en ella frecuente mención de Felipe III, que comenzó á reinar en 1598.

Habiendo vuelto á España con los restos de la flota, acaso residió después largo tiempo en Sevilla y en Toledo (según La Filomena, parte 2.ª), regresando luego á Madrid; y si todo ello no es pura ficción, entonces contrajo también matrimonio con Doña Isabel de Urbina. La égloga á Claudio desvanece las dudas que sobre este punto pudieran abrigarse, porque después de describir en ella su expedición á Inglaterra, y de hablar de una pasión amorosa que entonces lo dominaba, dice, aludiendo sin ambajes á su difunta esposa:

«¿Y quién pudiera imaginar que hallara
Volviendo de la guerra, dulce esposa,
Dulce por amorosa,
Y por trabajos cara?

* * *

Mi peregrinación áspera y dura,
Apolo vió pasando siete veces
Del Aries á los Peces,
Hasta que en Alba fué mi noche obscura:
Quien presumiera que mi luz podía
Hallar su fin donde comienza el día.»

Y que alude á su primera esposa, consta claramente del verso que sigue, que será en breve explicado.

Isabel de Urbina era hija del regidor Don Diego de Urbina y de Doña Magdalena de Cortinas y Salcedo, y, por parte de su madre, según dice Pellicer, parienta de Cervantes[159]. Ella contrajo matrimonio contra la voluntad de sus padres (Dorotea, V.). Poco después de la celebración de sus bodas, se vió Lope embrollado á causa del desafío, referido antes, que cuenta Montalván, y al fin salió desterrado de Castilla. No parece que Valencia haya sido el lugar fijo de su domicilio durante este destierro, como asegura su panegirista, puesto que, de los últimos versos de la comedia El Caballero de Illescas, puede colegirse que pasó algún tiempo en Italia[160] en esta época de su vida. No visitó á Roma (Epístola á Juan Pablo Bonet). La poesía dramática había llegado entonces en Valencia á grande altura por los esfuerzos de los eminentes poetas Cristóbal de Virués, Francisco Tárrega, Gaspar Aguilar y Guillén de Castro, y ofrecía sobrados alicientes á Lope para ceder á su inclinación á cultivarla. De este período provendrá también acaso su amistad con Guillén de Castro[161]. El destierro de nuestro poeta duró siete años, casi tanto como su matrimonio con Isabel de Urbina, que, después de seguir á su esposo, acompañándole en su aflicción y adversa fortuna, como esposa fiel y esforzada, murió en Alba de Tormes, propiedad del duque de Alba[162]. El fruto de esta unión, que fué una hija llamada Teodora, falleció también antes de cumplir el año[163].

Partiendo de nuestra hipótesis, de que Lope contrajo su primer enlace á fines de 1588, hubo de regresar á Madrid hacia 1595. Aquí ó en Toledo entró, como secretario, al servicio del marqués de Malpica y del conde de Lemos, y en el título de El Isidro (1599) se llama también secretario del marqués de Sarriá, lo cual ha pasado desapercibido de todos sus biógrafos. Dorotea, la amada en su juventud, intentó reanudar sus antiguas relaciones, pero no hizo caso de ella, casándose con Doña Juana de Guardia; no sabemos cuándo con exactitud, pero debió de ser al finalizar el siglo. Desde entonces fué su vida más tranquila; pocas veces, y por corto tiempo, abandonó después á Madrid. En su epístola á Matías de Porras describe con los más vivos colores su felicidad conyugal, mayor aún con el nacimiento de su hijo Carlos:

«Cuando amorosa amaneció á mi lado
La honesta cara de mi dulce esposa,
Sin tener de la puerta algún cuidado;
Cuando Carlillos, de azucena y rosa
Vestido el rostro, el alma me traía,
Cantando por donaire alguna cosa.
Con este sol y aurora me vestía;
Retozaba el muchacho, como en prado
Cordero tierno al prólogo del día.
Cualquiera desatino mal formado
De aquella media lengua era sentencia,
Y el niño á besos de los dos traslado.
Dábale gracias á la eterna ciencia,
Alteza de riquezas soberanas,
Determinado mal á breve ausencia;
Y contento de ver tales mañanas,
Después de tantas noches tan obscuras.
Lloré tal vez mis esperanzas vanas;
Y teniendo las horas más seguras,
No de la vida, mas de haber llegado
A estado de lograr tales venturas,
Ibame desde allí con el cuidado
De alguna línea más, donde escribía
Después de haber los libros consultado.
Llamábanme á comer; tal vez decía
Que me dejasen con algún despecho;
Así el estudio vence, así porfía.
Pero de flores y de perlas hecho,
Entraba Carlos á llamarme, y daba
Luz á mis ojos, brazos á mi pecho.
Tal vez, que de la mano me llevaba,
Me tiraba del alma, y á la mesa
Al lado de su madre me sentaba.
. . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . .
Sin ver el maestresala diligente,
Y el altar de la gula, cuyas gradas
Viste el cristal y la dorada fuente;
. . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . .
Nos daba honesta y liberal pobreza
El sustento bastante; que con poco
Se suele contentar naturaleza.»

El primer infortunio que acibaró su ventura doméstica, fué la muerte de este mismo hijo Carlos, á los siete años de edad. La elegía, escrita por su padre sobre esta desgracia, y en la cual pinta la lucha de la resignación cristiana con el amor paternal, es de las más tiernas que cuenta la poesía de su patria. He aquí alguna de sus estrofas:

«Este de mis entrañas dulce fruto
Con vuestra bendición, ¡oh Rey eterno!
Ofrezco humildemente á vuestras aras;
Que si es de todos el mejor tributo
Un puro corazón humilde y tierno,
Y el más precioso de las prendas caras,
No las aromas raras
Entre olores fenicios,
Y licores sabeos
Os rinden mis deseos
Por menos olorosos sacrificios,
Sino mi corazón, que Carlos era;
. . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . .
Amábaos yo, Señor, luego que abristes
Mis ojos á la luz de conoceros,
Y regalóme el resplandor suave.
Carlos fué tierra; eclipse padecistes
Divino sol, pues me quitaba el veros,
Opuesto como nube densa y grave
Gobernaba la nave
De mi vida aquel viento
De vuestro auxilio santo
Por el mar de mi llanto
Al puerto del eterno salvamento,
Y cosa indigna, navegando, fuera
Que rémora tan vil me detuviera.
¡Oh, como justo fué que no tuviese
Mi alma impedimento pan amaros,
Pues ya por culpas propias me detengo!
¡Oh, como justo fué que os ofreciese
Este cordero, yo, para obligaros!
. . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . .
Y vos, dichoso niño, que en siete años
Que tuvistes de vida, no tuvistes
Con vuestro padre inobediencia alguna;
Corred con vuestro ejemplo mis engaños,
Serenad mis paternos ojos tristes,
Pues ya sois sol, donde pisáis la luna;
De la primera cuna
A la postrera cama
No distes sola un hora
De disgusto, y agora
Parece que le dais...
. . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . .
Yo para vos, los pajarillos nuevos,
Diversos en el canto y los colores
Encerraba, gozoso de alegraros;
Yo plantaba los fértiles renuevos
De los árboles verdes, yo las flores
En quien mejor pudiera contemplaros,
Pues á los aires claros
Del alba hermosa, apenas
Salistes, Carlos mío,
Bañado de rocío,
Cuando, marchitas las doradas venas
El blanco lirio convertido en hielo,
Cayó en la tierra, aunque traspuesto al cielo.
¡Oh, qué divinos pájaros agora,
Carlos, gozáis, que con juntadas alas
Discurren por los campos celestiales
En el jardín eterno!...[164]

Un segundo hijo, llamado Lope como su padre, llegó á alcanzar edad más adelantada, y entró más tarde en la carrera de las armas[165]. Es difícil de explicar, que, no obstante las alusiones á su existencia, que se hallan en las obras de Lope, y especialmente en la dedicatoria de El verdadero amante, ni Montalván habla de él una palabra, ni Lord Holland llena tampoco esta laguna, y eso que cita largos párrafos de la misma dedicatoria.

En la de Remedio en la desdicha, y en las epístolas á Herrera y á Amarilis, nombra el poeta á una hija llamada Marcela, que á los quince años de edad tomó el velo en la Orden de Carmelitas Descalzas. Como Montalván, al tratar de este punto, la califique de parienta muy próxima de Lope, es de presumir que la hubo fuera de matrimonio. Parece que su padre la amaba tiernamente, deduciéndose de las frases en que alude á ella, que era de prendas poco comunes: «Favoreced mi ingenio con leerla, supliendo con el vuestro los defectos de aquella edad (dice en la dedicatoria de esa comedia), que en la tierna vuestra me parece tan fértil, si no me engaña amor, que pienso que le pidió la naturaleza al cielo para honrar alguna fea, y os le dió por yerro; á lo menos á mis ojos les parece así; que en los que no os han visto pasará por requiebro. Dios os guarde y os haga dichosa, aunque tenéis partes para no serlo, y más si heredáis mi fortuna, hasta que tengáis consuelo, como vos lo sois mío.—Vuestro padre.»

La epístola á Herrera, en que describe la lucha que sostuvo su corazón entre el dolor y la alegría al profesar aquélla en el convento, es una de sus composiciones más bellas.

A la pena producida por la muerte de su hijo mayor, sucedió pronto la de su esposa, que falleció después de dar á luz otra hija llamada Feliciana. Ambas desgracias afligieron profundamente el espíritu de Lope. Ya antes de la última se inclinaba visiblemente á buscar los consuelos de la religión, y luego se consagró á ella por completo. Dice así en la epístola de Belardo á Amarilis:

«Feliciana, el dolor me muestra impreso
De su difunta madre en lengua y ojos;
De un parto murió; ¡triste suceso!
Porque tan gran virtud á sus despojos
Mis lágrimas obliga y mi memoria,
Que no curan los tiempos mis enojos.
De sus costumbres santas hice historia
Para mirarme en ellas cada día,
Envidia de su muerte y de su gloria.
Dejé las galas que seglar vestía;
Ordenéme, Amarilis, que importaba
El ordenarme á la desorden mía.»

Recibió las sagradas órdenes en Toledo; entró en la congregación de siervos del Santísimo Sacramento en el Oratorio del Caballero de Gracia, en donde cantó misa el primer domingo de Agosto de 1609; fué admitido el 24 de Enero de 1610 en la congregación del Oratorio de la calle del Olivar, y el 26 de septiembre de 1611 en la Orden tercera de San Francisco[166].

Antes de continuar trazando la historia externa de la vida de Lope, echemos una ojeada retrospectiva para apreciar especialmente su actividad literaria.

Ya se ha dicho que Lope escribió comedias en su niñez. La extraordinaria facilidad, con que las componía, no le dejó permanecer ocioso en sus años juveniles, y la multitud de sus obras dramáticas casi nos obliga á creer que, en el primer período de su vida, compuso también algunas. Su poderoso influjo en el teatro español parece haber comenzado hacia el año 1588. Con arreglo á las investigaciones de Navarrete, es indudable que Cervantes alude á esta época cuando en 1615, en el prólogo á sus comedias, después de hablar de sus obras para los teatros de Madrid, dice lo siguiente: «Tuve otras cosas en que ocuparme: dexé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica: avasalló y puso debajo de su jurisdicción á todos los farsantes: llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas; y tantas, que pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas (que es una de las mayores cosas que puede decirse) las ha visto representar ú oido decir (por lo menos) que se han representado; y si algunos (que hay muchos) han querido entrar á la parte y gloria de sus trabajos, todos juntos no llegan en lo que han escrito, á la mitad de lo que él solo.» No fué sólo la inclinación natural de Lope, sino también la necesidad de distraerse, lo que lo movió á dedicarse principalmente á esta parte de la literatura. Ningún género literario hubo entonces más lucrativo que el dramático; y aunque no fuesen muy considerables las sumas que los directores pagaban por cada una de las comedias, debieron, sin embargo, de proporcionarle importantes ganancias, atendida su increible fecundidad. Así dice en la epístola á D. Antonio de Mendoza:

«Necesidad y yo partiendo á medias
El estado de versos mercantiles,
Pusimos en estilo las comedias.
Yo las saqué de sus principios viles,
Engendrando en España más poetas
Que hay en los aires átomos sutiles.»

De la rapidéz de su trabajo hay una prueba en sus propias palabras de la égloga á Claudio, puesto que escribió más de cien comedias en el término de veinticuatro horas, que fueron representadas. Montalván dice á este propósito lo que sigue: «Aún la pluma no alcanzaba á su entendimiento por ser más lo que él pensaba que lo que la mano escribía. Hacía una comedia en dos días, que aun trasladarla no es fácil al escribano más suelto; y en Toledo hizo en quince días continuados quince jornadas, que hacen cinco comedias, y las leyó como las iba haciendo en una casa particular donde estaba el maestro José de Valdivielso, que fué testigo de vista de todo; y porque en esto se habla variamente, diré lo que yo supe por experiencia. Hallóse en Madrid Roque de Figueroa, autor de comedias, tan falto dellas, que estaba el Corral de la Cruz cerrado, siendo por Carnestolendas; y fué tanta su diligencia, que Lope y yo nos juntamos para escribirle á toda prisa una, que fué La Tercera Orden de San Francisco, en que Arias representó la figura del Santo con la mayor verdad que jamás se ha visto. Cupo á Lope la primera jornada y á mí la segunda, que escribimos en dos días, y repartióse la tercera á ocho hojas cada uno, y por hacer mal tiempo me quedé aquella noche en su casa. Viendo, pues, que yo no podía igualarle en el acierto, quise intentarlo con la diligencia, y para conseguirlo, me levanté á las dos de la mañana y á las once acabé mi parte; salí á buscarle, y halléle en el jardín muy divertido con su naranjo que se helaba; y, preguntando cómo le había ido de versos, me respondió: A las cinco empecé á escribir; pero ya habrá una hora que acabé la jornada, almorcé un torrezno, escribí una carta de cincuenta tercetos y regué todo este jardín, que no me ha cansado poco. Y sacando los papeles, me leyó las ocho hojas y los tercetos; cosa que me admirara si no conociera su abundantísimo natural y el imperio que tenía en los consonantes.»

Su extraordinaria facilidad para el teatro no impidió á Lope cultivar otros géneros literarios[167].

«No hubo suceso (dice Montalván), que no publicase sus elogios; casamiento grande á quien no hiciese epitalamio; parto feliz á quien no escribiese natalicio; muerte de príncipe á quien no consagrase elegía; victoria nueva á quien no dedicase epigrama; santo á quien no celebrase con villancicos; fiesta pública que no luciese con encomios, y certámen literario á que no asistiese como secretario, para repetirle y como presidente para juzgarle.»

A fines del siglo xvi no se había impreso obra alguna del poeta español más fecundo, puesto que por su poca importancia no debemos hacer mención de algunas comedias, que se dieron á la estampa contra su voluntad, con arreglo á los manuscritos de los directores de teatro. La primera poesía suya, que se imprimió para el público, fué en loor de San Isidro, en diez cantos y en quintillas, apareciendo en el año 1599. Siguieron á ésta otras dos en 1602, escritas largo tiempo ántes, y tituladas La Arcadia y La hermosura de Angélica. El espacio transcurrido entre la composición y la impresión de sus obras, parece confirmar lo que dice D. José Pellicer de Tovar en su elogio: que era rápido como el relámpago para componer, y pesado, como el Dios Término, para corregir lo escrito. Con pocas excepciones publicó casi siempre sus obras, después de guardarlas largo tiempo en su poder. Hasta los 40 años, desde los nueve en que escribió El verdadero amante, observó este precepto de Horacio. Si bien compuso comedias que en 24 horas pasaron de las musas al teatro, tenía en cuenta la crítica poco ilustrada de los espectadores; sin embargo, dice muchas veces que no las conceptuaba dignas de darse á la prensa antes de someterlas á una revisión más cuidadosa.

Con la Angélica apareció también la poesía épica titulada Dragontea, nombre derivado del célebre Francisco Drake, calificado por el ódio nacional español de dragón é instrumento del demonio, y objeto de sátiras y mofa.

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CAPÍTULO IX.

Continuación y fin de la vida de Lope de Vega.

EN el año 1604 se imprimió un primer volúmen de las comedias de Lope por especulación de comerciantes en libros, con arreglo á los manuscritos existentes, siendo recibido del público con grande aceptación, como lo prueban las repetidas ediciones hechas de ellas en Valladolid, Zaragoza, Valencia, Madrid y Antuerpia; pronto le siguió una segunda parte, y á ésta una tercera, que lleva asimismo el título de Comedias de Lope de Vega, y contiene nueve piezas dramáticas, de las cuales sólo tres pertenecen á nuestro poeta, aunque D. Nicolás Antonio y La Huerta atribuyan sin escrúpulo á Lope las nueve restantes. En los cinco volúmenes que después aparecieron, se incluyen también muchas de otros autores. Lope protestó, á la verdad, contra el abuso que se hacía de su nombre; pero lo cierto es, que cuando comenzó á publicar sus obras dramáticas posteriormente, se ajustaron los nuevos tomos, en su serie y continuación, á los apócrifos anteriores.

En su lugar oportuno hablamos de las causas de la negligencia, mostrada por Lope, y por la mayor parte de sus coetáneos en la impresión de las obras dramáticas. A los perjuicios indicados entonces, que impedían á los poetas sufragar los gastos de impresión, hay que añadir otro, que gravaba á otras partes de la literatura. Los editores no podían obtener ganancias importantes, porque su derecho de propiedad carecía de la protección necesaria, teniendo cada reino de la monarquía española leyes y privilegios especiales, de suerte que, un libro publicado en Castilla, se reimprimía impunemente en Aragón, Navarra, Portugal, Nápoles y los Países-Bajos. Resultaba de esto, que había que deducir del precio de los libros el coste de la licencia, y que su valor no se calculaba con arreglo á su mérito, sino exclusivamente teniendo en cuenta el coste de la impresión y del papel invertido en ella.

Cuando en 1600 se abrieron de nuevo los teatros, cerrados por dos años, acudió el pueblo en tropel á sus funciones, movido por la curiosidad, y sobre todo á la representación de las comedias de Lope, deseadas de tal manera, que, por largo tiempo, casi no se leyó en los carteles otro nombre que el suyo. El poeta, á la verdad, satisfacía los gustos del público con fecundidad inagotable. El prólogo de El Peregrino en su Patria (fechado en Sevilla, en el último día del año 1603), demuestra cuánto se había extendido su fama en esta época, pudiéndose decir, que, á pesar de la envidia de sus émulos de España, sus composiciones eran leídas con placer en Italia, Francia y América. Quéjase también de los libreros, que interpolaban, entre las suyas, obras de distintos autores. El mismo prólogo nos suministra una prueba importante de su actividad literaria, esto es, un catálogo de sus comedias auténticas, que, sin embargo, no juzga completo, no recordando ya los títulos de muchas. Esta obra contiene, además, en su parte de prosa, una novela ordinaria, que sirve como de marco á innumerables poesías y autos.

Con la entrada de Lope en el estado eclesiástico, comienza la época más brillante de su vida, si no la más feliz, puesto que en sus últimos años habla con amarga pena de su dicha doméstica de otros tiempos. Su renombre se elevaba gradualmente á la mayor altura; los príncipes y grandes de España se disputaban su amistad; poetas y poetastros intrigaban para conciliarse su protección, y la España entera lo divinizaba. A pesar de todo evitaba cuanto llevaba el sello de la ostentación mundana, distribuyendo las ocupaciones de su existencia entre el cumplimiento de sus deberes de eclesiástico y sus composiciones poéticas. Tenía una capilla en su casa, en la cual celebraba diariamente la misa; asistía también á todos los actos públicos, en que debía intervenir como sacerdote, y no faltaba á ningún funeral ni á ninguna procesión. Caritativo y generoso, era su domicilio el refugio de los necesitados, y jamás llegó un mendigo á él sin obtener una limosna. Pidiósela un día un clérigo, pobremente vestido, y Lope se despojó de sus ropas y se las dió, así como su sombrero, viéndose obligado á ir con la cabeza descubierta, no teniendo otro á mano para reemplazarlo.

Su piedad era tan ferviente como sincera. Pruébanla con elocuencia sus poesías religiosas, compuestas en diversas épocas de su vida, aunque publicadas más tarde; los más bellos frutos de su inspiración lírica, de lo más profundo y sentido que ha escrito, á lo menos en parte, son debidos á su musa religiosa y cristiana. Excusamos advertir que la religión de un español de aquella época no carecía del exclusivismo, que caracterizaba á su país y á su siglo. Antes de ser eclesiástico había buscado Lope de preferencia el asunto de sus composiciones en el seno de la religión. Los Pastores de Belén, impresos por vez primera en 1612, fueron escritos durante su segundo matrimonio. En la narración en prosa hay entremezclados algunos versos, que se distinguen por su sencilla piedad y por su belleza. El libro está dedicado al tierno Carlos, su hijo, en esta forma:

«Estas prosas y versos al Niño Dios, se dirigen bien á vuestros tiernos años: porque si él os concede los que yo os deseo, será bien, que quando halleys Arcadias de pastores humanos, sepays que estos divinos escribieron mis dessengaños, y aquellos mis ignorancias. Leed estas niñezes, començad en este Christus, que él os enseñara mejor como aveys de passar las vuestras. El os guarde.»

De las líneas anteriores pudiera deducirse que Lope había renunciado por completo á la poesía mundana. No fué así, sin embargo. Aunque en sus devociones considerase á la religión como á la sola fuente, digna de inspirarlo, en otros momentos en que lo ocuparon objetos menos elevados, no se opuso á escribir de otras materias muy diversas. De esta manera, y aun siendo ya sacerdote, prosiguió trabajando con inagotable fecundidad en la composición y publicación de poesías líricas, épicas y dramáticas de toda especie. Las innumerables composiciones líricas, insertas en diversas colecciones, contienen, como todas sus obras, muchos rasgos notables al lado de muchos medianos. En el año 1609 había concluído su Jerusalén conquistada, deseoso de rivalizar con el Tasso, como antes quiso rivalizar en su Angélica con Ariosto. El objeto, que se propone en su poema, es diverso del del Tasso, puesto que intenta realzar el nombre español; no hubo cruzada alguna en el reinado de Alfonso VIII de Castilla, y el título se refiere á la reconquista de Jerusalén por Saladino. Lope atribuía un mérito especial á este poema, y dice que lo escribió con esmero y que lo corrigió severamente. Lo último no se echa de ver en él, puesto que su defecto capital es su extensión inconsiderada y la acumulación de episodios, que ahogan el curso de la acción principal. Pero si prescindimos de esta falta esencial, no podremos menos de admirar muchas bellezas parciales, como, por ejemplo, la descripción que se lee en el canto quinto del templo de la Ambición, caprichosa, aunque en general digna de su ingenio; la pintura de la peste y de la muerte de la Sibila, en el mismo canto; la historia amorosa de Cloridante y de Brazaida, y la batalla de los caballeros, en el canto décimo, por la espada de D. Juan de Aguilar; el episodio de la judía Raquel, en el décimo noveno, etc. Tales fueron, sin duda, las razones que movieron al italiano Marino (autor del Adonis) para preferir la Jerusalén, de Lope, á la del Tasso.

Una de las muchas academias literarias, que existieron por este tiempo en España, expresó en el año 1609 el deseo de que el más celebrado de los poetas dramáticos le expusiera sus ideas acerca de las reglas dignas de observarse en el arte dramático. Con este motivo escribió Lope un Nuevo arte de hacer comedias, obrilla interesante para fijar su carácter como dramático, merecedora de que no la pasemos por alto, y de la cual trataremos después[168].

Por este tiempo se vió Lope empeñado en diversas disputas literarias, ocasionadas en lo general por la mezquina envidia de otros escritores menos renombrados, en odio á su fama siempre creciente. Góngora, hombre ingenioso y de singular talento, cuyas composiciones juveniles, romances y odas en estilo nacional español, son en parte modelos perfectos en su género, llevado de su rivalidad por el escaso favor que el público le dispensaba, se desató en ataques satíricos contra su contemporáneo más amado, y no perdonó á Lope. Aconsejóle en un soneto que borrase todas sus obras, excepto el San Isidro, y esto sólo á causa de su objeto, y que no añadiese á la desdicha de Jerusalén, de estar bajo el yugo de los infieles, la de ser cantada por él. Búrlase en otro de un soneto de Lope, algo extraño, en verdad, que fué arreglado por varios poetas en cuatro idiomas distintos, rogándole que lo borre, y que no lo escriba en cuatro lenguas, para que no sean cuatro naciones testigos de sus yerros. Lleno de malignidad hay otro, en el cual atacaba personalmente al poeta y á su familia, burlándose de su escudo de armas, grabado debajo de su retrato en la portada de El Peregrino, etc. A tan apasionadas diatribas Lope oponía sólo tranquilidad y moderación. «Yo amo á los que me aman, dice en una de sus epístolas, pero no odio á los que me odian.» No obstante, cuando su émulo se dedicó á escribir en el estilo pedantesco é hinchado, que se denominó culteranismo ó gongorismo, y que en el nombre lleva su crítica, creyó Lope deber suyo oponerse á la corrupción que amenazaba á la literatura española. No desaprovechó, pues, ocasión alguna favorable de esgrimir su sátira contra los cultos, parodiando en sus comedias sus ininteligibles galimatías por medio de necios petimetres. Hasta en sus composiciones más ligeras se encuentran muchos versos burlescos contra la nueva secta, como, por ejemplo, el soneto, en estilo culto, que concluye así:

«¿Entiendes, Fabio, lo que voy diciendo?
Pues si lo entiendes tú, yo no lo entiendo.»

En otro soneto ruega al demonio del culteranismo que abandone á uno de sus poseídos, y que lo deje hablar en su nativo idioma castellano. Más seria y formalmente reprobó al fin el nuevo estilo en su Discurso de la nueva poesía (1621), en el cual se lee la siguiente crítica contra Góngora y su escuela, tan severa como oportuna: «Quiere (dice) enriquecer el arte y aun la lengua con tales exornaciones y figuras, cuales nunca fueron antes imaginadas, ni hasta su tiempo vistas... Bien consiguió lo que intentó á mi juicio, si aquello era lo que intentaba; la dificultad está en el recibirlo, de que han nacido tantos, que dudo que cesen si la causa no cesa... A muchos ha llevado la novedad á este género de poesía, y no se han engañado, pues en el estilo antiguo en su vida llegaron á ser poetas, y en el moderno lo son el mismo día; porque con aquellas transposiciones, cuatro preceptos y seis voces latinas ó frases enfáticas, se hallan levantados á donde ellos mismos no se conocen, ni aun sé si se entienden... y siendo tan doctos los que lo han imitado, se han perdido... Pues hacer toda la composición figuras es tan vicioso é indigno, como si una mujer que se afeita, habiéndose de poner la color en las mejillas, lugar tan propio, se la pusiese en la nariz, en la frente y en las orejas; pues esto es una composición llena de estos tropos y figuras, un rostro colorado á manera de los ángeles de la trompeta del juicio ó de los vientos de los mapas... Las voces sonoras nadie las ha negado, ni las bellezas, como arriba digo, que esmaltan la oración, propio efecto della; pues si el esmalte cubriese todo el oro, no sería gracia de la joya, antes fealdad notable.»

No obstante la severidad de este juicio, hizo Lope en el mismo discurso completa justicia al talento indisputable de Góngora, y más tarde (en 1623) le dedicó la comedia Amor secreto hasta celos (tomo XIX), expresando francamente el favorable juicio, que había formado de su capacidad y de su carácter.

En una época posterior se ha hablado de una disputa entre Cervantes y Lope, inculpándose ya al uno, ya al otro. Basta, sin embargo, echar una ojeada sobre las obras de los dos escritores más célebres de su siglo, para convencerse de la falta de fundamento de tales sospechas, que argüirían celos ó envidia de cualquiera de ellos respecto del otro. La aparente querella entre ambos, de que hablamos, no fué promovida directamente por ninguno de los dos, sino por espíritus mezquinos de aquel tiempo, que, so pretexto de salir á la defensa de autores tan famosos, daban rienda suelta á bastardas pasiones, tan comunes á los hombres vulgares, y que ya antes se mostraron. Cervantes había herido algunas vanidades en su revista de la biblioteca de Don Quijote, y principalmente en la crítica del canónigo acerca de la literatura dramática, no acumulando sobre la cabeza de Lope los epítetos más lisonjeros. Uno de los más ciegos partidarios del último creyó, pues, que los sonetos satíricos citados eran de la misma pluma, y replicó con un libelo tan sandio como mal intencionado contra el autor de Don Quijote. Aunque aquellos sonetos son atribuídos á Góngora en dos antiguos manuscritos de la biblioteca de Madrid, y el estilo sea también indudablemente suyo, La Huerta ha reimpreso uno como si fuese de Cervantes, culpándole, por consiguiente, de injusticia contra su eminente coetáneo.

El fingido Avellaneda, malévolo enemigo de Cervantes y autor de la segunda parte apócrifa del Quijote, se propuso también romper una lanza en favor de Lope. Todas estas intrigas, sin embargo, no fueron bastantes para turbar la buena inteligencia que reinaba entre estos dos ingenios eminentes. Si Cervantes no estaba siempre contento con Lope, y expresaba claramente su pesar, de que el fecundísimo favorito del público sacrificase no pocas veces su fama duradera á la popularidad del momento, decía, en términos aún más inofensivos, lo confesado por el mismo Lope; su imparcialidad resplandece tanto más en las sinceras y grandes alabanzas que le prodiga en casi todas sus obras, desde El Canto de Caliope, en que celebra á Lope, de apenas veintidós años, hasta el Viaje del Parnaso, en que le llama poeta distinguido, á quien ninguno aventaja ni aun iguala, tanto en prosa como en verso. Lope, por su parte, siempre se manifestó dispuesto á confesar los méritos de su pretendido rival, como se desprende de dos pasajes de La Dorotea, de la dedicatoria de sus novelas y de El Laurel de Apolo.

La noble moderación, con que Cervantes se expresó al censurar en Lope lo que á su juicio era censurable, y que testifica elocuentemente en pro de sus hidalgos sentimientos, descuella tanto más cuando se compara con las acerbas críticas, hechas por otros escritores, del poeta de moda. Merecen nombrarse, entre los más ardientes rivales de Lope, á Cristóbal de Mesa, Micer Andrés Rey de Artieda, Esteban Manuel de Villegas y Cristóbal Suárez de Figueroa; el principal blanco de sus ataques era la irregularidad de sus comedias; pero como se apoyaban en preocupaciones exclusivistas, y en la imperfecta inteligencia de las reglas aristotélicas, sólo pocas veces consiguieron su objeto[169].

Estos gritos aislados de reprobación se perdían, sin embargo, ahogados por los aplausos del público. La admiración, que inspiraba Lope, subía de punto en punto hasta la idolatría[170]. La idea de su superioridad se había arraigado de tal manera en los ánimos, que su nombre servía para distinguir lo más selecto en todas las cosas. Las galas, las joyas y los cuadros, cuando eran excelentes, llevaban siempre su nombre, como para indicar su excelencia en el supremo grado[171]. Los eruditos y los aficionados á la poesía acudían á Madrid de todos los ángulos de la Península para contemplar al hombre maravilloso, y hasta hubo italianos, que vinieron á España sólo para conocer al gran poeta[172]. Cuando salía á la calle se reunían los curiosos para admirarlo, y hasta el Rey, cuando encontraba á este hombre extraordinario, le manifestaba su veneración y su agrado. Prudencia rara, en verdad, habían de tener los demás escritores para admirarlo á la vez que los demás, ó á lo menos, para no oponerse á los sentimientos que promovía. Pedro de Torres Rámila, clérigo y maestro de gramática de Alcalá de Henares, escribió una amarga sátira contra él, que no pudo imprimirse en España por no encontrar editores, y se publicó en París en 1617, bajo el título de Spongia. Si el ataque era violento, no fueron, por cierto, menos violentas y apasionadas las réplicas de los partidarios del atacado[173]. Francisco López de Aguilar, presbítero y caballero de la orden de San Juan, y Alonso Sánchez, catedrático de griego, hebreo y caldeo de la universidad de Alcalá, contestaron al libelo contra Lope con otro titulado Expostulatio Spongiae, en el cual agobian á su ídolo con las más exageradas alabanzas. Lope, según ellos, en vez de haber faltado al arte dramático, encierra en sí cuanto este arte exige, y Rámila, por su heregía literaria, merecía ser azotado en público y hasta ahorcado. También el famoso Mariana, aunque poco inclinado al teatro, compuso un epigrama griego, en el cual se califica al crítico de necio orgulloso, de plagiario y de digno de la horca, y Mariner de Valencia escribió otro latino, en el cual dice muy políticamente que Rámila es un asno en cuerpo y alma, desde los piés á la cabeza.

Más ingeniosamente supo Lope burlarse de sus enemigos. Hizo grabar en la portada de una obra suya un escarabajo, muriendo sobre la flor que deseaba morder, y debajo el dístico siguiente:

«Audax dum vegæ irrumpit scarabæus in hortos
Fragrantes periit victus odore rosæ.»

A esta querella alude acaso la fría alegoría de la disputa del tordo y del ruiseñor, que se leen en la segunda parte de Filomena. Esta poesía, que apareció en 1621, se escribió quizás antes de esa fecha.

La colección de las comedias de Lope se había aumentado ya hasta formar ocho volúmenes. Como se imprimieron sin la intervención del poeta, adolecían de graves mutilaciones. He aquí el motivo, que le indujo en 1617, á publicar una edición auténtica, que comienza con la parte novena de la compilación. En el prólogo dice el poeta, que sólo le han movido á dar sus comedias á la estampa las defectuosas ediciones, que se han hecho de ellas, aunque no se hayan escrito con el propósito de someterlas á la crítica del público, aficionado á la lectura. Compuso prólogos para cada uno de los volúmenes, revisó las comedias y cuidó de esta manera de la publicación de doce tomos (desde el IX al XX), que comprenden 144 obras dramáticas; y que, por esta causa, han de considerarse como las más correctas y auténticas de la colección.

Cuando Felipe IV ascendió al trono español en 1621, disfrutaba Lope de la más ilimitada autoridad entre el público y los actores. Apasionado este soberano del teatro, dispensaba sus favores á todos los poetas dramáticos de alguna importancia, aunque, como era natural, los prodigase más á los más famosos. Pero el joven monarca mostraba especial predilección á la pompa externa del arte, y edificó un teatro en su palacio del Buen Retiro, que por su lujo, la riqueza de sus decoraciones y lo perfecto de sus máquinas, aventajaba á todos. Agradábanle, por tanto, más que ningunas otras, las comedias que se prestaban á hacer alarde de notable aparato escénico, y no faltaron poetas, que las compusiesen acomodadas á su objeto. Accediendo á los deseos del rey, escribió también Lope algunas de esta especie, como La selva sin amor, El vellocino de oro, Adonis y Venus y El laberinto de Creta. La verdad es, sin embargo, que tales comedias no eran las de su predilección. Comprendió perfectamente que el lujo escénico daña más que favorece á la esencia del arte dramático. En el prólogo al volumen décimosexto de sus comedias, se lamenta de que los directores de teatro, los actores y el público atribuyen demasiada importancia á las combinaciones escénicas, y á los encantos, que proporcionan á los ojos de los espectadores.

En el año de 1618 fué nombrado Lope protonotario apostólico del arzobispado de Toledo, al parecer dignidad honorífica, sin obligaciones reales. Hacía ya tiempo que era también familiar de la Inquisición, título codiciado con preferencia á todos, porque, según las ideas de los españoles de la época, demostraba la pureza de su sangre.

La fecundidad de nuestro poeta crecía con los años en vez de debilitarse; pocas veces pasaba un mes, y hasta una semana, que no se representase alguna comedia suya nueva, y pocas transcurría un año, en que no se publicase alguna otra obra suya literaria. En el certamen poético, abierto en los años de 1620 y 1622, para solemnizar la beatificación y canonización de San Isidro, superó á todos cuantos tomaron en él parte, por el número de sus composiciones. Se había prometido un premio para cada especie de poesía, pero ningún poeta podía recibir más de uno. Lope obtuvo dos veces el señalado á la mejor oda; pero su pródiga musa, no contenta con esto, además de multitud de sonetos y romances, alusivos al objeto de la fiesta, escribió dos comedias, que referían la vida del Santo, y que fueron representadas en su honor, mientras duraron estas solemnidades. También publicó una descripción de las fiestas, y una compilación de las poesías premiadas.

No mucho después aparecieron La Circe, poema mitológico en tres cantos, y en 1624 Los Triunfos divinos, tomando por modelo la obra del Petrarca de igual título, aunque proponiéndose exclusivamente ensalzar objetos religiosos. Preceden á esta última composición literaria de Lope dos sonetos buenos de sus hijos, Lope Félix y Feliciana Félix de Vega.

A la misma época pertenecen sus novelas en prosa, excelentes en parte; un poema histórico acerca de la milagrosa imagen de La Virgen de la Almudena; otro mitológico, titulado Proserpina, que, al parecer, se ha perdido; otro denominado Orpheo, impreso con el nombre de Montalván, pero que es de Lope, segun el dictamen de D. Nicolás Antonio, habiéndolo cedido á su amigo para aumentar su fama; la poesía La mañana de San Juan y La Rosa Blanca, y, por último, innumerables composiciones ligeras sobre asuntos religiosos y profanos; sonetos, romances, epístolas, etc., que, como las del primer período de su vida, no mencionaremos ahora expresamente[174].

Harto ya de alabanzas, y temeroso de haber atendido en demasía á conciliarse el favor del público, prefiriendo los caprichos de la moda al mérito real de sus obras, resolvió seguir otro rumbo, publicando bajo el fingido nombre de D. Gabriel Padacopeo sus Soliloquios de un alma con Dios. Esta obra, sin embargo, de índole puramente ascética, fué tan famosa y encontró en los lectores tan favorable acogida como todas las suyas anteriores.

En el año de 1627 publicó La Corona trágica, poema histórico en defensa del honor de la desdichada María Estuardo, por cuya dedicatoria al papa Urbano VIII fué nombrado doctor en teología y caballero de la orden de San Juan. A esta última distinción se refiere la palabra Frey, que desde entonces acompañó siempre á su nombre.

Su Laurel de Apolo, que apareció en 1630, está dividido en nueve cantos ó silvas, y es un panegírico difuso y cansado de todos los poetas célebres de España de su tiempo, los cuales se presentan como aspirantes á ganar la corona de laurel, que Apolo concede á sus sacerdotes. Esta obra extraña, que no tiene nada de poética, no merece que se le atribuya otra importancia, que la inherente á la inclusión en ella de los nombres y noticias de unos 330 poetas españoles.

Las dos últimas composiciones, que publicó Lope, fueron La Dorotea, tantas veces citada (1632), y á la cual califica de hijo el más amado de su musa, y una colección de poesías burlescas, escritas con anterioridad, é impresas bajo el supuesto nombre de Tomé de Burguillos. La célebre epopeya cómica La Gatomachia se encuentra entre las últimas, excelentes casi todas. La opinión de algunos, de que Lope fué solo el editor, y que hubo realmente un poeta llamado Burguillos, á quien se deban, no parece apoyarse en ningún sólido fundamento; Quevedo, en la aprobación del libro que precede á la primera edición, dice casi claramente que nuestro poeta y el pretendido autor son una sola persona[175].

Con la publicación del volumen vigésimo (1625), interrumpió Lope la impresión de sus comedias, sin saberse positivamente la causa. Verdad es que leemos en Montalván, que Lope había renunciado en los últimos años de su vida á la poesía dramática por escrúpulos de conciencia; pero lo cierto es que continuó escribiendo para el teatro hasta el año de 1631, puesto que en el verano de este año compuso á ruego del Duque de Olivares una comedia, que se representó ante Felipe IV, la noche de San Juan[176], y que en la égloga á Claudio, de la misma fecha, aumenta el número de las escritas por él en proporción considerable sobre el indicado en el discurso preliminar de dicho volumen, induciéndonos, por tanto, á pensar, que su actividad literaria, en vez de debilitarse, se había aumentado durante este período.

Montalván, que por este tiempo hubo de tratarlo diariamente, nos dice que su vida era muy retraída. Cumplía con la mayor severidad todos los deberes que le incumbían como clérigo y miembro de diversas congregaciones; celebraba misa diaria, ya en su propia capilla, ya en la iglesia parroquial, ya, en fin, en el convento de las Descalzas, por amor á su hija Marcela; visitaba los hospitales, para consolar en sus últimos instantes á los enfermos, y no faltaba á ningún entierro; hasta se dice que en una ocasión hizo oficio de enterrador[177]. El único recreo, que solazaba sus trabajos, era el cultivo de un pequeño jardín, que poseía cerca de su casa.

Sus cartas son elocuente testimonio de la ternura, con que amaba á sus hijos, y de la nimia solicitud, con que á ellos atendía; es necesario leerlas para amar por sus sentimientos humanitarios á este gran poeta. Marcela, como hemos dicho, estaba quizás separada de él desde 1622 por las paredes de su convento. Por esta época lo había también abandonado el joven Lope Félix, para entrar en la milicia á las órdenes del marqués de Santa Cruz, hijo del otro marqués de igual título, bajo de cuyo mandó sirvió por primera vez nuestro poeta. (Epístola á D. Francisco de Herrera.) Parece que este mancebo, cuyo nombre se lee también entre los de los concurrentes al certamen poético en honor de San Isidro, quiso largo tiempo consagrarse á la poesía; pero que el padre, como consta de las palabras que le dirige en el prólogo de la comedia, titulada El verdadero amante (Comedias de Lope de Vega, tomo XIV), pudo disuadirlo de su propósito: «Si por vuestra desdicha vuestra sangre os inclinare á hacer versos (cosa de que Dios os libre), advertid que no sea vuestro principal estudio, porque os puede distraer de lo importante y no os dará provecho... no busquéis, Lope, ejemplo más que el mío, pues aunque viváis muchos años no llegaréis á hacer á los señores de vuestra patria tantos servicios como yo para pedir más premio, y tengo, como sabéis, pobre casa, igual cama y mesa, y un huertecillo, cuyas flores me divierten cuidadas y me dan concetos... Yo he escrito novecientas comedias, doce libros de diversos sujetos, prosa y verso, y tantos papeles sueltos de varios sujetos, que no llegará jamás lo impreso á lo que está por imprimir; y he adquirido enemigos, censores, asechanzas, envidias, notas, reprehensiones y cuidados; perdido el tiempo preciosísimo, y llegada la non intellecta senectus, que dijo Antonio, sin dejarse más que estos inútiles consejos. Esta comedia, llamada El verdadero amante, quise dedicaros por haberla escrito de los años que vos tenéis; que aunque entonces se celebraba, conoceréis por ella mis rudos principios, con pacto y condición de que no la toméis por ejemplar, para que no os veáis escuchado de muchos y estimado de pocos.» Cuando el hijo se dedicó después á la carrera militar, renunciando á la poesía, casi se mostró el padre arrepentido de la estricta obediencia, mostrada por él á sus consejos.

Las líneas citadas han impulsado á Lord Holland (modelo al cual se han ajustado casi todas las biografías de Lope), á suponer que nuestro poeta manifiesta falta de gratitud y de satisfacción propia, cuando divinizado por el pueblo, visitado por los grandes, lleno de honores y pensiones, cree, sin embargo, que su dicha no iguala á sus merecimientos. Fúndase el autor inglés, para opinar así, en la cuantía de las sumas, que, según dice Montalván, ganó Lope con sus obras. Pero, ¿qué resulta de estos datos, que exagera Montalván[178], como acostumbra siempre que trata de números, según probaremos en breve? ¿Son, acaso, exactos, ó hay otras razones, en que apoyarse? 80.000 ducados por las comedias, 6.000 por los autos, 1.100 por sus demás escritos, 10.000 en regalos de diversos grandes, ó, lo que es lo mismo, 97.000 ducados, que equivalen á unos 250.000 francos, distribuídos en setenta y tres años que vivió, ó, por lo menos en cincuenta, que comprenden su vida de escritor, además de 740 de producto de sus beneficios, apenas son bastantes para haber atendido á la satisfacción de sus necesidades, á la subsistencia y educación de sus hijos, y á sus inclinaciones caritativas. Su generosidad para con los pobres era tan grande, que su casa era considerada como lugar de refugio de todos los indigentes. Y aun en el supuesto de que fuese pródigo en demasía en dar limosnas, ¿arrojará esta propensión mancha alguna en su carácter? Consta que reducía sus propios gastos, y los de su familia, para dar su dinero á los demás; cuando su hija Feliciana se casó con D. Luis Usátegui (1630), no pudo dotarla, viéndose obligado á recurrir á la generosidad del Rey.—Por lo que hace á las quejas sobre la poca estimación que merecía su talento, y sobre las críticas mezquinas que se hicieron de sus obras, cúmplenos manifestar, que, á nuestro juicio, aluden á las disputas literarias, de que tratamos en las líneas anteriores, fundándose en los indignos ataques de Rámila, de Góngora, etc. Sin duda Lope de Vega conocía y sentía su mérito, y al pensar en sus obras, llenábase su pecho de natural orgullo; pero esto no justifica el aserto de que adoleciera de vanidad literaria. Él mismo analizó sus composiciones más severamente que ningún otro crítico, contrario suyo; huyó de las pompas mundanas y de las distinciones honoríficas, y contestó de esta manera á un obispo, que lo invitó á visitarlo: «Yo viera más veces á vuestra ilustrísima, si me hiciera menos honores cuando le veo;» por último, en la época en que llegó á su apogeo su fama literaria (los últimos quince años de su vida), cuando las diversas opiniones formaron un coro unánime de admiración y de alabanza en su favor; cuando el pueblo, cuyo ídolo era, se juntaba para contemplarlo á su paso; cuando sabios é individuos de todas las clases y estados venían á Madrid de todos los puntos de España para verlo, y hasta el mismo Rey se levantaba para saludar al Fénix de España, al prodigio de la naturaleza, escribió bajo su retrato aquellas palabras de Séneca, que dicen: Laudes et injuria vulgi in promiscuo habenda sunt.

A principios del año 1635 afligieron á Lope dos penas terribles, cuando una sola de ellas, como dice Montalván, bastara para agobiar el ánimo más esforzado. No se dice cuáles fueron, pero es de presumir que fuese una la muerte del joven Lope Félix, puesto que está fuera de duda que no sobrevivió al padre. De todas maneras, es lo cierto que desde entonces la vida del poeta pareció declinar hacia su ocaso. El 6 de agosto, después de comer con Montalván y con uno de sus íntimos amigos, expresó Lope su deseo de morir pronto. En breve, á la verdad, había de realizarse. El viernes, 18 de este mismo mes, se levantó temprano como acostumbraba, celebró la misa y regó su jardín. Aunque se sentía débil, no quiso, sin embargo, en cuanto su indisposición se lo permitía, renunciar al ayuno; hasta se disciplinó con su rigor ordinario. Al obscurecer de este día salió para asistir á unas conferencias en el colegio de los escoceses; allí se aumentó su malestar; fué llevado á su casa, y se vió obligado á descansar en su lecho. Su enfermedad fué declarada grave en seguida. La tarde anterior había escrito un soneto acerca de la muerte de un noble portugués, y una larga poesía titulada El siglo de oro. Dejó, pues, de escribir cuando se extinguió también su vida. En los días 19 y 20 aumentaron los síntomas de peligro, y se le sangró, sin experimentar alivio. El domingo por la tarde pidió que se le administrasen los últimos sacramentos, y quiso ver á su hija Feliciana para bendecirla; después convocó á sus amigos para despedirse de ellos, exhortándolos á la práctica «de la piedad, de la devoción y del amor divino.» La verdadera fama era ser bueno, y que «él trocara cuantos aplausos había tenido por haber hecho un acto de virtud más en esta vida.» Volvióse hacia una imagen de la Virgen de Atocha, y recitó una fervorosa oración hasta que cayó sin fuerzas, aun cuando luego pasó una noche inquieta, al cuidado de su médico de cabecera. A la mañana siguiente, aunque conservaba su pleno conocimiento, apenas se le oía la voz. Halláronlo sus amigos oprimiendo con sus labios un crucifijo, y escuchando devotamente el oficio de difuntos, recitado por un clérigo; presintiendo que se acercaba su última hora, se arrodillaron todos gimiendo y llorando alrededor de su lecho, hasta que un Jesús María, apenas perceptible, les anunció que había terminado su última lucha. Así murió Lope de Vega el 11 de agosto de 1635, á la edad de setenta y tres años.

El amor y la admiración extraordinaria, que inspiraba este hombre eminente en todas las clases de la sociedad, se demostró por el sentimiento general que produjo en Madrid la noticia de su muerte, y después en todo el reino. Celebráronse funerales por espacio de nueve días. El aparato de su entierro, costeado por el duque de Sessa, nieto de Gonzalo de Córdoba, su protector, amigo y albacea, apenas puede compararse con ningún otro de los narrados en los anales de los poetas. Todos los grandes, ministros y prelados, todos los poetas, sabios y artistas que se encontraban en Madrid, lo acompañaron á su última morada; todas las congregaciones religiosas concurrieron sin excitación agena; las ventanas, los balcones y hasta los techos de las casas, ante las cuales había de pasar el fúnebre cortejo, estaban atestadas de curiosos y las calles llenas de gente. El acompañamiento que custodiaba su cuerpo, y que á duras penas se abría paso entre la multitud, que llenaba las calles, era tan numeroso, que los primeros llegaban ya á la iglesia de San Sebastián antes que el cadáver hubiese dejado la calle de Francos, en donde vivía. Á ruegos de Marcela, que quiso ofrecer este último homenaje de respeto filial á su amado padre, se dió un rodeo para que pasase junto al convento de las Descalzas; aquí descansó un momento; después prosiguió hacia la iglesia de San Sebastián, en donde se celebró un funeral suntuoso, enterrándose después el cadáver. Cuéntase, que, en el momento de bajarlo del catafalco para depositarlo en la bóveda, se oyó en torno un profundo suspiro, como si España entera se despidiese para siempre de su gran poeta.

Las ceremonias religiosas no concluyeron con ésta. La cofradía de los sacerdotes naturales de Madrid, á la cual pertenecía Lope, así como los cómicos de la capital, celebraron también sus funerales, pronunciándose en ellos oraciones fúnebres. Los sacerdotes lo alabaron como á santo, diciendo que era tan superior por su ingenio á todos los clásicos de la antigüedad, cuanto por su religión á los paganos. Representóse en el teatro una pieza, compuesta expresamente para esta ocasión, bajo del título de Honras que se hicieron á Lope en el Parnaso. Ciento seis poetas y poetastros españoles rivalizaron á porfía en ornar su tumba con odas, décimas, glosas, sonetos, epitafios y elegías, y suministraron á Montalván los materiales para elevarle el honroso monumento, que consagró á su difunto amigo y maestro, con el título de Fama póstuma á la vida y muerte del doctor Fr. Lope Félix de Vega Carpio, y elogios panegíricos á la inmortalidad de su nombre, en Madrid, en 1636. Hasta las musas italianas lloraron la muerte de Lope; en el año 1636 apareció en Venecia, con el epígrafe de Essequie poetiche, un volumen elegiaco de los más famosos poetas italianos.

Lope de Vega era un hombre bello, alto y de flaco rostro, moreno, pero agraciado, y denotando su ingenio; tenía la nariz grande y bien delineada, ojos vivos y afectuosos, y negra y espesa barba. Hasta los últimos años de su vida disfrutó de salud perfecta, porque su organización fué sana, y su vida ordenada y metódica. Distinguíase su trato por la afabilidad de su porte, y su conversación por su arrebatadora elocuencia[179]. Existen varios retratos suyos hechos en vida, y uno de ellos (el que se encuentra en la edición de El peregrino en su patria, 1604), que lo representa en su edad más lozana y en traje seglar; en los demás aparece ya anciano y en traje eclesiástico[180].

Algunas de sus obras póstumas, preparadas ya por él para darse á la prensa, fueron publicadas por su hija Feliciana y por su yerno don Luis Usátegui, bajo del título de La vega del Parnaso. Los mismos publicaron también en el año 1635 el tomo XXII de sus comedias. Los tomos XXIII, XXIV y XXV, que son los últimos de la colección, se publicaron algunos años más tarde.

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CAPÍTULO X.

Número de obras dramáticas de Lope.—Su Arte nuevo de hacer comedias.

LA fecundidad de Lope de Vega es ya tan notoria, que hasta aquéllos que no han leído una sola línea suya, saben, sin embargo, que fué el polígrafo más extraordinario de todos los escritores originales, antiguos y modernos. Siempre que hablan de él sus coetáneos expresan la admiración que les causaba el número maravilloso de sus obras[181]. Los datos que existen sobre su número son, no obstante, tan varios, y en parte tan contradictorios, que para fijarlos con exactitud es necesario depurar los testimonios referentes á este punto. Nos limitaremos ahora á sus obras dramáticas, que constituyen el objeto particular de nuestro estudio; las restantes de Lope, cuya indicación y análisis no es de este lugar, han sido ya mencionadas antes, á lo menos las principales; su número no es, en verdad, tan incierto, puesto que existen casi todas, y pueden consultarse en la edición de Sánchez, de veinte volúmenes en 4.º, fácil de adquirir.

A fines del año 1603 insertó nuestro poeta en el prólogo de su Peregrino un catálogo de las comedias, escritas por él hasta esta época, que califica, sin embargo, de incompleto, aunque no se acuerde de las que faltan, y que, como dice expresamente, no comprende los Autos. Este catálogo nos ofrece doscientos diez y nueve títulos[182], aunque en el texto del prólogo se hable de doscientas treinta comedias. Suponiendo que Lope comenzó su carrera dramática en 1590, corresponden diez y siete comedias á cada año, sin exceptuar aquellos, durante los cuales estuvieron cerrados los teatros, y en que, probablemente, nada produjo su musa dramática.

En el año 1609, dice en El Arte nuevo de hacer comedias que lleva escritas cuatrocientas ochenta y tres, y por el mismo tiempo asegura Francisco Pacheco, en el elogio que precede á la Jerusalén conquistada, que el número de sus comedias asciende á la suma redonda de quinientas. Tendríamos, pues, de esta manera, aprovechando las indicaciones del mismo Lope, y distribuyendo el número de comedias entre los años transcurridos desde 1603, que corresponden más de cuarenta á cada uno.

En el prefacio al tomo XI del Teatro de Lope (1618) se habla de ochocientas comedias, que compondrían trescientas diez y siete en nueve años, ó treinta y cinco en cada uno.

En 1620, en el prólogo al tomo XIV, y en la dedicatoria de El Verdadero amante, se fija el número en nuevecientas, de suerte que corresponden cincuenta á cada año.

En 1624 (fecha de la licencia que le precede, aunque la portada lleve la de 1625), en el prólogo al último volumen, que imprimió Lope en vida, se alaba de haber escrito mil setenta, en cuya hipótesis corresponden más de cincuenta á cada año. Finalmente, en la égloga á Claudio (hacia 1632), y en las últimas frases de La Moza de cántaro, se dice autor de mil quinientas comedias, y, según este dato, han de considerarse los ocho años comprendidos entre 1624 y 1632, como el período literario más fecundo de su existencia, puesto que corresponden á cada año unas cincuenta y cuatro comedias. El número mil quinientos es el más elevado, que él mismo fija; en una de las oraciones fúnebres, pronunciadas en su elogio, se hace subir á mil seiscientas; Usátegui, en el catálogo que precede al tomo XXII, enumera mil setecientas; Montalván, en La Fama póstuma, mil ochocientas, número repetido después por cuantos lo han copiado, aunque la crítica, fundada en datos probables, sólo puede admitir que la suma total, á que ascienden, no excede mucho al número de mil quinientas, puesto que sabemos, que muchos años antes de su muerte (Montalván dice expresamente muchos años) dejó de escribirlas, y que el duque de Sessa, para indemnizarle de los perjuicios, que sufría por el cumplimiento de este propósito, le señaló una pensión de sus rentas, y advirtiéndose que sólo vivió tres años después de 1632.

Conviene no olvidar que las declaraciones citadas de Lope, sacadas de sus obras, sobre el número de sus comedias, se refieren sólo á este género literario, y que no entran en esta cuenta los autos, loas y entremeses. El error de Montalván proviene, pues, principalmente, de no haber distinguido unas de otras las diversas composiciones dramáticas, ó simplemente de su prurito de exagerar, manifestando acaso que atribuye más mérito al número que á la calidad de las obras escritas por su maestro.

En cuanto á los autos, nada dicen sus noticias: Montalván los hace subir á cuatrocientos. De las loas y entremeses nada podemos decir, careciendo de datos.

Sólo se ha impreso una pequeña parte de las obras de Lope. Él mismo asegura, en la égloga á Claudio, que la parte impresa de sus obras, por excesiva que sea, es insignificante, comparada con la inédita:

«No es mínima parte, aunque exceso,
De lo que está por imprimir lo impreso.»

Parece, pues, que se han perdido para siempre el mayor número de sus obras dramáticas. La cuestión de cuántas existan hoy, sólo puede resolverse exactamente después de hacer las más escrupulosas investigaciones en las bibliotecas y archivos de España; y ni aun así se lograría este objeto, puesto que algunos antiguos manuscritos ó ediciones antiguas de comedias, hoy únicas, se hallan en poder de extranjeros[183], pudiendo asegurarse que las averiguaciones más prolijas no conseguirían acaso reunir ni la mitad de las obras[184], que componían su primitivo repertorio. Los veinticinco volúmenes en 4.º, de la edición antigua de las comedias de Lope, contienen trescientas[185]; hay que descontar de este número las de otros autores, que se han interpolado en la parte 3.ª y en la 5.ª, por cuya razón hay ciertos volúmenes (como por ejemplo el XXII y XXIV) en ediciones muy varias, que no se encuentran en otras, y contienen distintas piezas, ascendiendo su número á unas trescientas veinte. Añádanse á éstas muchas más comprendidas en las colecciones vulgares del Teatro español, ocho en La Vega del Parnaso, y no pocas entre las sueltas, que se han impreso de vez en cuando de nuevo, ó que nos han sido conservadas en ediciones antiguas, hoy raras[186].

En cuanto á los autos de Lope de Vega, poseemos sólo los doce, compilados por Ortiz de Villena (reimpresos en el tomo XVIII de Las Obras sueltas) y los cuatro, que él mismo nos ofrece en El Peregrino. Las loas y entremeses, que hubieron de ser muy numerosos, hállanse confundidos y diseminados en escaso número con los autos, y en algunos volúmenes de las comedias.

Aunque, atendidas las anteriores razones, se reduzca á suma más moderada el número de las comedias de Lope, de la que suele decirse vulgarmente, resultarán siempre unas mil quinientas, escritas por él sin género alguno de duda, y sin mencionar los autos y piezas pequeñas, lo cual basta de seguro para calificarlo de poeta mucho más fecundo que todos los demás dramáticos, y hasta podría sostenerse que los escritores dramáticos más fecundos de las demás naciones, no llegan, con todas sus obras, al tercio siquiera de las suyas. La celeridad con que las escribía, raya en lo imposible, aun no dando entero crédito á las exageraciones cometidas sobre este punto. Erróneo es, sin duda, el aserto de Bouterweck, de que en ocasiones escribió comedias en tres ó cuatro horas; pero el mismo Lope nos dice que más de ciento fueron compuestas en veinticuatro horas. Y esto, por verdadero que sea, es tanto más sorprendente, cuanto que conviene recordar, que cualquier comedia de Lope se compone de unos tres mil versos, en su mayor parte de las formas más artísticas, puesto que los asonantes, más fáciles que las demás combinaciones métricas, se emplean pocas veces, y en especial para las narraciones, y en lo restante de ellas se usan los metros más variados y difíciles, redondillas, quintillas y octavas, y con frecuencia numerosos sonetos. Si se reflexiona en la incomprensible facilidad y flexibilidad del poeta, que podía inventar con tanta rapidez un plan complicado, y por lo común singularmente dramático, desenvolverlo y exornarlo con tanto brillo y tan verdadera poesía, y escribir al mismo tiempo bajo formas poéticas tan difíciles, cuando el amanuense más veloz apenas podría copiarla, no podemos menos de confesar que semejante fenómeno casi frisa con lo increible. Es preciso, por tanto, suponer que Lope era un improvisador perpetuo, y que sus pensamientos nacían de repente con sus palabras propias, y con el verso y la rima que les convenía.

Tales expresiones de admiración ha producido la fecundidad sin ejemplo de nuestro poeta. No se crea, sin embargo, que atribuyamos demasiada importancia á la multitud de sus obras, ó que tengamos en cuenta el número de sus composiciones para aquilatar su belleza poética. Casos, y no remotos, ha habido en que imaginaciones, las más medianas y áridas, han escrito obras dramáticas á granel, llenando los teatros de piezas insípidas y de ningún mérito, por cuyo motivo nada debe significar la simple fecundidad, cuando no va acompañada de verdadera poesía. Si perteneciese Lope á esta clase de poetas, satisfaría nuestra curiosidad como raro fenómeno en los anales de la literatura; pero dejaríamos sin pena que sus obras se enmoheciesen en el polvo de dos siglos, amontonado sobre ellas. No es así, felizmente: nuestra admiración no nace de la multitud de sus producciones, sino de las excelencias y perfecciones que las distinguen, de la fuerza creadora poética, que se descubre en ellas, de la inagotable riqueza de su inventiva y de su exuberante imaginación. Muy al contrario: de fundar nuestro exclusivo aprecio en la cantidad de las obras de Lope, confesaremos espontáneamente que hubiera sido más grande, concentrando también más sus facultades. Pero si todo lo suyo no es de igual valor; si la rapidez, con que escribía, ha perjudicado á la plena perfección de algunas de sus composiciones, recordamos de nuevo el número prodigioso de ellas, y consideramos que ha escrito más dramas buenos que otro cualquier poeta dramático del mundo conocido, y que, por consiguiente, merece que se extienda el manto del olvido sobre los defectos de todos los demás. En este supuesto, no hay palabras más gráficas que las empleadas por un escritor anónimo poco después de la muerte de Lope, insertas en el tomo XXIII de sus Comedias. Citaremos en toda su extensión este pasaje, porque expresa el juicio que habían formado sus contemporáneos más ilustrados de este hombre eminente: «Lope fué el fin y remate de la comedia, de quien se puede decir que antes de sí no halló á quien imitar, y después no hubo quien enteramente le imitase... Las comedias de Lope son de la naturaleza, y las otras de la industria... La introducción de los personajes graves en Lope, y el decoro, por la mayor parte, es singular, y singularísima la de las personas humildes. Todas las veces (y son casi innumerables) que introdujo villanos de todos los oficios, no puso figuras en el tablado, sino los propios villanos vivos. El aliño de los sonetos, la suavidad de los actores, la sal de los graciosos, todo es tan propio en él, como las flores en sus plantas y los frutos en sus árboles. ¿Y quién hay tan insensato, que pida cuenta á la inmensa copia de Lope, de si hizo algunas comedias menores que otras, ó si dijo esto inferior á aquéllo?... ¿Quién es tan ciego, que no se le abran los ojos de la admiración al ponderar, que, sólo para ser leído lo que escribió este casi más que hombre, que no vivió más que algunos, es menester la vida del que más vive?»

El ensayo que acometemos ahora, de trazar el desenvolvimiento de su arte dramático, fundándonos en sus obras, y determinar el lugar que le corresponde en la serie de los poetas dramáticos de España, puede suscitar esta pregunta: si sólo ha llegado hasta nosotros una pequeña parte de sus comedias, ¿cómo formular una opinión decisiva y sólida sobre su mérito? Debemos responder á ella, que seguramente es deplorable la pérdida de tantas, y en parte tan excelentes composiciones, y tanto más, cuanto que de esta suerte nos vemos privados de los medios de delinear todos los rasgos, que constituyen la fisonomía de este hombre extraordinario; pero esto no será causa bastante para suponer que lo inédito sea lo más perfecto de sus obras, ó que hubiese de presentarnos su talento bajo una nueva faz. Por otra parte, es tan grande el número de las que poseemos, que acaso sea más fácil vernos en no pequeño embarazo por la abundancia de materiales, siendo necesario ordenarlos y ofrecerlos con claridad en su conjunto. Y ahora ocurre esta otra pregunta: para formar juicio exacto de nuestro poeta, ¿será preciso examinar el monstruoso repertorio de sus dramas existentes? ¿Bastará, acaso, como han hecho hasta aquí cuantos han criticado las obras dramáticas de Lope de Vega, leer un tomo de su Teatro, entresacar á la suerte dos ó tres comedias, ofrecer extractos de sus argumentos, citar alguna que otra escena, acompañándolas con reflexiones estético-críticas, y apoyarse en tales fundamentos para fallar acerca del mérito dramático del autor? Desconfianza inspirará, sin duda, esta conducta, y nadie vacilará en afirmar, que quien intente satisfacer tan sólo aproximadamente medianas exigencias, ha de esforzarse, por lo menos, en dominar el asunto por completo. ¿Qué se diría del crítico, que sólo hubiese leído algunos dramas, de Shakespeare, y con tan someros conocimientos emprendiese la tarea de ilustrar á los demás sobre las excelencias y faltas del célebre poeta inglés? ¿Por qué razón, pues, no se calificará también de crítica ligera, la que se hiciese de Lope de igual suerte? El autor de esta historia del Teatro español ha puesto de su parte cuanto estaba en su mano para alejar de sí tal reproche; y aunque no haya tenido la fortuna de conocer y estudiar todos los dramas existentes de este poeta sin rival (puesto que hubiera debido examinar todas las bibliotecas públicas y privadas de Europa), no ha omitido, sin embargo, pena ni diligencia, compensadas, á la verdad, con variados goces, por adquirir cuantas se presentaban á su alcance, pudiendo vanagloriarse de haber leído trescientas comedias de Lope. Pero justamente tan extraordinario número de obras dramáticas, en las cuales ha de fundarse su juicio, y la necesidad de circunscribirse en los límites trazados por esta historia, lo obligan á seguir diversa senda que sus predecesores. Si analizase y expusiese los argumentos de cada comedia, acompañándolos de observaciones críticas, llenaría volúmenes enteros en detrimento de otros poetas, de los cuales ha de tratar; no le queda, por tanto, otro recurso que indicar en general los caracteres dramáticos especiales, que distinguen á las poesías de Lope, y esforzarse en presentar al lector la idea más extensa y completa acerca de la variedad de sus producciones, aludiendo sólo ocasionalmente á comedias aisladas, y exponiendo un extracto, lo más sumario posible, de su argumento.

Ante todo, sin embargo, debemos examinar con detenimiento la obra de Lope, que parece comprender sus ideas particulares sobre la teoría del arte dramático. Aludimos á su Arte nuevo de hacer comedias, citado antes, que escribió en el año de 1609, esto es, en la primera mitad de su carrera, á excitación de una Academia literaria de Madrid, para disculparse de la crítica que de él se hacía, por quebrantar las reglas admitidas. Las ideas insertas en esta obra, son tan singulares y opuestas á cuanto pudiera esperarse del fundador y primer maestro del drama moderno, que han movido á algunos á imaginar que Lope se propuso «burlarse de sus adversarios con el achaque de burlarse de sí propio;» pero, en esta hipótesi, sería su obra lo más inútil, defectuosa y falta de ingenio que pudiera pensarse, bastando, á nuestro juicio, leerla sin prevención para convencerse de la futilidad de semejante aserto. Verdad es que se encuentran en ella algunas observaciones burlescas, y que está escrita en estilo ligero; pero esto no se opone á que manifieste respeto á las reglas de los antiguos: su conjunto lleva el sello de una improvisación pasajera, trazada acaso en pocos instantes; sus pensamientos están mal coordinados, y parecen moverse á saltos; pero, á pesar de todo, no es difícil desentrañar las ideas siguientes: Ríndese homenaje á los preceptos de Aristóteles (en cuanto lo permiten las confusas nociones, formadas acerca de ellos), y se asegura que su observancia sería útil para el arte; pero se añade que la anarquía dramática ha echado en España tan profundas raíces, que ya no agradan las obras clásicas, y que, como el poeta sólo ha de habérselas con el público, no le queda otro recurso que ajustarse á sus deseos.

Conviene, sin embargo, oir al mismo Lope:

«Mándame, ingenios nobles, flor de España,
Que en esta junta y Academia insigne
. . . . . . . . . . . . .
Que un arte de comedias os escriba,
Que al estilo del vulgo se reciba.

Fácil parece este sujeto, y fácil
Fuera para cualquiera de vosotros,
Que ha escrito menos dellas, y más sabe
Del arte de escribirlas y de todo;
Que la que á mí me daña en esta parte
Es haberlas escrito sin el arte.

No porque yo ignorase los preceptos,
Gracias á Dios, que ya tirón gramático
Pasé los libros que trataban desto
Antes que hubiese visto al sol diez veces
Discurrir desde el Aries á los Peces;
Mas porque, en fin, hallé que las comedias
Estaban en España en aquel tiempo,
No como sus primeros inventores
Pensaron que en el mundo se escribieran,
Mas, como las trataron muchos bárbaros,
Que enseñaron el vulgo á sus rudezas;
Y así se introdujeron de tal modo,
Que quien con arte ahora las escribe,
Muere sin fama y galardón; que puede
Entre los que carecen de su lumbre,
Mas que razón y fuerza, la costumbre.

Verdad es que yo he escrito algunas veces
Siguiendo el arte que conocen pocos;
Mas luego que salir por otra parte
Veo los monstruos de apariencias llenos,
A donde acude el vulgo y las mujeres,
Que este triste ejercicio canonizan,
A aquel hábito bárbaro me vuelvo;
Y cuando he de escribir una comedia,
Encierro los preceptos con seis llaves;
Saco á Terencio y Plauto de mi estudio
Para que no me den voces; que suele
Dar gritos la verdad en libros mudos,
Y escribo por el arte que inventaron
Los que el vulgar aplauso pretendieron;
Porque, como las paga el vulgo, es justo
Hablarle en necio para darle gusto.

Ya tiene la comedia verdadera
Su fin propuesto, como todo género
De poema ó poesis, y éste ha sido
Imitar las acciones de los hombres
Y pintar de aquel siglo las costumbres.
También cualquiera imitación poética
Se hace de tres cosas, que son plática,
Verso dulce, armonía ó sea la música,
Que en ésta fué común con la tragedia;
Sólo diferenciándola en que trata
Las acciones humildes y plebeyas,
Y la tragedia las reales y altas.
Mirad si hay en las nuestras pocas faltas.

Acto fueron llamadas, porque imitan
Las vulgares acciones y negocios.
Lope de Rueda fué en España ejemplo
Destos preceptos, y hoy se ven impresas
Sus comedias de prosa tan vulgares
Que introduce mecánicos oficios
Y el amor de una hija de un herrero;
De donde se ha quedado la costumbre
De llamar entremeses las comedias
Antiguas, donde está en su fuerza el arte,
Siendo una acción y entre plebeya gente,
Porque entremés de rey jamás se ha visto.
Y aquí se ve que el arte por bajeza
De estilo vino á estar en tal desprecio,
Y el rey en la comedia para el necio.

Basta lo expuesto para probar, que las ideas de Lope acerca de la esencia del drama antiguo, sin duda iguales á las de sus coetáneos, eran erróneas y confusas, y que carecía de los conocimientos indispensables para comprender y justificar la necesidad de las formas del drama romántico; de suerte que las bellezas de sus obras son debidas exclusivamente al acierto de su genio, no á su instrucción teórica y crítica. Otros muchos párrafos de sus escritos demuestran su propósito formal y serio de escribir á gusto del público, y contra lo preceptuado en reglas que le eran bien conocidas, aunque en las líneas suyas citadas se exprese con cierta ambigüedad y petulancia. He aquí, pues, lo que dice en el prólogo de El Peregrino: «Adviertan los extranjeros que las comedias en España no guardan el arte, y que yo las proseguí en el estado que las hallé, sin atreverme á guardar los preceptos, porque con aquel rigor, de ninguna manera fueran oidas de los españoles.» Y en la dedicatoria de La mal casada (tomo XV) á D. Francisco de la Cueva, añade: «Atrevimiento es grande dar á luz en nombre de vuestra merced esta comedia, pues siéndole tan notorios los preceptos, no le ha de parecer disculpa haberse escrito al uso de España, donde fueron culpados de su mala observancia los primeros por quien fué introducido... En ellos tuvo principio; no ha sido posible corregirle en tantos años, así en los que las oyen como en los que las escriben; pues, aunque se ha intentado, sale con infelice aplauso las más veces, dando mayor lugar á los espectáculos y invenciones bárbaras, que á la verdad del arte, tan lamentada de los críticos inútilmente. Los autores tienen en parte de esta culpa; pero, pues multa in jure civili, contra strictam rationem disputandi, pro communi utilitate recepta sunt, no es mucho que por la de tantos en esta parte, perdonen los observantes de los preceptos la imperfección que digo.» Por último, en la dedicatoria á Marino de la comedia Virtud, pobreza y mujer (tomo X), se explica en estos términos: «En España no se guarda el arte, ya no por ignorancia, pues sus primeros inventores, Rueda y Navarro, le guardaban, que apenas há ochenta años que pasaron, sino por seguir el estilo mal introducido de los que le sucedieron.»

Prosigamos, sin embargo, con El Arte nuevo, de Lope. Ya hemos visto cómo hace alarde de su erudición sobre el antiguo drama; después continúa así:

«Porque veáis que me pedís que escriba
Arte de hacer comedias en España,
Donde cuanto se escribe es contra el arte;
Y que decir cómo serán ahora
Contra el antiguo, y que en razón se funda,
Es pedir parecer á mi experiencia,
No el arte, porque el arte verdad dice,
Que el ignorante vulgo contradice.
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . .
Si pedís parecer de los que ahora
Están en posesión, y que es forzoso
Que el vulgo con sus leyes establezca
La vil quimera deste monstruo cómico,
Diré el que tengo, y perdonad, pues debo
Obedecer á quien mandarme puede,
Que, dorando el error del vulgo, quiero
Deciros de qué modo las querría,
Ya que seguir al arte no hay remedio
En estos dos extremos dando un medio.
Elíjase el sujeto, y no se mire
(Perdonen los preceptos) si es de reyes,
Aunque por esto entiendo que el prudente
Filipo, rey de España y señor nuestro,
En viendo un rey en ellas se enfadaba
O fuese ver que el arte contradice,
O que la autoridad rëal no debe
Andar fingida entre la humilde plebe.
Esto es volver á la comedia antigua,
Donde vemos que Plauto puso dioses,
Como en su Anfitrïón lo muestra, Júpiter.
Sabe Dios que me pesa de aprobarlo,
Porque Plutarco, hablando de Menandro,
No siente bien de la comedia antigua.
Mas, pues, del arte vamos tan remotos,
Y en España le hacemos mil agravios,
Cierren los doctos esta vez los labios.
Lo trágico y lo cómico mezclado,
Y Terencio con Séneca, aunque sea
Como otro Minotauro de Pasifae,
Harán grave una parte, otra ridícula,
Que aquesta variedad deleita mucho.
Buen ejemplo nos da naturaleza,
Que por tal variedad tiene belleza.
Adviértase que sólo este sujeto
Tenga una acción, mirando que la fábula
De ninguna manera sea episódica,
Quiero decir, inserta de otras cosas,
Que del primer intento se desvíen;
Ni que de ella se pueda quitar miembro,
Que del contexto no derribe el todo.
No hay que advertir que pase en el período
De un sol, aunque es consejo de Aristóteles,
Porque ya le perdimos el respeto
Cuando mezclamos la sentencia trágica
Con la humildad de la bajeza cómica.
Pase en el menos tiempo que ser pueda,
Si no es cuando el poeta escriba historia,
En que hayan de pasar algunos años,
Que esto podrá poner en las distancias
De los dos actos, ó si fuere fuerza
Hacer algún camino una figura,
Cosa que tanto ofende á quien lo entiende;
Pero no vaya á verlas quien se ofende!
¡Oh! ¡Cuántos deste tiempo se hacen cruces
De ver que han de pasar años en cosa
Que un día artificial tuvo de término!
Que aún no quisieron darle el matemático;
Porque considerando que la cólera
De un español sentado no se templa
Si no le representan en dos horas
Hasta el final jüicio desde el Génesis;
Yo hallo que si allí se ha de dar gusto,
Con lo que se consigue es lo más justo.
El sujeto elegido escriba en prosa
Y en tres actos de tiempo lo reparta,
Procurando, si puede, en cada uno
No interrumpir el término del día.
El capitán Virués, insigne ingenio,
Puso en tres actos la comedia, que antes
Andaba en cuatro, como pies de niño,
Que eran entonces niñas las comedias;
Y yo las escribí de once y doce años,
De á cuatro actos y de á cuatro pliegos,
Porque cada acto un pliego contenía.
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . .
Ponga la conexión desde el principio,
Hasta que vaya declinado el paso;
Pero la solución no la permita
Hasta que llegue la postrera escena,
Porque en sabiendo el vulgo el fin que tiene,
Vuelve el rostro á la puerta, y las espaldas
Al que esperó tres horas cara á cara,
Que no hay más que saber en lo que para.
Quede muy pocas veces el teatro
Sin persona que hable, porque el vulgo
En aquellas distancias se inquïeta
Y gran rato la fábula se alarga;
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . .
Comience, pues, y con lenguaje casto
No gaste pensamientos ni conceptos
En las cosas domésticas, que sólo
Ha de imitar de dos ó tres la plática.
Mas cuando la persona que introduce,
Persüade, aconseja ó disüade,
Allí ha de haber sentencias y conceptos.
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . .
No traya la escritura, ni el lenguaje
Ofenda con vocablos exquisitos,
Porque si ha de imitar á los que hablan,
No ha de ser por pancayas, por metauros;
Hipócrifos, sermones y centauros.
Si hablare el rey, imite cuanto pueda
La gravedad rëal; si el viejo hablare,
Procure una modestia sentenciosa;
Describa los amantes con afectos
Que mueva con extremo á quien escucha;
Los soliloquios pinte de manera
Que se transforme todo el recitante,
Y con mudarse así mude al oyente.
Pregúntese y respóndase á sí mismo;
Y si formare quejas, siempre guarde
El debido decoro á las mujeres.
Las damas no desdigan de su nombre;
Y si mudaren traje, sea de modo
Que pueda perdonarse, porque suele
El disfraz varonil agradar mucho.
Guárdense de imposibles, porque es máxima
Que sólo ha de imitar lo verosímil;
El lacayo no trate cosas altas,
Ni diga los conceptos que hemos visto
En algunas comedias extranjeras.
Y de ninguna suerte la figura
Se contradiga en lo que tiene dicho;
Quiero decir, se olvide como en Sófocles
Se reprende no acordarse Edipo
Del haber muerto por su mano á Layo.
Remátense las escenas con sentencia,
Con donaire, con versos elegantes,
De suerte que al entrarse el que recita
No deje con disgusto al auditorio
En el acto primero, pongo el caso;
En el segundo enlace los sucesos,
De suerte que hasta medio del tercero
Apenas juzgue nadie en lo que para.
Engañe siempre el gusto, donde vea
Que se deja entender alguna cosa
De muy lejos de aquello que promete.
Acomode los versos con prudencia
A los sujetos de que va tratando.
Las décimas son buenas para quejas;
El soneto está bien en los que aguardan;
Las relaciones piden los romances,
Aunque en octavas lucen por extremo;
Son los tercetos para cosas graves,
Y para las de amor las redondillas.
Las figuras retóricas importan
Como repetición ó anadíplosis;
Y en el principio de los mismos versos
Aquellas relaciones de la anáfora,
Las ironías y dubitaciones,
Apóstrofes también y exclamaciones.

El engañar con la verdad es cosa
Que ha parecido bien, como lo usaba
En todas sus comedias Miguel Sánchez,
Digno por la invención desta memoria.
Siempre el hablar equívoco ha tenido
Y aquella incertidumbre anfibológica
Gran lugar en el vulgo, porque piensa
Que él sólo entiende lo que el otro dice.
Los casos de la honra son mejores,
Porque mueven con fuerza á toda gente:
Con ellos las acciones virtuosas,
Que la virtud es donde quiera amada;
Pues que vemos, si acaso un recitante
Hace un traidor, es tan odioso á todos
Que lo que va á comprar no se le vende;
Y huye el vulgo dél cuando le encuentra;
Y si es leal, le prestan y convidan
Y hasta los principales le honran y aman,
Le buscan, le regalan y le aclaman.
Tenga cada acto cuatro pliegos solos,
Que doce están medidos con el tiempo;
Y la paciencia del que está escuchando.
En la parte satírica no sea
Claro ni descubierto, pues que sabe
Que por ley se vedaron las comedias
Por esta causa en Grecia y en Italia;
Pique sin odio, que si acaso infama,
Ni espere aplauso ni pretenda fama.
Estos podéis tener por aforismos
Los que del arte no tratáis antiguo,
Que no da más lugar agora el tiempo;
Pues lo que le compete los tres géneros
Del aparato que Vitrubio dice,
Toca al autor, como Valerio Máximo,
Pedro Crinito, Horacio en sus epístolas,
Y otros los pintan con sus tiempos y árboles,
Cabañas, casas y fingidos mármoles.
Los trajes nos dijera Julio Polux,
Si fuera necesario, que en España
Es de las cosas bárbaras que tiene
La comedia presente recibidas,
Sacar un turco un cuello de cristiano
Y calzas atacadas un romano.
Mas ninguno de todos llamar puedo
Más bárbaro que yo, pues contra el arte
Me atrevo á dar preceptos y me dejo
Llevar de la vulgar corriente, á donde
Me llamen ignorante Italia y Francia.
Pero ¿qué puedo hacer, si tengo escritas,
Con una que he acabado esta semana,
Cuatrocientas y ochenta y tres comedias?
Porque fuera de seis, las demás todas
Pecaron contra el arte gravemente;
Sustento, en fin, lo que escribí, y conozco
Que aunque fuera mejor de otra manera,
No tuvieran el gusto que han tenido,
Porque á veces lo que es contra lo justo
Por la misma razón deleita el gusto.

Importaba oir hablar de su arte, como teórico, al gran maestro del teatro español, para no alterar, al extractarlo, el carácter esencial de su obra didáctica. Pero si es cierto que se leen algunas reflexiones gráficas aisladas sobre la forma externa del drama, en la parte de esta breve dramaturgia, en que se expresa el poeta experimentado y práctico, no lo es menos, sin embargo, que el conjunto demuestra irremisiblemente que las ideas críticas de Lope se hallaban á inmensa distancia de su arte. Inútil es buscar en ellas más sólido cimiento á las leyes de la poesía romántica. Verdad es que nuestro poeta parece indicar en algunas otras frases suyas, que á veces vislumbraba que la nueva forma del drama no era un mero resultado del capricho, sino que tenía también su justificación. He aquí lo que dice en su égloga á Claudio:

«Débenme á mí de su principio el arte,
Si bien en los preceptos diferencio
Rigores de Terencio,
Y no negando parte
A los buenos ingenios tres ó cuatro
Que vieron las infancias del teatro,
Pintar las iras del armado Aquiles,
Guardar á los palacios el decoro,
Iluminados de oro
Y de lisonjas viles,
La furia del amante sin consejo,
La hermosa dama, el sentencioso viejo.

Y donde son por ásperas montañas
Sayas y angeo, telas y cambrayes,
Y frágiles tarayes,
Paredes de cabañas,
Que mejor que de pórfido linteles
Defienden rayos jambas de laureles.

Describir el villano al fuego atento,
Cuando con puntas de cristal las tejas
Detienen las ovejas,
O cuando mira exento
Cómo de trigo y de maduras uvas
Se forman trojes y rebosan cubas.
¿A quién se debe, Claudio?»

Y en el prólogo al tomo XVI de sus Comedias: «El arte de las comedias y de la poesía es la invención de los poetas príncipes, que los ingenios grandes no están sujetos á preceptos.» Pero de esto no se deduce de ningún modo, que deba darse cuenta satisfactoria de la independencia, con que procedía. Tan erróneo es asegurar que el genio no necesita de regla alguna, como que sólo tienen valor las de Aristóteles. Una obra poética puede prescindir de los preceptos observados por los antiguos, y, sin embargo, guardar otros. Por lo que hace á la opinión de Lope, sobre la suma excelencia de la forma dramática antigua, y sobre la causa de no imitarla, no otra, en su concepto, que la condescendencia con el gusto corrompido de la muchedumbre, como lo dice en su Arte nuevo y en otras obras, hemos de manifestar que tal aserto no merece tomarse en serio. El error exclusivista de que sólo el arte antiguo puede ofrecer modelos dignos de imitación, y la ciega fe en los preceptos de Aristóteles, han desaparecido ya felizmente, para siempre, de todo el mundo civilizado. Se confiesa que la forma más limitada y estrecha de la tragedia y de la comedia griega era excelente, porque constituye el tipo orgánico y artístico, que, bajo la forma de drama, se ha desenvuelto sucesivamente desde los cantos del coro; pero no se cree que haya de servir de medida para el drama moderno, nacido de germen muy diverso, y bajo el imperio de causas muy distintas, y ofreciéndole sólo un molde obligado, externo y mecánico, contrario á su naturaleza. Y aunque haya alguno que no participe de esta opinión, basta hacer una comparación atenta entre las varias naciones de la Europa moderna, que se han ensayado en la poesía dramática. De esta comparación ha de resultar indefectiblemente que las copias de los antiguos modelos, y la observancia de sus pretendidas reglas, ha producido únicamente un arte sin vida, ni acción, ni vigor, ni originalidad, mientras que los dos pueblos, que, siguiendo sus inclinaciones nacionales, han modelado el drama con arreglo á las condiciones especiales de su existencia, poseen un teatro propio, que puede rivalizar en excelencia con el griego. Las máximas citadas de Lope de Vega son una de las pruebas más notables en apoyo de la opinión, tantas veces sustentada, de que el verdadero poeta, sin conocer hasta cierto punto lo que hace, llega á lo verdadero y á lo justo, como movido por una necesidad interior; que la facultad artística de crear y de dar una forma á sus creaciones, puede ser independiente de la instrucción teórica, y que el arte precede con frecuencia á la crítica á inconmensurable distancia. Alabemos, pues, el buen sentido de los españoles, que obligaron á su poeta á seguir la senda recta, contra su voluntad y sus principios literarios, puesto que, de lo contrario, el teatro español, como el italiano, sólo nos ofrecería dramas deplorables, pedantescos y modelados servilmente por las leyes de la poesía clásica[187].

¡Cuán completamente distinto del Lope, que expone en las líneas anteriores su poética pensada, aparece ahora el poeta, que, libre de vínculos estrechos, sólo obedece á su inspiración! ¡Cuán inmensamente supera en vigor y profundidad su creadora fantasía á lo que pudiera esperarse de sus ideas superficiales sobre composición poética! Por último, ¡cuánto aventaja el drama creado por él, en consonancia con el espíritu nacional y con la vida íntima del pueblo, á todo aquello que hubiese alcanzado sólo el arte imitativo!

La forma y el carácter de la comedia, que, desde Lope de Vega, predominó exclusivamente en el teatro español, han sido ya expuestos antes con sus rasgos más generales. Esta comedia, en verdad, no puede ser calificada de invención original de nuestro poeta: había nacido después de una larga serie de ensayos, y en el último decenio del siglo xvi, y en virtud de los esfuerzos de muchos, se había elevado á nueva altura, alcanzando su natural centro; pero ¡qué monstruoso abismo separa ya, aun á las primeras y más imperfectas obras de Lope, de las mejores de los que le precedieron! Por lo que hace á sus coetáneos, que emprendieron con él la misma senda, es lícito dudar si, á pesar de sus talentos sobresalientes, habrían fijado de una manera tan irrevocable el espíritu y la forma del drama, como él lo hizo. Sólo sus facultades poéticas y creadoras, juntamente con su fecundidad, que supo revestir de formas tan variadas é infinitas sus ideas originales sobre la poesía dramática, pudo influir decididamente en la dirección del gusto de los españoles en el arte escénico, de tal manera, que no se conociese otra en el espacio de medio siglo. Y en este sentido hemos de denominar sin escrúpulo á Lope de Vega fundador del teatro español, y considerar como obra suya al drama español en todas sus modificaciones. Conviene recordar ahora los caracteres más generales de este drama, ya indicado, así como sus formas, puesto que, á lo dicho entonces y con referencia á ello, añadiremos ahora diversos puntos más concretos, relativos al arte dramático de Lope de Vega.

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CAPÍTULO XI.

Caracteres generales de la poesía dramática de Lope de Vega.

SI hubo alguna vez un poeta, á quien su nación no sólo debe un drama, sino una literatura dramática completa, lo fué, sin duda, nuestro español. Habíale dotado la naturaleza, no sólo de aquella perfecta armonía de todas las facultades del alma, germen del arte, que es la flor más bella del espíritu humano; no sólo poseía todas las dotes, que son tan necesarias al eminente poeta lírico y épico como al dramático, espíritu flexible y vigoroso, facilidad de penetrar profundamente en la naturaleza y la vida humana, sensibilidad ardiente y variada, elevación de la fantasía y de la inteligencia, sino que le adornaban además en supremo grado todas las prendas que caracterizan á los grandes dramáticos, como el conocimiento más profundo de los hombres y de sus inclinaciones, el sentido más perspicaz para comprender las pasiones, sus causas y efectos, juntamente con inagotable imaginación é inventiva, delicada reflexión y el tranquilo y penetrante golpe de vista necesario para trazar y desarrollar un plan dramático. No sin intención nos hemos propuesto realzar este concurso de las facultades poéticas más diversas, puesto que, si como se ha observado con frecuencia, el drama constituye la fusión orgánica de la epopeya y de la lírica, el poeta dramático ha de reunir, en su acepción más elevada, todos los caracteres propios del lírico y del épico. Y así se comprende que en el arte dramático de Lope de Vega, se perciba la diafanidad, la claridad más sin mancha y la tranquila exposición de la epopeya, con la pasión lírica que se apodera del corazón, y lo conmueve y domina, apareciendo ambas cualidades en la escena en un organismo plástico y perfecto, y en acción ó fábula rápida y no interrumpida. Este genio extraordinario, sin esfuerzo, y como jugando, parece haber producido la más difícil de las formas poéticas, cuando naciones y siglos enteros se han afanado inútilmente en poseerla. Sus creaciones sin número son tan completas, tan bellas, é hijas tan legítimas de una necesidad interior, que deberíamos creer que no las produce el poeta, sino la misma naturaleza. Pero es bien sabido que esta aparente naturalidad, como se puede observar en las obras más sublimes de la poesía y del arte, es justamente el resultado de la constitución orgánica más perfecta, y del conjunto armónico, que forma su punto más culminante.

En pocas palabras expresa Lope de Vega su opinión acerca de la esencia y objeto del drama: «El drama, dice, ha de representar las acciones humanas y pintar las costumbres de su siglo;» y esto es, en efecto, en su significación más elevada, lo que se refleja en sus obras: de ninguna manera debe de copiar la naturaleza ni la realidad ordinaria, sino ofrecer una imagen poética de la vida humana, tan elevada como profunda; una exposición poética de los fenómenos, hechos y acontecimientos, que más se distinguen en la naturaleza y en la historia; y el drama, en verdad, ha de presentar á los ojos del espectador tan inmediata y realmente las acciones y sucesos, á que han de dar origen los caracteres por una causa interna, que ha de imaginarse que la fábula, más que fábula, es una verdad. El objeto principal del drama, según se desprende de tales asertos, es el de guiar á los hombres al conocimiento de sí mismos, manifestándoles las causas y efectos de sus actos, mostrarles el eterno principio de todos los fenómenos de la existencia, é ilustrarlos en las varias relaciones que hay entre las cosas divinas y las humanas. Sólo este propósito moral se halla de acuerdo con la poesía, puesto que del fin, también moral del drama, con arreglo al cual las faltas de cada uno han de llevar siempre su castigo merecido, y del deseo de dar en el teatro lecciones de sabiduría infantil, y aprender en cada drama una máxima de prudencia para aplicarla después en el hogar doméstico, nada sabían felizmente ni nuestro poeta ni su siglo.

Observando tales principios, Lope de Vega ofrece en sus composiciones dramáticas un rico cuadro de acciones, sucesos y relaciones sociales, de motivos, determinaciones y sentimientos que caminan á un fin concreto, formando cadena necesaria de causas y de efectos. Sus obras abrazan los asuntos más varios, y se proponen desarrollar una exposición de todos los instantes de la vida, presentando en su vasta extensión el gran cuadro del mundo. La fábula (en su acepción más extensa, esto es, la trama completa de sucesos externos y de móviles internos) aparece siempre en primer término, y nunca intenta desenvolver una máxima aislada ni un principio determinado; pero el conjunto aparece uno por el lazo de la intención poética, que constituye el centro ó eje de la obra, y le imprime unidad, necesaria en todas las producciones del arte. Esta idea fundamental de fijar un foco, del cual se desprenden todos los radios de su exposición, la desarrolla el poeta con seguridad perfecta, manifestándose en la misma intriga, en las situaciones y caracteres, en una palabra, en todo el curso de la fábula.

Para convencerse de la influencia, que tuvo Lope de Vega en afirmar en su terreno propio el arte dramático español, basta comparar la forma de su diálogo con la de sus predecesores. Si consultamos las obras de Juan de la Cueva y de Virués, á las cuales siguen inmediatamente las suyas, ¡cuán inflexible nos parece el estilo de los primeros, y cuán poco apropiado al que exige el drama! Sus personajes pronuncian discursos inmoderados; extiéndense en pomposas pinturas y declamaciones: pero su lenguaje no se ajusta á las circunstancias y á los caracteres de los interlocutores: ignoran las gradaciones y transmisiones delicadas, confundiendo con lo sublime lo vulgar; apresúranse cuando debieron caminar lentamente, y al contrario, pierden el tiempo sin mesura cuando se necesitaba gran celeridad y movimiento. ¡Cuán de otra manera sucede en las comedias de Lope! ¡Qué oportunidad y encadenamiento en sus diálogos! ¡Cómo se acomodan las palabras de los personajes á sus caracteres especiales! ¡Cómo sigue el curso de la acción! ¡Cómo varía á cada instante! ¡Cuán firme es, y al mismo tiempo cuán movible! Por último, ¡con qué maestría se subordinan á la dramática la épica y la lírica, hasta en las ocasiones, en que más derecho tendrían á la independencia!

Sabemos que Lope, acérrimo adversario del gongorismo, se alababa de ser un escritor llano, esto es, de usar estilo natural y sencillo[188]. A pesar de ello, se le ha atribuído el defecto de emplear un lenguaje hinchado y prolijo. Verdad es que se encuentran á veces en sus obras atrevidas y exageradas metáforas, giros dialécticos demasiado sutiles, comparaciones é imágenes, que excitan la extrañeza de los extranjeros. Menester es, sin embargo, no olvidar que la riqueza de las imágenes y de las comparaciones, y la propensión á las antítesis y refinados pensamientos, son propiedades íntimamente unidas á la esencia del idioma español. Ya provenga del influjo de los árabes, ya de una inclinación natural del espíritu del pueblo, ello es, que aparecen esas cualidades en los albores de la literatura castellana: hállanse en los antiguos romances; los cancioneros ofrecen numerosos ejemplos, y en la Celestina se observa, que el afán de hacer alusiones y rebuscadas comparaciones se había ya introducido en el siglo xv en el lenguaje ordinario[189]. Téngase además en cuenta, que en los países meridionales se propende á las exageraciones y á las comparaciones disparatadas. ¿No llaman la atención, á quien trata y conversa con españoles, las singulares metáforas é hiperbólicas expresiones, de que usan á menudo en su lenguaje? Un mancebo llama al objeto de su amor clavel de mi alma. Cualquier doncella lista y avispada se llena de placer, cuando se la dice que va derramando la sal. Quien saborea el vino y quiere expresar su excelencia, dice que le sabe á gloria. Un labrador manchego, á quien se le preguntó durante la guerra de la Independencia por el número de tropas que defendían el paso de Sierra-Morena, replicó: Un medio mundo delante; un mundo entero detrás, y en el centro la Santísima Trinidad. En la prosa de Cervantes, que pasa por ser modelo de sencillez y naturalidad, se encuentran muchas frases parecidas, de uso común y corriente, y Lope no hubiese representado con fidelidad las costumbres de su patria, si no hubiera incluído en sus dramas tales maneras de hablar. Por lo que hace á los concetti, semejantes á los de los marinistas italianos y á las expresiones ampulosas ó rebuscadas, que á veces se observan en sus obras, es preciso advertir que se ponen casi siempre en los labios de personajes ridículos, como petimetres, coquetas, amantes despreciables, ó en los del gracioso para hacer reir á costa de sus señores ó señoras. Fuera, pues, de lo dicho, hay poco enfático é hinchado en sus obras, y aun calificándole de defectuoso y censurable, no obsta para que afirmemos que Lope mostró el mayor cuidado en el manejo de la dicción poética. Su versificación es de maravillosa armonía, fácil y elegante; su estilo (prescindiendo de algunos lunares que lo deslustran, y que en parte han de atribuirse á las defectuosas impresiones de sus obras) es asimismo natural y tan acomodado á su objeto, como noble, bello y enérgico. Emplea todas las modulaciones que existen en su idioma, y sabe expresar los tonos que llegan más profundamente al corazón, ó revestir de los más gratos colores á las narraciones y pinturas descriptivas, ó ayudar al ingenio más sutil á solazarse con juegos de palabras, ó, por último, prestar palabras propias al torrente arrebatador de las pasiones. Su predominio en los medios técnicos de exposición aparece así en el diálogo ordinario, que, sin embargo, se distingue del común y vulgar por un ligero tinte poético, como en el calor vehemente de la elocuencia. Sabe emplear las imágenes y frases más familiares sin ser trivial ni prosáico, y las más insólitas sin faltar á la precisión ni pecar tampoco de ampuloso. ¡Con qué facilidad y tersura discurre en sus romances, y cuán dulcemente se mueven, como arroyuelos de clarísimas aguas; pero, al mismo tiempo, con cuánta pujanza corren en los momentos más críticos, iguales al torrente que atraviesa escarpadas rocas! ¡Con cuánta animación y cuánta vida; con cuánta gracia y delicadeza se transforman sus redondillas y décimas, ya en réplicas y contrarréplicas, ya en amorosas quejas, ya en juegos burlescos y caprichosos! ¡Qué encanto tan armonioso el de sus liras y silvas! ¡Y con cuánta majestad se ostentan sus octavas, canciones é imitaciones italianas!

Además del defecto antes citado, suele también atribuírsele comunmente el de hacer alarde de falsa y extemporánea erudición. Alúdese, sin duda, á sus referencias á la mitología y á la historia antigua, no siempre oportunas en sus obras. Conviene no olvidar, sin embargo, que, entre los españoles, como entre los demás pueblos románicos, se ha conservado siempre vivo el recuerdo de la antigüedad. Hoy mismo maravilla á los viajeros la frecuencia, con que hasta los aldeanos y rústicos españoles hablan de Venus, del Amor, de Baco y de los demás Dioses del gentilismo. En el siglo xvii, según consta de diversos testimonios, se hallaba muy extendido el conocimiento de la antigua mitología. De la misma suerte que los grandes celebraban sus fiestas con representaciones mitológicas, y que Felipe IV (como se verá más adelante) evocaba á su rededor en solemnidades y suntuosas funciones el antiguo mundo de los Dioses, así también la clase media, y hasta el pueblo de los campos, rivalizaba con aquéllos en sus fiestas acudiendo á tan ingeniosas ficciones, aunque sin el lujo de las clases más elevadas. No es dable, por tanto, considerar como una falta de nuestro poeta el emplear imágenes de la vida real de su época, ni tildarlo de afectado, cuando hasta en los labios del pueblo pone comparaciones mitológicas y otras alusiones de esta especie. No diremos por esto que no le hubiese favorecido más omitir las citas, que á veces se encuentran en sus obras; pero la extrañeza, que nos causan á primera vista, desaparece casi siempre al recordar la reflexión enunciada.

Si nos hacemos ahora cargo de una de las condiciones más esenciales del arte dramático, que es la pintura de caracteres, confesaremos también en esta parte la rara maestría de Lope. Sabemos cuán arriesgadas son las preocupaciones, con que hay que luchar, para salir airoso en este punto. Se dice largo tiempo hace que los poetas españoles son superficiales en la pintura de caracteres, y se les atribuye el hábito de adoptar formas características generales, que, según se asegura, ocupan en su poesía el lugar de los individuos. Pero sucede también con frecuencia, que una decisión de esta especie, por absurda que sea, se copia en muchos libros y pasa de unos escritores á otros, sin que ninguno se tome el trabajo de examinar con cuidado si es ó no fundada. «El vejete, leemos nosotros; el galán apuesto, la elegante dama, el criado, la doncella, aparecen en todas las comedias españolas como personajes indispensables y perpetuos.» ¿Quién no creerá, al oir esto, que, á semejanza de la commedia italiana dell'arte, el drama español usa también sus máscaras determinadas, moviéndose en tan estrecho círculo? La verdad es, sin embargo, que las expresiones copiadas indican en el lenguaje dramático español clases enteras, como cuando hablamos de héroes, enamorados, intrigantes, etc., ó las edades de los personajes que intervienen en la acción. La palabra vejete no expresa tampoco, en general, el anciano, sino el viejo ridículo, que bulle frecuentemente en las comedias; barba, el hombre de edad provecta; galán, el caballero joven, y dama, la señora de las clases más principales. De caracteres fijos y necesarios no hay que hablar, por consiguiente, puesto que en los personajes de las clases, que se distinguen con este nombre en las comedias, puede tener cabida la mayor variedad de individuos. Tan justa sería esa crítica como achacar también á Shakespeare uniformidad y defecto de caracteres individuales, porque ofrece en la escena con repetición héroes, amantes, etc.

Por lo demás, debe sorprendernos que los escritores, que censuran por esta causa á los poetas dramáticos españoles, encuentren siempre en ellos algo bueno que celebrar, puesto que, según nuestras ideas, no se concibe el arte dramático sin pintura de caracteres, ni sin el desenvolvimiento de la fábula, con arreglo á sus personajes. Este defecto, de que ahora tratamos (si no se funda en una noción del objeto tan superficial como incompleta), parece provenir de una falsa idea de lo que significa la característica en el drama. En las épocas en que la fuente viva de la poesía se deslizaba con trabajo, y se esforzaban los hombres en componer obras poéticas, en virtud de una operación del entendimiento, se ocurrió la singular especie de considerar la pintura de caracteres como el fin principal de la poesía dramática. Y de aquí el peregrino propósito de exponer cada personaje analíticamente ante los ojos de los espectadores, y ofrecerlo en sus elementos, á modo de operación química, cuyo conjunto se suponía constituir su esencia; los personajes, que intervenían en la acción, ó más bien dicho, que hablaban en ella, se presentaban ordenados como los insectos en el microscopio, para que se examinasen bajo los distintos aspectos de su personalidad, y ostentaban en monólogos sin fin catálogos de todas las virtudes y vicios, cualidades y afectos: he aquí la que formaba las llamadas piezas de carácter, por largo tiempo tan celebradas. Pero se comprende sin esfuerzo que la razón nunca puede transformarse en potencia creadora, y que de todos los materiales acumulados para constituir un tipo característico, nunca resulta un individuo vivo y perfecto; sólo se presentan á nuestra vista máscaras muertas, que, tras penosas tentativas, parodian todos los rasgos de la vida, aunque sin lograr que la imaginación crea en su existencia real. Pero este amaneramiento de descomponer las cualidades de los personajes, y hacer un fatigoso alarde de sus cualidades y pensamientos, es incompatible por completo con la esencia y objeto de la poesía dramática. La característica no existe por sí en el drama, sino como esclava de la intención poética: sería insufrible en cualquiera composición una pintura general y prolija de los caracteres de los personajes. Un conjunto de éstos, en el cual cada fisonomía apareciese con sus rasgos especiales, sería, por lo demás, tan defectuosa, como si el pintor colocase en primer término todos los de su cuadro, marchando á compás y por orden. Tan censurable es, por otra parte, el método de representar caracteres por medio de reflexiones extensas y de confesiones propias, y el arte del maestro consiste principalmente en inspirar animación y vida en los rasgos de sus creaciones, valiéndose sólo de algunas pinceladas. Es deplorable que los desventurados ensayos dramáticos, que se han visto en nuestros teatros, hayan producido tales extravíos estéticos, que nos veamos obligados á perder el tiempo hablando de cosas tan sencillas y obvias.

En la agrupación y arreglo de los personajes que intervienen en la acción; en el claro-obscuro indispensable, en el arte de representar caracteres reales, con sus actos y situaciones, y de trazarles el espacio suficiente, que exige el fundamento y ciencia de la composición, creemos que Lope ha llegado á tal altura, que difícilmente podrá ser alcanzada. La prolijidad, con que nos ofrece sus personajes; los rasgos individuales con que los distingue, se ajustan siempre al fin poético que se propone en cada obra. Cuando su objeto es simbólico ó alegórico, como sucede á menudo en sus composiciones religiosas, prescinde de lo característico, y sus personajes aparecen como símbolos de ideas generales, como representantes de facultades determinadas del alma. También en las piezas, en que predomina la intriga ó el influjo de causas accidentales externas, se nos ofrecen sus personajes comunmente como tipos de clases ó especies; y con razón, á la verdad, puesto que en ellas forma la existencia de causas externas poderosas el punto céntrico del interés, y se distraería la atención de los espectadores apelando á la pintura inútil de los caracteres. Asimismo hay que tener en cuenta que se trata de una nación, cuyas creencias, educación, costumbres y conveniencias ejercen en la vida grande influjo, imprimiendo en lo accidental un carácter genérico, que aletarga hasta cierto punto lo individual, manifestándose sólo en determinadas ocasiones. Cuando el poeta se propone tan sólo representar las cosas y los fenómenos relativos á ella, traza únicamente los rasgos más próximos y generales; pero, ¡con cuánta frecuencia, cuando la necesidad ó la oportunidad lo exigen, nos sorprende la delicadeza con que diseña al individuo! Por último, y como acontece en un gran número de sus comedias, cuando la vida en las circunstancias externas, que la constituyen, no es el objeto del poeta, sino que intenta representarla en todas las relaciones y alternativas, que pueden ofrecerse, empleando así las determinaciones internas como los sucesos externos, desenvuelve Lope su talento eminente para la característica, un profundo conocimiento de los hombres, y una singular penetración para comprender las pasiones con sus causas y con sus efectos. Sabe descubrirnos los abismos más recónditos del corazón; guiarnos por sus más ocultas sendas; revelarnos todas sus simpatías y antipatías; retratarnos todas sus modificaciones y estados de la manera más elocuente, con la particularidad de que los rasgos aislados de que se vale, constituyen una imagen completa y un individuo vivo y distinto. Todos los linajes y edades de los hombres, desde el niño hasta el anciano; todas las clases, desde el rey y los grandes hasta los bandidos y mozos de cordel, se mueven en sus obras en virtud de su propia fuerza, y todo personaje no es, por cierto, el representante de una clase, sino que se distingue por su carácter original, trazado indeleblemente por su imaginación. La seguridad, la lozanía, la naturalidad y la verdad, con que sabe imprimir su especial colorido en los más interesantes de sus comedias, es sólo una muestra de su vasta capacidad para distribuir entre ellos el color, para arreglarlos y agruparlos, de suerte que formen realmente el centro del conjunto.

A medida que el plan del drama lo exige, nos va ofreciendo sus cualidades y las varias situaciones de su espíritu, esto es, lo que se comprende bajo de la idea general del carácter, ya realzándolo artificiosamente, ya presentándolo á nuestra vista para que seamos testigos de su progresivo desenvolvimiento. Con enérgicos rasgos, parcamente distribuídos, sabe trazar también los caracteres de los personajes subalternos, pero con contornos correctos y existencia independiente. Y lo que es más esencial, puesto que forma la parte más importante de la poesía dramática, lleva al espectador al paraje céntrico, desde el cual columbra en el conjunto su verdadera perspectiva, y contempla todo el círculo de los esfuerzos hechos por los personajes que intervienen en la fábula, y el resorte más íntimo que la produce. De esta suerte el espectador conoce el secreto de los partidos que se combaten, y no sólo sabe sus propósitos, sino los móviles que los inducen á obrar; y colocado en el foco de estos manejos, participa de sus temores y esperanzas, alegrías y dolores, y sin embargo, en más elevada situación, contempla desde ésta con ojos imparciales sus pasiones y mudanzas de ánimo. Si el poeta obliga, pues, así al público, ya á declararse por éste, ya por el otro personaje, y á considerar las probabilidades de buen ó mal éxito de sus planes, logra iluminarlo en el más alto grado y excitar su interés, moviéndolo, en efecto, hasta tal extremo, según testifican sus contemporáneos, que hubo ocasiones en que se interrumpió la representación por la parte que tomaron en ella los espectadores.

Algo más fundada es la censura, que se hace de algunos caracteres de Lope, que cambian de repente sin causa justificada, sobre todo al finalizar las comedias. No puede negarse, seguramente, que á veces así acaso suceda por la precipitación del poeta. Adviértase, no obstante, que tales cambios inesperados de carácter en personajes, trazados por lo demás con nimio esmero y atención, son tan comunes en las comedias, romances y novelas españolas, que es preciso atribuirlo á la índole especial del pueblo, que sirve de tipo á estos retratos. Los habitantes del Norte no pueden formarse una idea de la viveza, irritabilidad y movilidad suma de las facultades del alma de los españoles; sus decisiones son rápidas como el rayo; sus pasiones son resueltas y pertinaces en lograr su fin, y cuando éste es imposible, no oyen, sin embargo, los consejos de la razón. Los sentimientos más opuestos brotan en su pecho, sin ofrecer las gradaciones que entre nosotros, y junto al hielo más endurecido yace el fuego más violento. Con tanta facilidad pasa el español del amor más ardiente al odio más intenso, como si hubiese bebido en la fuente de la fábula de Ariosto. Su honor puntilloso le obliga á esgrimir armas mortíferas contra los seres que más ama en el mundo, y por igual razón puede concentrar en su ánimo los arrebatos de su pasión, ó mostrarse indiferente en la apariencia. Así comprendemos sin esfuerzo el desarrollo de muchos dramas españoles, que á los observadores superficiales parecerá acaso inmotivado; y ciertos cambios repentinos en los caracteres de los personajes, que á primera vista se atribuirían á extravagancia de sus poetas, nos los explicamos como otros tantos rasgos ocultos del carácter nacional.

Lope muestra especial predilección en retratar al bello sexo. Cierto que pocas veces se habrán congratulado las mujeres de tener en su favor á poetas de este rango. Agrádale realzarlas con colores ideales: quizás ninguno ha pintado con más ardor, con más vida ni verdad la fogosa adhesión, la firmeza y la energía, de que es capaz una mujer enamorada; nadie ha descubierto con tanta delicadeza el laberinto del corazón del bello sexo, y las diversas sendas que el amor recorre, desde la primera y débil simpatía de su alma, hasta la abnegación más heróica y el más vivo fuego de la pasión. Nada, por lo contrario, más opuesto á nuestro poeta que perderse en vagas abstracciones, ú ofrecernos sus damas como personificaciones generales de vano entusiasmo y de afán por sacrificarse. Lo natural, lo puramente humano de tales creaciones, constituye su principal encanto. Verdad es que varía hasta lo infinito el círculo en que se mueve su personalidad: no sólo nos presenta todas las clases, desde la reina hasta las mujeres más desventuradas por su vida licenciosa, sino todos los tipos posibles, comprendidos en aquellas clases; así no ha vacilado en pintar con enérgicas pinceladas los extravíos en que incurre la mujer, y las intrigas y traiciones á que apela. La Reina Juana de Nápoles es la mujer varonil, ebria de placer y crueldad, que traspasa todos los diques impuestos á su sexo; en El Anzuelo de Fenisa y en El Arenal de Sevilla, son las protagonistas cortesanas vulgares. En El Rufián Castrucho y en El Caballero de Olmedo observamos dos astutas alcahuetas, cuyos tipos son de verdad maravillosa. La delicadeza, con que sabe tratar estos asuntos, merece tanta alabanza, como el buen sentido, de que hace alarde (por ejemplo, en El Castigo sin venganza y en El Animal profeta), no vacilando en describirnos el adulterio y el incesto.

Un tipo de carácter, que se repite en las obras de Lope bajo diversas formas, es el de una mujer apasionada, resuelta y pronta á ejecutar las acciones más temerarias. Su Varona castellana esgrime la espada como una segunda Bradamante; su Moza de cántaro recurre al puñal para defender su honor. La Villana de Getafe, La Serrana del Tormes y la heroína de Los Donaires de Matico, urden las más osadas intrigas y traiciones. En las dos últimas, y en algunas otras de Lope, se encuentra la invención, tan repetida después en el teatro español, de una dama que se disfraza con vestidos de hombre para seguir á su amante, ó para desbaratar los planes de los desleales. Nuestro poeta, sin embargo, no comete los abusos en que después incurrieron otros dramáticos de su país, manejando con cordura esta fuente de las situaciones más interesantes.

Particular admiración excitó Lope en sus contemporáneos por su arte en representar las clases más bajas de la sociedad, como rústicos, aldeanos, pastores, etc. En efecto; es de lo más notable su habilidad en esta parte, de lo cual parece haber estado convencido él mismo, puesto que nunca pierde ocasión de ofrecernos estos personajes, y de intercalar á veces pequeños idilios de este linaje en sus dramas históricos y religiosos, aun interrumpiendo el curso de la acción. La gracia, la serena inocencia é infantil sencillez de estos cuadros; el interés vario, que en ellos imprime; su naturalidad, jamás desprovista de colorido poético, encantan siempre de nuevo al espectador, aunque se repitan con frecuencia. Ya nos ofrece una rústica pasión con inimitable frescura y agrado; ya la sencillez y franqueza de los campos; ya, por último, nos deleita por los contrastes que traza entre la vida rural y sin afectación con la de ciudades y cortes. No debemos pasar en silencio sus graciosas descripciones de fiestas y rústicos juegos, y los cantos interpolados en ellos á menudo, que pertenecen á lo mejor de su especie que existe en la poesía castellana. Respírase en estas escenas un aire puro y fresco, un céfiro que parece soplar de los incomparables valles del Sil y del Genil; todos los encantos del cielo meridional, y de una naturaleza tan grandiosa como bella, parece que se extienden sobre ellos. Ninguno, ni aun acaso el mismo Cervantes, ha observado todas las propiedades del pueblo español de los campos, ni representádolo con rasgos tan seductores; ningún escritor de viajes podrá nunca describirnos tan bien su carácter. Es preciso leer algunas de esas escenas, para conocer, como á la nuestra, la vida y afectos de los habitantes de las aldeas. Para apreciar en su valor la verdad de estas descripciones, es conveniente no olvidar que se trata de un pueblo meridional, cuya viveza, imaginación y agudeza parecen ser patrimonio común de todos, y cuya grosería no carece de cierto ingenio.

El gracioso en las obras de Lope forma ordinariamente el centro de su parte burlesca, para oponerla á la formal y seria. Según confiesa él mismo, creó este personaje por vez primera en La francesilla, comedia compuesta en su juventud[190]. Sabemos, sin embargo, que este personaje es tan antiguo como el teatro español, y que se encuentra en las obras de Naharro y de Lope de Rueda; pero es cierto que no aparece en las de los predecesores inmediatos de Lope (Cervantes, la Cueva, etc.), ni en la mayor parte de las comedias de éste, tenidas por más antiguas. El gracioso moderno, con las salvedades expuestas, tan indispensable después en el teatro español, puede considerarse como creación suya. En este personaje concurrieron los rasgos diversos y conocidos mucho antes del arlequín y bobo, del rústico y sencillo labrador ó pastor (simple) y del criado medroso, sazonado con los nuevos satíricos, que le añadía la observación del autor. El gracioso de Lope de Vega no es, sin embargo, como los posteriores, un personaje de estereotipia. Aunque algunos (especialmente Calderón) lo consideren como necesario en toda comedia, presentándonoslo cuando es inútil ó perjudica al interés del conjunto, más bien que lo favorece (aludimos al Príncipe constante), Lope, más prudente, se guarda bien de incurrir en tales abusos. El gracioso de Lope nos ofrece también más variedad que el de sus sucesores, representado casi siempre por un criado hablador, y no sólo en su clase, puesto que unas veces es un rústico, otras un pastor ó un criado, sino en sus cualidades internas más generales de sencillez, ineptitud ó malicia, que distingue con delicadas gradaciones. La censura, que hasta los mismos poetas dramáticos han hecho de los servidores impertinentes[191], que, contra toda verosimilitud y contra las conveniencias del mundo, molestan con su charlatanería en las ocasiones más inoportunas, no alcanza á los graciosos de nuestro autor.

Con frecuencia sucede que concentra lo cómico en varios pasajes, no en uno solo, como se hizo luego exclusivamente. Maneja con singular habilidad la burla y la ironía. Su ingenio es inagotable, aunque siempre ameno hasta en sus extravíos, y lleno de esa infantil serenidad que tanto nos regocija, porque no nos ofende ni degenera en amarga sátira; de casi todas sus comedias se puede recoger rica cosecha de excelentes rasgos de esta índole. Merece más alabanza, sin embargo, el arte con que hace jugar á lo cómico un papel importante en la acción principal. Verdad es que los personajes cómicos se nos ofrecen pocas veces tomando parte en la acción, é interviniendo en su desarrollo; pero, á pesar de esto, forman un elemento esencial del conjunto de la composición; representan su parte refleja, y nos ofrecen el fallo de la razón imparcial y sobria acerca de los propósitos y actos de los personajes principales, cegados por sus pasiones y sus deseos exclusivos. Forman la parodia de los héroes; repiten en tan baja esfera las acciones, que en aquéllos obedecen á motivos ideales, y lo sublime se trueca en ridículo; todo su ingenio, sus ideas y sentimientos, así como las situaciones y diversas relaciones, que ocurren en la intriga capital, se convierte en motivo cómico y burlesco. Tal es uno de los medios, aunque no el único, de que se vale Lope, al ofrecernos personajes y escenas ridículas, puesto que, repetido con frecuencia, sería monótono; á menudo la parodia sólo se bosqueja, ó aparece en rasgos aislados, aunque no por esto dejan de ser, así el gracioso como los personajes de igual índole, parte importante del conjunto, ya sirviendo para analizar con perspicacia los afectos de los demás, para descubrir los secretos móviles de su espíritu y revelar sus ocultos pensamientos; ya interrumpen con sus burlas la seriedad del drama, para proporcionar cierto descanso á los espectadores, cuyo interés se ha excitado en demasía por el prolongado movimiento de los afectos y por la intensidad de su compasión, á fin de que recobren sus fuerzas y hagan frente á nuevas emociones.

Siendo tan diversas las obras de Lope, es difícil decir algo general sobre la composición, y sobre la traza y desenvolvimiento del plan de sus comedias. No puede negarse que su composición dramática adolece á veces de faltas capitales, aun cuando siempre demuestre su fecundidad en la creación de personajes, en el diseño de caracteres vivos é individuales, y en el arte con que maneja la lengua y la versificación. Ni remotamente, sin embargo, aludimos ahora á sus faltas de observancia de las dos unidades de lugar y de tiempo, tan censuradas por los críticos españoles, puesto que supondría que la tan absurda regla de la realidad ordinaria había de sustituir al arte verdadero. Ciertas comedias de Lope están llenas de sucesos incoherentes, que no imprimen por su valor poético mayor perfección al interés dramático. El dominio, que ejercía Lope en los asuntos que se proponía desenvolver, era tan grande (como lo prueban innumerables ejemplos) que intentaba en ocasiones realizar lo imposible, acumulando las fábulas en una misma obra, y juntando elementos heterogéneos y de todo punto inconciliables. Reina entonces tal confusión en las escenas, sin espacio ni facilidad para coexistir las unas al lado de las otras, que se anulan recíprocamente; por admirable que sea la riqueza de hechos y de pinceladas, cuando se consideran en sí, se estorban, y son demasiado heterogéneas para juntarse y componer un todo perfecto. Sus obras religiosas é históricas son las más propensas á estas faltas. Todos los materiales, que le suministra la tradición ó la historia, son acogidos en su plan sin omitir el más leve rasgo. Verdad es que se esfuerza, no ya en yuxtaponer, sino en ordenar y organizar, alrededor de un centro común, todos estos elementos dispersos; pero lo imposible lo es también para él: estos materiales heterogéneos, que se acumulan unos sobre otros, revelan desde luego, sin embargo, que no deben formar un todo orgánico; las composiciones, en que entran, no ofrecen en su acción unidad alguna, y el foco de la exposición se oculta con tales superposiciones ó radios, y han de quedar sin oportuna aplicación ni aprovechamiento, ó son entre sí contradictorios, ó con la intriga principal.

Otro defecto real, que se ha observado alguna vez en las obras de Lope, es que precipita el desenlace de sus dramas, sin la preparación debida y sin causa interior que lo justifique. Entre sus consejos teóricos dice, que, en cuanto sea posible, se deje á los espectadores en la incertidumbre de cuál será el término de la fábula; pero abusa á veces de esta opinión literaria, y lo dilata tan largo tiempo, que nada se vislumbra de él hasta la última escena, y el nudo no se desata natural, sino forzadamente. Su habilidad en excitar la atención y de estrechar más y más el enredo de la fábula, es, sin duda, maravillosa; pero su inclinación á lo raro y extraordinario le hace inventar á veces enredos, que sólo pueden desatarse destrozando la acción principal. En otros casos, en que sus dramas nos dejan en el alma un sentimiento de disgusto, observamos que el poeta, que comienza casi siempre con atrevimiento y energía incomparable, decae después en el desarrollo de su obra, ó que, arrastrado por un deseo inmoderado de escribir, ó cediendo á la necesidad de concluir pronto, no reflexiona en su plan, ni lo madura como debe.

Estos defectos, sin embargo, se encuentran sólo en una parte, proporcionalmente reducida, de las comedias de Lope, por cuya razón sería muy injusto graduar por ellas, en detrimento de su fama, sus talentos poéticos para las obras dramáticas. Casi todas son irreprensibles, aun bajo este aspecto, ofreciendo en cambio las pruebas más elocuentes de su buen sentido poético, y de su completo predominio en todos los elementos, que desenvuelven y perfeccionan las composiciones destinadas á la escena. Cuando en la tradición ó en la historia se encuentra un enredo enmarañado de sucesos y situaciones, un caos confuso que haría vacilar á otro cualquiera, Lope lo distribuye sin trabajo, separa de él lo superfluo ó perjudicial, y le imprime orden, enlace y orgánica dependencia. Si se trata de un hecho aislado, de una anécdota, que apenas ofrecería asunto para una sola escena, y de la cual se ha de formar un drama, siempre tiene preparada una invención á propósito, y sabe enlazarla con tanto arte al cimiento en que descansa, que forma el conjunto más bello y rico que puede desearse. A quienes presentan á Lope como á un genio puramente inculto, y hablan de su negligencia y mal método, diremos que el número de sus obras, que se distinguen por el más esmerado arreglo de las partes que las componen, por el cálculo más juicioso de los efectos, por su más prudente economía, de suerte que no hay en ellas escena ni personaje ocioso, no puede compararse con las escritas por ningún otro poeta, famoso por estas prendas. Algunas ofrecen en su distribución tal simetría, tal regularidad, tanto cuidado y previsión, que hay motivo para presumir que ha dominado en su traza la razón más fría, y que su efecto en el ánimo ha de ser de la misma especie. No es así, sin embargo, sino que, al contrario, reina en todas ellas tanta sencillez y naturalidad, que parece, al examinarlas, que su plan ha nacido por sí mismo en virtud de una ley orgánica interna. Cuando se analizan estos dramas, y se juntan todos los hilos que forman su complicada urdimbre, sorprende tanto la delicadeza y superioridad del bosquejo, que no parece sino que un velo aparente, imprimiendo la animación más natural y más estrecha, oculta el objeto del poeta. Y esto, en verdad, constituye la mayor excelencia del arte.

Hasta ahora, reflexionando, en general, en las obras dramáticas de Lope, nos hemos detenido principalmente en las propiedades, que, en íntimo enlace con las dotes poéticas, é inseparables de ellas, más bien pertenecen á la inteligencia y á la razón, que al genio verdaderamente creador, y que pueden llegar á perfeccionarse, en virtud de la actividad del entendimiento, de la aplicación y de la práctica constante. La inventiva es, sin embargo, el don que más brilla en Lope de Vega, esto es, el don concedido sólo al genio. No entendamos ahora por genio la extensa y mera invención de sucesos y circunstancias extraordinarias, sino, en su acepción poética más elevada, la fecundidad de la fantasía en crear asuntos reales, que la obedecen, y constituyen un solo cuerpo con la idea fundamental de la composición; la capacidad de deducir diversos sucesos y situaciones, mudanzas y catástrofes, del desarrollo de los caracteres y de sus choques, y de las relaciones, que surgen entre los personajes que toman parte en la acción, y los acontecimientos exteriores. En este punto descuella tan soberanamente el ingenio de Lope, que, con dificultad, podrá comparársele ningún otro poeta del mundo antiguo ó moderno. Ya en el número, proporcionalmente diminuto, de sus obras que existen, parece haber agotado todas las combinaciones dramáticas posibles, y no haber dejado á sus sucesores otro recurso que imitarlo; y á quien conozca un número considerable de sus comedias ha de ocurrírsele, que, cuando lee los dramas de otros poetas, encuentra á cada paso momentos y situaciones, comprendidas ya en los de Lope. Hasta en las comedias, que se distinguen por la acumulación de materiales desordenados, y que son defectuosas en cuanto á su composición, brilla esta inventiva de un modo deslumbrador; algunas ofrecen una verdadera mina de los más eficaces resortes dramáticos, y pueden dar argumentos para varias comedias; estos motivos ó resortes se indican más bien que se aprovechan ó perfeccionan, aunque no por esto hagan menos favor al poeta, excitando á un tiempo nuestra censura y nuestra admiración. Si, pues, la fecundidad de su ingenio, atendiendo á sus infinitas composiciones, superan á la idea que podemos formarnos del alcance de las fuerzas de un solo hombre, á lo que es dable esperar de la vida humana, ¡cuánto no ha de maravillarnos la riqueza de imaginación, que se descubre en todas sus obras! De la misma manera que la naturaleza, tan pródiga en conceder sus dones, ostenta sin trabajo su fuerza inagotable, así también derrama Lope, á manos llenas, por todas partes, las creaciones de su exuberante inventiva, como si fuese tan inagotable como aquélla. Parece un soberano omnipotente en el maravilloso país de la imaginación, que apura los ocultos tesoros de este mundo encantado.

Sin embargo, entre las ideas aisladas, que hemos expuesto acerca del mérito literario de nuestro poeta, nada hemos dicho de otras prendas que lo adornan; pero, ¡cuán indecible es la gracia y el agrado, de que reviste á sus imágenes! ¡Cuánta la lozanía y sencillez, que les prestan tan irresistible atractivo! ¡Cuán arrebatadoras y naturales las simpatías que nos inspiran! ¡Con qué torrente caudaloso de poesía inunda los objetos más insignificantes, adornándolos con los más bellos colores y con las más lindas flores! ¡Cuán mágico el poder, con que sabe cerrar el círculo seductor de la poesía, conmoviendo nuestro corazón, ya con los más suaves acordes, ya arrastrándonos con su brío y su violencia! ¡Cuánta, cuán viva y delicada es su jovialidad al lado de la seriedad más grave é imperiosa! ¡Cuánta es la claridad y la exactitud, con que en sus composiciones se reflejan la vida y la naturaleza en enérgicos rasgos, ofreciéndonos una fiel imagen del mundo, de la completa existencia y de los afectos de la humanidad, empleando sólo el arte en separar las excrecencias y angulosidades de la materia, y redondeando sus ásperas masas con plástica armonía!

La unión de todas las cualidades necesarias del poeta dramático, juntamente con el número de obras de primer orden que ha compuesto, es lo que ha producido la admiración inspirada por Lope á sus coetáneos y á la posteridad. Muchos poetas dramáticos de notabilísimo mérito han florecido en España después de Lope: algunos lo han aventajado en ciertas cualidades, ya en la mayor belleza de los detalles, ya en la regularidad de la composición, ya, por último, en la estructura externa del plan; pero ninguno ha reunido en tanto grado las conocidas ya en aquél, ni ninguno ha dejado tras sí tan copioso número de obras maestras.

En virtud, pues, de sus dotes poéticas y de su inagotable fecundidad, adquirió nuestro vate su popularidad sin ejemplo y su dominio en el teatro, á que aluden todos los escritores de su época. Los de toda España y los de aquellas ciudades, como Nápoles y Milán, Bruselas y Méjico, en que se hablaba la lengua castellana, resonaban con su fama, y casi no contaban con otro repertorio que con el de sus obras: todos se sorprendían al observar, que, después de haber arrebatado al público con sus innumerables comedias, jamás se agotase su inventiva, y que escribiese otra y otra; los espectadores esperaban siempre de él algo nuevo y mejor, y nunca defraudaba sus esperanzas. Pero Lope también (y esto explica lo caro, que fué á sus compatriotas y la principal causa del éxito prodigioso de sus obras) fué siempre español. Pensaba y sentía, amaba y odiaba lo mismo que su país; conocía todos los tonos, que habían de conmover más profundamente el corazón de sus conciudadanos, y sabía formar con ellos los más gratos acordes; no le eran extraños ninguno de los medios capaces de granjearse sus simpatías; apoderábase de todos los elementos poéticos, predominantes en la tradición y en la historia, en las creencias y en la vida de su pueblo; llevaba al teatro todas las fuentes de poesía, que manaban del suelo español, poseyendo el arte de comunicar nueva vida á las antiguas y desfiguradas leyendas de épocas anteriores, utilizándolas en infundir ardor y fuerza en el sentimiento nacional. Cuando los españoles contemplaban así su propia imagen; cuando conocían de esta manera los célebres y culminantes sucesos de los tiempos pasados, y los más grandiosos é interesantes de los presentes en el brillante espejo de su poesía, ¿cómo no habían de agradecerlo al poeta, cómo no admirarlo, cuando por su mediación veían elevarse tan alto el pueblo á que pertenecían?

Si, descendiendo ahora de lo general á lo particular, echamos una ojeada á las diversas obras dramáticas de Lope, no nos será dable dejar de maravillarnos al recordar la infinita variedad de asuntos que ha manejado, y de alabar la gran diversidad de formas dramáticas que en ellas se encuentran. Antójasenos su teatro un mundo lleno de incomparable riqueza de fenómenos, así externos como internos. Acaso no haya en la historia y en la tradición de todos los pueblos antiguos y modernos, asunto alguno de índole dramática, que no haya manejado; lleva á la escena los más transcendentales sucesos de Estado y las guerras más encarnizadas, á la vez que las discusiones más sutiles de la teología escolástica, y argumentos, que serían imposibles para otros, se convierten en dramas en sus manos. Ningún teatro de ninguna nación ofrece ejemplo de clase ó especie dramática, cuyo tipo no se halle en sus obras[192]. Pero justamente esta misma variedad, que en ellas se observa, dificulta en sumo grado la realización de nuestro propósito de trazar un bosquejo del teatro de Lope, sin olvidar el todo por las partes ó las partes por el todo, y sin traspasar tampoco los límites que nos señalamos. El análisis y prolija crítica de algunas obras aisladas, nos daría, seguramente, una idea incompleta de todo su repertorio, y, por el contrario, si bajo puntos de vista generales tratáramos de muchas producciones suyas, nos expondríamos á no conocerlas en concreto. Este último, sin embargo, sin apartarnos de nuestro propósito, y en cuanto nos sea posible, es el fin que nos guía; y para mayor claridad clasificaremos en sus varias especies los dramas de nuestro poeta, ya con arreglo á su asunto, ya á la manera de desenvolverlo. Los datos aislados que ofrecemos de cada una de ellas, serán naturalmente muy compendiosos, más bien con el objeto de dar á conocer al lector, en general, ciertos argumentos manejados por Lope, que la forma dramática que los caracteriza.

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Este libro se acabó de imprimir
en Madrid, en casa de
Manuel Tello, el día
31 de Agosto del
año de
1886
.

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NOTAS:

[1] Al menos es cierto que las noticias sobre la vida y obras de Cervantes, que se hallan en las modernas ediciones francesas y alemanas de Don Quijote, adolecen de tan groseros errores, que serían imperdonables, aun sin la existencia anterior de tan concienzudos trabajos.

[2] Créese que el romance sobre los celos, de que habla en su Viaje al Parnaso, es el del Romancero, que comienza: Yace donde el sol se pone. (Véase el Romancero de Ochoa, pág. 508.)

[3] Prólogo á las Novelas.

[4] Parte de lo que le sucedió en el servicio militar y en el cautiverio, de que hablamos, se halla entretejido en su novela de El cautivo; pero es un error, en que han incurrido casi todos sus biógrafos, pensar que cuanto en ella cuenta es suyo y verdadero. Navarrete es el primer crítico que lo ha negado, fundando la biografía de Cervantes en documentos históricos. En nuestra narración seguimos generalmente á aquel autor, no siéndonos posible indicar con minuciosidad las pruebas históricas que nos han servido en toda ella, que pueden verse en los Apéndices del excelente trabajo de Navarrete.

[5] Dos tentativas semejantes de cristianos cautivos describe él en la comedia titulada El trato de Argel.

[6] Cervantes, Los baños de Argel, jornada 3.ª—Mármol, Vida del P. Gracián, parte 2.ª, cap. 7.º, pág. 80.—Haedo, diálogo 2.º, fol. 154.

Gallardo inserta, en el núm. IV de su Criticón, el extracto de una relación inédita de cierto Diego Galán, acerca de su cautiverio en Argel, el cual habla con este motivo de las representaciones con que pasaban el tiempo los esclavos cristianos. Por el año de 1589, según se dice en el documento indicado, lograron los españoles, que se encontraban en el campamento del Pachá, que se les concediese licencia para poner en escena una comedia sobre la rendición de Granada. Ya se habían distribuído los papeles y preparádose arneses de cartón y espadas de madera para este objeto, cuando el encargado del papel del rey Fernando puso en gran peligro la vida de sus compañeros y la suya propia. No contento con esas armas de juguete, consiguió que el capitán de un buque inglés, anclado en el puerto, le proporcionara un capacete, una espada y una armadura; se descubrió su proyecto, y corrió por la ciudad el rumor de que se habían conjurado los esclavos para rebelarse, siendo esto causa de que el populacho enfurecido asesinara á muchos cristianos. Llegó también este suceso á oídos del Pachá, que dió tormento á algunos esclavos para obligarlos á declarar la verdad, convenciéndose al fin de que sólo habían tratado de representar una comedia; pero se vió, no obstante, en la necesidad de entregar seis españoles á la amotinada chusma de Argel, que les dió una muerte horrorosa.

[7] V. á Navarrete, pág. 366.

[8] Del testimonio de D. Antonio de Sosa se deduce que Cervantes escribió versos en Argel. V. á Navarrete, pág. 56.

[9] Suárez de Figueroa, Plaza universal.—Rojas, l. c.—Cervantes, Prólogo á las com. y Viaje al Parnaso.

[10] Sirvan de prueba las líneas siguientes, que pueden ser aumentadas con nuevos datos: La gitanilla de Madrid sirvió á Montalbán y á Solís para componer dos piezas de igual nombre.

[11] Como es interesante conocer las localidades en que han vivido famosos personajes, paréceme oportuno extractar algunas noticias de unos artículos excelentes sobre la topografía de Madrid, publicadas por Mesonero Romanos en El Semanario Pintoresco. Cervantes habitó, en varias épocas de su vida, en la plazuela de Matute, detrás del Colegio de Loreto; en la calle del León, número 9 antiguo y 8 moderno; en el año de 1614, como consta del apéndice del Viaje al Parnaso, en la calle de las Huertas, frente á las casas que acostumbraba habitar el príncipe de Marruecos, cerca del ángulo de la calle del Príncipe, quizás en el núm. 16 moderno; murió al fin en la calle del León, manzana 228, núm. 20 antiguo y 2 moderno: esta casa fué derribada en el año de 1833, levantándose en su solar una nueva con un busto de Cervantes y una inscripción, cuya casa tiene su entrada por la calle de Francos, en cuya esquina se encuentra. Esta última calle, en donde vivió también Lope de Vega, lleva hoy el nombre de calle de Cervantes, que debía corresponder á la calle del León, puesto que la puerta de la casa en donde vivía nuestro gran poeta tenía su entrada por ésta.

[12] Dice que las comedias llegaron á un alto grado de perfección desde que se representaron en los teatros de Madrid su Trato de Argel, La destrucción de Numancia y La batalla naval, en las cuales redujo á tres las cinco jornadas que se usaron hasta entonces. Añade que él fué el que indicó, ó más bien el primero que sacó á la escena los pensamientos y afectos más ocultos del alma, llevando al teatro personajes alegóricos con aplauso y general alegría de los espectadores, y que escribió en este período sobre veinte ó treinta comedias, que fueron representadas sin el acompañamiento de cohombros y otros frutos arrojadizos de la misma especie, pasando sin silbidos, gritos ni alborotos.

[13] Viaje al Parnaso; adjunta; Don Quijote, tomo I, cap. 48.

[14] Rojas dice que es de la época que las comedias de La Cueva.

[15] La Numancia, todavía á la antigua usanza, se divide en cuatro jornadas, al paso que La batalla naval sigue la nueva de tres. Cervantes, como hemos visto más arriba, pretendía ser el autor de esta novedad; mas para que hablase con razón, era preciso que lo hubiese hecho lo más pronto en la época de Virués, ó lo que es lo mismo, no antes de 1585.

[16] La suposición de que esta comedia es idéntica á La gran Sultana, impresa después, es falsa, puesto que la última se funda en un suceso que ocurrió á principios del siglo XVII. (V. á Navarrete, Vida de Cervantes, página 360.)

[17] Comedias de Lope de Vega, tomo XIV: Madrid, 1620.

[18] Hállase El mercader amante en El Norte de la poesía española: Valencia, 1616, y La enemiga favorable en el tomo V (apócrifo) de las Comedias de Lope de Vega.

[19] «Algunos años há (dice en el Prólogo de sus comedias), que volví yo á mi antigua ociosidad, y pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví á componer algunas comedias; pero no hallé pájaros en los nidos de antaño: quiero decir, que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía, y así las arrinconé en un cofre, y las consagré y condené al perpetuo silencio. En esta sazón me dijo un librero que él me las comprara, si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso nada; y si va á decir la verdad, cierto que me dió pesadumbre el oirlo, y dixe entre mí: O yo me he mudado en otro, ó los tiempos se han mejorado mucho, sucediendo siempre al revés, pues siempre se alaban los pasados tiempos. Torné á pasar los ojos por mis comedias y por algunos entremeses míos, que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas, ni tan malos, que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor, á la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos. Aburríme, y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa, como aquí se las ofrece: él me las pagó razonablemente; yo cogí mi dinero con suavidad, sin tener cuenta con dimes y diretes de recitantes: querría que fuesen las mejores del mundo, ó á lo menos razonables: tú lo verás (lector mío), y si hallares que tienen alguna cosa buena, en topando á aquél mi maldiciente autor, díle que se enmiende, pues yo no ofendo á nadie, y que advierta que no tienen necedades patentes y descubiertas; y que el verso es el mismo que piden las comedias, que ha de ser de los tres estilos el ínfimo, y que el lenguaje de los entremeses es propio de las figuras que en ellos se introducen; y que para enmienda de todo esto le ofrezco una comedia, que estoy componiendo, y la intitulo: El engaño á los ojos, que (si no me engaño) le ha de dar contento. Y con esto Dios te dé salud, y á mí paciencia.»

[20] En la segunda jornada salen dos figuras de ninfas, vestidas bizarramente, cada una con su tarjeta en el brazo: en la una viene escrito Curiosidad, en la otra Comedia.

«Curiosidad.¿Comedia?
Comedia.Curiosidad,
 ¿Qué me quieres?
Curiosidad.Informarme,
 Qué es la causa porque dexas
De usar tus antiguos trajes,
Del coturno en las tragedías,
Del zueco en las manuales
Comedias, y de la toga
En las que son principales:
Cómo has reducido á tres
Los cinco actos, que sabes,
Que un tiempo te componían
Ilustre, risueña y grave:
Ahora aquí representas,
Y al mismo momento en Flandes:
Truecas, sin discurso alguno,
Tiempos, teatros, lugares:
Véote, y no te conozco:
Dame de ti nuevas tales,
Que te vuelva á conocer,
Pues que soy tu amiga grande.
Comedia.Los tiempos mudan las cosas
Y perfeccionan las artes;
Y añadir á lo inventado,
No es dificultad notable.
Buena fuí pasados tiempos,
Y en éstos, si los mirares,
No soy mala, aunque desdigo
De aquellos preceptos graves,
Que me dieron y dejaron.
En sus obras admirables
Séneca, Terencio y Plauto,
Y otros griegos que tú sabes.
He dexado parte de ellos,
Y he también guardado parte,
Porque lo quiere así el uso,
Que no se sujeta al arte.
Ya represento mil cosas,
No en relación, como de antes,
Sino en hecho, y así es fuerza
Que haya de mudar lugares.
Que como acontecen ellas
En muy diferentes partes,
Vóime allí donde acontecen,
Disculpa del disparate.
Ya la comedia es un mapa,
Donde no un dedo distante
Verás á Londres y á Roma,
A Valladolid y á Gante.
Muy poco importa al oyente,
Que yo en un punto me pase
Desde Alemania á Guinea,
Sin del teatro mudarme.
El pensamiento es ligero;
Bien pueden acompañarme
Con él, do quiera que fuere,
Sin perderme ni cansarme.»

[21] He aquí los requisitos necesarios en un buen cómico, tales como los expresa Urdemalas en la jornada tercera de dicha comedia (Madrid, 1749, tomo II, página 289):

«De gran memoria primero;
Segundo, de suelta lengua;
Y que no padezca mengua
De galas es lo tercero.
Buen talle no le perdono,
Si es que ha de hacer los galanes:
No afectado en ademanes.
Ni ha de recitar con tono.
Con descuido, cuidadoso:
Grave anciano: joven presto:
Enamorado compuesto:
Con rabia si está celoso.
Ha de recitar de modo,
Con tanta industria y cordura,
Que se vuelva en la figura
Que hace, de todo en todo.
Á los versos ha de dar
Valor con su lengua experta;
Y á la fábula que es muerta,
Ha de hacer resucitar.
Ha de sacar con espanto
Las lágrimas de la risa,
Y hacer que vuelvan con risa
Otra vez al triste llanto.
Ha de hacer que aquel semblante
Que él mostrare, todo oyente
Le muestre; y será excelente
Si hace aquesto el recitante.»

[22] Cuatro han sido traducidos al alemán, y se hallan en mi Spanischen Theater: Francfort, a. M. 1845, tomo I.

[23] Sedano, Parnaso español, tomo VI.

[24] Aparecieron impresas por primera vez en el tomo VIII de El Parnaso español.

[25] Tales son dos tragedias, tituladas Dido y La destrucción de Constantinopla, de Gabriel Lasso de la Vega, impresas en su Romancero: Alcalá, 1587. (V. Los hijos ilustres de Madrid.)

Las tragedias de Gabriel Lasso de la Vega, que yo he leído después, son, sin duda, muy parecidas á las de Virués. El tomo, que las contiene, lleva el título de Primera parte del Romancero y Tragedias de Gabriel Lasso de la Vega, criado del Rey N. S. Natural de Madrid: Alcalá de Henares, en casa de Juan Gracian, año de 1587. Constan las dos de tres jornadas, y están escritas en diversas medidas métricas, como octavas, tercetos, silvas, quintillas, etc. La tragedia de Honra de Dido restaurada, expone las pretensiones amorosas de Yarbas, rey de Mauritania, para obtener la mano de la reina de Cartago, y la muerte de ésta. En la Tragedia de la ruyna de Constantinopla, cabeza del imperio Griego, por Mahometo Solimán, Gran Turco, figuran muchos personajes alegóricos, como la imagen de la república, la discordia, la envidia y la ambición.

Entre los dramas, que precedieron á la nueva forma dramática, que dió á la comedia Lope de Vega, merecen también mencionarse La comedia jacobina, en tres actos, en el Libro de poesía Christiana, moral y divina, compuesto por el Dr. Fr. Damian de Vegas: en Toledo, por Pedro Rodriguez, 1590; además esta otra, que sólo se encuentra manuscrita: Fiestas Reales de justa y torneo, pleito sobre la iglesia, sacerdocio y reino de Christo. Farsa en cinco actos, en verso, por Fr. Miguel de Madrid. Al fin dice: Fecha en Nuestra Señora del Parral (de Segovia) á 13 de abril de 1589 años.

En la rica y valiosa colección de comedias antiguas manuscritas, que forman la joya más preciosa de la biblioteca del duque de Osuna, se encuentran los siguientes manuscritos de comedias antiguas de índole popular:

Las burlas de Benytico. En la cubierta, y del propio puño y letra, se lee claramente el año de 1586.

El cerco y libertad de Sebilla por el Rey Don Fernando el Santo; al fin se lee: «A gloria de dios se representó en Balladolid por Villegas, autor de Comedias, año de 1595. Es de Luis de Venabides este original.»

Comedia de El tirano Corbanto. En la cubierta se leen estas curiosas palabras: «Perdone V., señor venavides, por la tardanza que no emos podido mas: aquí llevan esta comedia del Rey corvanto y la otra del Gigante Goliat, y acá queda la comedia de leandro. Procurarse á enviar antes de Pasqua con el primer mensagero que ubiere, que por no estar sacado mas de la comedia no se envia. Ella estará allá á mas tardar El Viernes ú el Sábado. De Peñafiel á quatro de mayo de 1585 años.»

[26] Uno de estos Morales, aunque no se sepa cuál de ellos, fué el autor de una comedia famosa titulada El conde loco, de la misma época, según apunta Rojas, que las tragedias de Virués. (V. á Navarrete, V. de C., página 530.)

[27] Pellicer, pág. 121.—Mariana, de spectactulis, capítulo 15.

[28] En un libro muy raro, escrito á fines del siglo xvi (la licencia de la impresión es de 1600), se encuentran algunas observaciones dramáticas, dignas, á mi juicio, de ser conocidas, porque prueban que, en este tiempo, los nombres técnicos, que después se usaron comunmente para distinguir las diversas especies de comedias, tenían en esta época una significación incierta. El libro es éste:

Cisne de Apolo de las excelencias y dignidad y todo lo que al Arte poetico y versificatorio pertenece. Los metodos y estylos que en sus obras deve seguir el poeta, por Luys Alfonso de Carvallo, Clerigo: Medina del Campo, 1602.

«Pagina 124 a. Si comprehender quisiesemos todo lo que á la comedia pertenece, á su traza y orden, mucho avria que decir, y seria nunca acabar el querer decir los subtiles artificios y admirables trazas de las comedias, que en nuestra lengua se usan, especialmente las que en nuestro tiempo hacen con tan divina traça enriqueciendolas de todos los géneros de flores, que en la poesia se pueden imaginar y porque desta materia sera mejor no decir nada que decir poco, solo dire lo que en comun y generalmente deve tener la comedia, que son tres partes principales, en que se divide, las cuales se llaman en griego Prothesis, Epithasis y Catastrophe, que son, como en todas las cosas humanas, la ascendencia, existencia y decadencia. Aunque estas son las partes principales, que en si tiene la Comedia, con todo se suele dividir en quatro ó cinco jornadas. Pero lo mejor es hazer tres jornadas solamente, una de cada parte de las principales. Jornada es nombre Italiano, que quiere decir cosa de un dia, porque giorno significa el dia. Y tómase por la distincion y mudança, que se hace en la Comedia de cosas sucedidas en diferentes tiempos y dias, como si queriendo representar la vida de un Santo hiciesemos de la niñez una jornada, de la edad perfecta otra, y otra de la Vejez.

La loa ó prologo de la Comedia, que otros llaman introito ó faraute, no es parte de la Comedia, sino distinto y apartado, y asi dire aora lo que del se puede dezir. Al principio de cada Comedia sale un personage á procurar y captar la benevolencia y atencion del auditorio, y esto haze en una de cuatro maneras; comendativamente, encomendando la fábula, historia, poeta ó autor que la representa. El segundo modo es relativo, en el cual se zayere y vitupera el murmurador ó se rinde gracias á los benévolos oyentes. El tercer modo es argumentativo, en el qual se declara la historia ó fábula que se representa, y este con razon en España es poco usado, por quitar mucho gusto á la Comedia, sabiendose antes que se represente el suceso de la historia. Llámase el quarto modo misto, por partipar de los tres ya dichos; llamaronle introito por entrar al principio; faraute por loa, en la Comedia, al auditorio ó festividad, en que se traze. Mas ya le podremos asi llamar, porque han dado los poetas en alabar alguna cosa, como el silencio, un número, lo negro, lo pequeño, y otras cosas, en que se quieren señalar y mostrar sus ingenios, aunque todo deve ir ordenado al fin que yo dixe, que es captar la benevolencia y atencion del auditorio.

«Auto es lo mismo que Comedia, que del nombre la hizo Acto: se deriva y llamase propiamente auto cuando ay mucho aparato, invenciones y aparejos; y farsas, cuando ay cosas de mucho gusto aunque se tome comunmente por la propia compañía de los que representan. Al fin Comedia se llama escrita, Auto representada; y farsa la comunidad de los representantes.»

[29] V. la pág. 166 del tomo I.

[30] Juvenal, Sat. XI, v. 162.—Martial, lib. III, epístola 63, v. 5, lib. I, ad Taranium et passim.—Plin., libro I, epíst. 15.—González de Salas, Ilustración á la Poética de Aristóteles, sección 8.ª

[31] Jovellanos, Memoria sobre las diversiones públicas: Madrid, 1812, pág. 17.

[32] V. á Raynouard, Choix, etc., II, 242, 244, v. 40.

[33] Lope de Vega, Dorotea, tomo I.—Pellicer, Notas al Don Quijote.

[34] Rojas, l. d., l. c.

[35] Jovellanos, l. c., 54.

[36] Nombre de otro baile.

[37] «Les entreactes étaient mêles de danse au son des harpes et des guitarres. Les comediennes avaient des castagnettes et un petit chapeau sur la tête. C'est la costume quand elles dansent, et lorsque c'est La Sarabande il ne semble pas qu'elles marchent, tant elles coulent legèrement. Leur manière est toute differente de la nôtre; elles donnent trop de mouvement á leurs bras, et passent souvent la main sur leur chapeau et sur leur visage avec une certaine grâce qui plaît assez. Elles jouent admirablement bien les castagnettes.» Relation du voyage á Spagne de la comtesse d'Aulnoy: A la Haye, 1705.

[38] V. La ilustre fregona, de Cervantes.

[39] González de Salas, Ilustración á la Poética de Aristóteles, sección 8.ª

[40] Colección de las mejores coplas de seguidillas, tiranas y polos que se han compuesto para cantar á la guitarra, por D. Preciso: Madrid, dos tomos. Tomo I, página 12.

[41] Poesías de Francisco de Quevedo: Bruselas, 1670, tomo III, pág. 233.—Joco-serias, burlas veras ó reprehensión moral y festiva de los desórdenes públicos, en doce entremeses representados y veinticuatro cantados. Van insertas seis loas y seis jácaras, que los autores de comedias han representado y cantado en los teatros de ésta corte, por Luis Quiñones de Benavente: Madrid, 1645.

[42] V. las Obras líricas y cómicas de D. Antonio Hurtado de Mendoza: Madrid, 1728, págs. 145 y siguientes.

[43] Así lo prueban claramente los ejemplos siguientes:

«Nace amor como planta
En el corazón;
El cariño la riega,
La seca el rigor.
Y si se arraiga,
Se arranca al apartarle
Parte del alma.
Pensamiento que vuelas
Más que las aves,
Llévale ese suspiro
A quien tú sabes;
Y dile á mi amor
Que tengo su retrato
En mi corazón.
A la rama más alta
De tu amor subí;
Vino un aire contrario
Y al suelo caí;
Que esto sucede
Al que en alas de cera
Al sol se atreve.»

[44] V. las Poesías de D. Alberto Lista, primero que las ha compuesto.

[45] Memorias de la Academia de la Historia, tomo VI, ilustr. 5.ª—Prescott, History of the reign of Ferdinand and Isabella, tomo III, pág. 484.

[46] Campomanes, Discurso sobre la educación popular de los artesanos, tomo II, pág. 472.—Bernardo Ward, Proyecto económico sobre la población de España, tomo II, cap. 3.º—L. Marineo, Cosas memorables: Alcalá, 1539, págs. 11 y 19.—Navagiero, Viaggio fatto in Spagna et in Francia: Vinegia, 1563, fols. 26 y 35.

[47] Campomanes, II, 140.—Pragmáticas del reino, fol. 146.—Turner, History of England, vol. IV, pág. 90.

[48] V. el Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las bellas artes en España, por J. A. Ceán Bermúdez: Madrid, 1800.

[49] Ad Franciscum Vergaram (1527): Hispania vestra quum semper et regionis amœnitate fertilitateque, semper ingeniorum eminentium ubere proventu, semper bellica laude floruerit, quid desiderari poterat ad summam felicitatem, ut nisi studiorum et eruditionis adjungeret ornamenta, quibus aspirante Deo paucis annis sic effloruit, ut cœteris regionibus quamlibet hoc decorum genere, prœcellentibus vel invidiœ queat esse vel exemplo.—A Francisco Vergara: de tal manera floreció siempre vuestra España por la amenidad y fertilidad de su suelo, por la fecundidad y abundancia de sus ingenios eminentes y por sus glorias bélicas, que sólo le faltaba, para alcanzar la suprema felicidad, añadir á esos timbres los de las ciencias y las letras, en las cuales ha adelantado de tal suerte, con ayuda de Dios, que á todas las demás regiones, notables en este sentido por sus progresos, puede servir ya de envidia ó de ejemplo.—(T. del T.)—Erasmi, epístola, página 977. V. también la pág. 755.

[50] Memorias de la Academia de la Historia, tomo VI, ilustr. 16.—Lampillas, Letteratura Spagnuola, tomo II, págs. 382 y siguientes y 792 y siguientes.—Marineo, Cosas memorables, fol. 11.—Semanario erudito, tomo XVIII.

[51] Clemencín, Elogio de la reina Isabel.—Méndez, Typografía española, págs. 35 y siguientes.

[52] Merece observarse que las absurdas creencias en encantamientos, que tan extendidas estuvieron en Alemania, Inglaterra y Francia hasta hace poco, no se admitieron generalmente en España, mirada de ordinario como patria de toda superstición. En la época, en que se quemaban á millares hechiceros alemanes y era un delito dudar siquiera de los pactos con el diablo, se burlaban los españoles de estas cosas, mirándolas como delirios y engaños de la plebe. Véase el Coloquio de los perros y el Licenciado Vidriera, de Cervantes, y las comedias de Lope de Vega y de Agustín de Salazar, tituladas El caballero de Olmedo y La segunda Celestina. En la primera se dice así:

«No creo en hechicerías,
Que todas son vanidades:
Quien concierta voluntades
Son méritos y porfías.»

Y en la última se lee la siguiente:

«Pues, Tacón, así son toda;
Y no que tengan te asombres
Con los necios opinión,
Porque las brujas lo son
Porque son tontos los hombres.»

[53] Jovellanos, Memorias sobre las diversiones públicas, pág. 36.—Navarrete, Vida de Cervantes, págs. 113 y 456.

[54] Dice así Lope de Vega en el tomo XV de sus Comedias, en la dedicatoria á D. Rodrigo de Tapia, caballero de Santiago, de la titulada El ingrato arrepentido: «Las acciones de una plaza no son inferiores á las justas y torneos de á caballo, antes bien de más gallarda osadía, por la ferocidad del enemigo; que un caballero que en una justa acomete armado á su contrario, si bien lleva el peligro, de quien fué lastimoso ejemplo el rey de Francia, y se celebra con razón la censura de aquel hermano del turco que dijo que para veras era poco y para burlas mucho, no le tiene tan grande como esperando un toro: la destreza, ánimo y valentía con que vuestra merced acometió y rindió la fiereza del más bravo que ha visto el Tajo ni creado Jarama en sus riberas pareció á los ojos de S. M., de SS. AA. y de toda esta corte una acción digna de tales años, de tales ascendientes y de tales obligaciones que, acompañado de tales galas, me obligó aquel mismo día á provocar las musas, con envidia de otras plumas», etc.

[55] Mariana, De rebus hispanicis, lib. XI, caps. 13 y 14.—Andrés Mendo, De ordinibus equestribus.—Caro de Torres, Historia de las órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara: Madrid, 1629.

[56] Calderón, por ejemplo, se inspiró en El Caballero del Febo para escribir su Castillo de Lindabridis; en el Fierabrás, para componer su Puente de Mantible; Montalván, en El Palmerín de Otiva, para escribir su comedia de igual título, etc.

[57] Séanos lícito aludir aquí, de paso, á un arte que llegó en España á grande altura, y de la cual apenas tratan los historiadores que han escrito hasta ahora de este punto. Hablamos de la escultura de color en madera, que produjo innumerables obras en toda la Península, y principalmente en las provincias meridionales. Las mejores son del siglo xvii, en que florecieron muchos insignes maestros, como Montañés, Alonso Cano, Bernardo de Mora, y Pedro y Alonso de Mena. Obras maestras de esta especie, tan notables por la perfección de su escultura como por su color puro y de buen gusto, se hallan en Sevilla (en el hospital de la Caridad, la Cartuja, etc.), y en Granada (en San Jerónimo y en el nuevo Museo provincial).

[58] V. la memoria histórica de D. José de Castro y Orozco, titulada Bellas Artes de Granada: Granada, 1839, pág. 37, y á Ceán Bermúdez, Diccionario histórico, etc., passim.

[59] Hállanse excelentes composiciones líricas de esta especie de poesía antigua española, tan común como bella, en La Floresta, de Böhl de Faber.

[60] Suárez de Figueroa dice, en su Pasajero (Madrid, 1617, pág. 118), que á las justas literarias acudían más poetas que arenas hay en la mar, y que en una, celebrada hacía poco en honor de San Antonio de Padua, se reunieron más de 5.000 composiciones poéticas de todo género, con las mejores de las cuales, no sólo se cubrieron los dos coros y las paredes de la iglesia, sino que sobraron otras muchas, suficientes en número para revestir á cien monasterios.

[61] Lo del arpa tiene todas las apariencias de un golpe de violón del escritor francés.—(N. del T.)

[62] Histoire de la musique et de ses effets depuis son origine jusqu'a present: Lyon, 1705, tomo I, pág. 259.

[63] Véase la reseña que se halla en Ludovico Domenico, Raggionamento sopra la imprese di Paolo Giovio: 1561, pág. 178.

[64] Diálogos de la preparación de la muerte, por Don Pedro de Navarra: Zaragoza, 1567.

[65] Apotegmas, de Juan Rufo: 1596, pág. 5.

[66] La Diana, de Gil de Polo. Nueva impresión con notas al Canto del Turia: Madrid, 1802, pág. 515.

[67] Desengaño de amor, por el licenciado D. Pedro Soto de Rojas: Madrid, 1623, fol. 181.

[68] Véase, entre otros, á Christóbal Suárez de Figueroa, Plaza universal de todas las ciencias y artes: Madrid, 1615, pág. 63.—A Christóbal de Mesa, El patrón de España, 1611, pág. 218.—A Juan Yagüe de Salas, Los amantes de Teruel: Valencia, 1616, apéndice.—A Lope de Vega, Laurel de Apolo, dedicatoria al almirante de Castilla.

[69] No es extraño que aparezcan ahora nombres ya citados anteriormente. Lupercio Leonardo de Argensola y Cervantes pertenecen á la época precedente por sus trabajos juveniles, y por sus obras al período de la literatura española que examinamos.

[70] Toda esta parte de la historia de la poesía española, de que Bouterweck habla ligera y superficialmente, espera hasta aquí á un historiador que la estudie y exponga como es debido. Ya la Floresta, de Böhl de Faber, ofrece ricos materiales, no aprovechados, sin embargo, tanto por sus noticias bibliográficas, cuanto por los ejemplos que cita; y á pesar de esto, el compilador que quiera proseguir este curioso trabajo, encontrará todavía rica y no segada cosecha.

[71] El Don Policisne de Boecia (impreso primero en 1602) y la cuarta parte de El espejo de príncipes y caballeros (1605), cierran la serie de los libros de caballería publicados en España. Alguna que otra vez se reimprimieron más tarde los antiguos, y en extracto se venden actualmente al pueblo.

[72] En el prólogo á El pastor de Filida, de Montalvo, ofrece Mayans y Ciscar un abundante catálogo de novelas pastoriles de esta especie, pertenecientes las más al siglo xvii: Valencia, 1792, pág. 62.

[73] V. á Dieze zum Velazquez, pág. 376, y El tesoro de los poetas españoles épicos, por D. Eugenio de Ochoa: París, 1840, pág. 26.

[74] En Francia (dice Cervantes en el Persiles, tomo I, lib. III, pág. 163), ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana.—Lingard, History of England, V. VIII.

[75] Llorente ofrece muchos ejemplos singulares de la severidad, con que celaba la Inquisición las fronteras francesas, y así lo vemos en la historia de Antonio Pérez. (V. el Proceso contra Antonio Pérez: Madrid, 1780.) Véase también el memorial que hace Quevedo á Luis XIII (Bruselas, 1660, tomo I, pág. 234), que prueba el odio exagerado, que, por las causas indicadas, profesaban los españoles á los franceses.

[76] La traducción más antigua, que nosotros conocemos de clásicos franceses, es la de El Cinna, de Corneille, hecha por el marqués de San Juan (Madrid, 1713); y la única huella que algunos encontraron del conocimiento de las obras francesas por los dramáticos españoles del siglo xvii, se halla en El honrador de su padre, de Diamante. Ved sobre este punto el artículo que consagramos á Guillén de Castro y á Diamante.

[77] Quien desee formar una idea de la profunda antipatía que tenían los españoles á los ingleses, puede leer la Dragontea y la Corona trágica, de Lope, y la Oda al armamento de Felipe II contra Inglaterra, de Góngora.

[78] Léanse, entre otras, las siguientes obras de Beaumont y Fletcher, cuyo argumento está sacado de otras españolas: The Little french lawyer, de El Guzmán de Alfarache, pág. 2, cap. 4.º; The Spanish curate y The Maid of the Mill, de El Gerardo, de Gonzalo de Céspedes; The Chances, de La señora Cornelia, de Cervantes, y Love's pilgrimaje, de sus Dos doncellas. La historia de Alfonso en Wife for month es la de Sancho VII, rey de León, que se narra en diversos libros españoles. El Knight of the burning pestle es una reminiscencia del Don Quijote, The Beggar's Bush, de Fletcher, y The Spanish Gipsy, de Middleton y Rowley, se fundan en La fuerza de la sangre y en La Gitanilla, de Cervantes, etc.

[79] Collier, History of English dramatic Poetry, volumen II, pág. 408.

[80] I may boldly say it, because I have seen it, that the Palace of Pleasure, The Golden Ass, the Æthiopian History, Amadis de France and the Round Table, bawdy comedies in latin, french, italian, and spanish, have been thoroughly ran-sacked to furnish the playhouses in London.—(Puedo decir con toda seguridad, porque lo he visto, que el Palacio del placer, el Asno de oro, la Historia etiópica, Amadís de Francia y la Tabla Redonda, comedias obscenas en latín, francés, italiano y español, han sido enteramente destrozadas para abastecer á los teatros de Londres.—(N. del T.))—Collier, l. c., pág. 419.

Es digno de observarse que Roberto Green, uno de los más distinguidos é inmediatos predecesores de Shakespeare y autor del Friar Baco, refiere (en The repentence of R. Green) que había viajado por España, y que conocía los dramas españoles más antiguos. (R. Green's Work, by A. Dyce: Londres, 1831, vol. I, preface.)

[81] Sin embargo, The Custom of the country, de Fletcher, como indica V. Schmidt, en sus adiciones á la Historia de la poesía romántica, no es otra cosa en su conjunto, y conservando hasta los nombres, que una imitación de invenciones aisladas del Persiles, de Cervantes; y la escena, en que Guiomar defiende á los asesinos de su propio hijo, de los agentes de la justicia, es casi una traducción de la novela española. Sabido es también, que Los dos gentiles hombres de Verona, de Shakespeare, provienen de una novela, imitada de La Diana, de Montemayor.

La traducción inglesa más antigua de una comedia española (prescindiendo de La Celestina), es una de Sir Richard Fanshaw, de 1649, titulada To love for love's Sake, de Querer por sólo querer, de Antonio de Mendoza (véase un extracto de ella en los Specimens of english dramatic poets, de Lamb). Téngase en cuenta, ya que la ocasión es oportuna, que Fanshaw fué dos veces embajador inglés en Madrid, la primera en 1640, y la segunda en 1663 á 1666, en cuyo año murió. Ha traducido también el Pastorfido, de Guarini, y las Luisiadas, de Camoëns. En las Original letters of His Excellency Sir Richard Fanshaw during his embassies in Spain and Portugal: London, 1702, he buscado en vano algunas noticias del teatro español.

[82] Como entre la comedia The elder Brother, de Fletcher, y la de Calderón, De una causa dos efectos; entre la Twelfth Night de Shakespeare, y la comedia anónima La española en Florencia; entre la Maid of the Mill, de Beaumont y Fletcher, y La quinta de Florencia, de Lope; entre la Duchess of Malfy y El mayordomo de la duquesa de Amalfi, de Lope de Vega.

[83] The adventures of five hours (impresas primero en 1663) es una imitación de la comedia española titulada Los empeños de seis horas, y T'is better than it was (1665), de la condesa Digby de Bristol, de la de Calderón, Mejor está que estaba. También la Worse and worse, de la misma, es un arreglo de la de Peor está que estaba, y la Elvira or the worst not always true (1667) de la de Calderón, No siempre lo peor es cierto. (V. á Downes, The Prompter Roscius Anglicanus: 1708, pág. 26. Dodsley's collection of old Plays, vol. XII.)

[84] Collier, 1. c., pág. 69.

[85] Collier, History of englishe dramatic poetry, II, pág. 385.—Dodsley, Collection of old Plays, tomo I.

[86] Lope nació en 1562 y Shakespeare en 1564. Aquél se consagró al teatro algunos años antes que éste, pero la influencia preponderante de ambos en los de su patria comienza á hacerse sentir casi en la misma época, hacia 1590.

[87] Agustín de Rojas dice así (año 1602), después de hablar del arte dramático anterior, en tiempo de Virués:


«En efecto, éste pasó:
Llegó el nuestro, que pudiera
Llamarse el tiempo dorado,
Según el punto en que llegan
Comedias, representantes,
Trazos, conceptos, sentencias,
Inventivas, novedades,
Música, entremeses, letras,
Graciosidad, bailes, máscaras,
Vestidos, galas, riquezas,
Torneos, justas, sortijas,
Y al fin, cosas tan diversas,
Que en punto las vemos hoy,
Que parece cosa incrédula
Que digan más de lo dicho
Los que han sido, son y sean.
¿Qué harán los que vinieren,
Que no sea cosa hecha?
¡Qué inventarán, que no esté
Ya inventado? Cosa es cierta.
Al fin, la comedia está
Subida ya en tanta alteza,
Que se nos pierde de vista:
¡Plega á Dios que no se pierda!
Luce el sol de nuestra España;
Compone Lope de Vega,
La fénix de nuestros tiempos
Y Apolo de los poetas,
Tantas farsas por momentos,
Y todas ellas tan buenas,
Que ni yo sabré contarlas,
Ni hombre humano encarecerlas.»

Después menciona Rojas otros dramáticos, cuyo mayor número son los que, según Cervantes, «han ayudado á llevar esta gran máquina al gran Lope.»

[88] Lope de Vega llamaba á su Dorotea, que no está en verso, acción en prosa, y Calderón, á la pieza en dos actos titulada El Jardín de Falerina, representación de dos jornadas.

[89] Sirva esta prueba para demostrar que la palabra comedia era mucho más absoluta que la de tragedia, comprendiéndose la última en la primera. Varios poetas, más bien por capricho, que para indicar la diferencia esencial entre una y otra, pusieron á algunas obras suyas el nombre de tragedia; pero estas tragedias, en las antiguas ediciones, van seguidas casi siempre de las palabras sacramentales: comedia famosa.—Mira de Mescua acaba su tragedia del conde Alarcos (parte 5.ª de las comedias escogidas: Madrid, 1653) de esta manera:

«Damos fin á una tragedia
Que resulta en mayor gloria,
Y si os agrada la historia,
Dad perdón á la comedia.»

Lope de Vega apostrofa de esta suerte, en su Laurel de Apolo, al capitán Virués:

«¡Oh ingenio singular! en paz reposa,
A quien las Musas cómicas debieron
Los mejores principios que tuvieron;
Celebradas tragedias escribiste.»

Poca importancia debe darse también al título de tragicomedia, que suele preceder á algunos dramas españoles. Demuéstralo Lope de Vega en los prólogos ó dedicatorias de las suyas, que llevan aquel título, llamándoles comedias.

[90] Poética de Aristóteles, IV; Retórica, III, 8; Demetrius de elocutione, párr. 43.

[91] La estrofa, que originaria y propiamente se llama lira, constaba de cinco versos, y traía su nombre de una célebre oda de Garcilaso, que comenzaba así:

«Si de mi baja Lira
Tanto pudiese el son, que en un momento
Aplacase la ira
Del animoso viento
Y la furia del mar y el movimiento.»

Extendióse después este nombre á la estrofa pareada de seis versos, tal como aparece de los ejemplos siguientes de la jornada primera de Sin honra no hay valentía, de Moreto:

«Divino y claro objeto,
Del regalado Amor lugar sagrado,
De Venus dedicado
Por afable y gallardo y por secreto,
Donde Amor se regala,
Pluma del sol, que con su luz se iguala:
Jardín bello y florido
Que con decir agradecido basta,
Pues de flores vestido
Con tan clara limpieza honesta y casta,
Tesoro de Amaltea
Ejercitas en trono de la idea.»

Esta es la lira dramática. En los versos citados pueden verse las combinaciones posibles de los cuatro primeros. No hay necesidad absoluta de que alternen los versos de tres y de cinco pies, y el poeta puede seguir otro sistema, aunque obligándose á no variarlo, una vez adoptado, en las demás estrofas. Cuídese, sin embargo, de no confundir la lira con la silva, como lo han hecho muchos escritores.

[92] Quintillas de pie quebrado:

«No aumenten, doña María,
Mis ansias vuestros enojos,
Que en vos salen por los ojos
Parando en el alma mía.
No sabía
Que desposados los dos
(¡Ay honra, ay Dios!)
Cuando su fama ofendiera
Se atreviera
Al cielo, á mi honor y á Dios.»

(De Escarmientos para el cuerdo, de Tirso de Molina acto 3.º)

Versos pareados, el segundo de los cuales es quebrado:

«Abre la puerta vejona
Cara de mona,
Abre hechicera, bruja
La que estruja
Quantos niños hay de teta,
Por alcahueta
Once meses azotada
Y emplumada, etc.»

(De El Rufián castrucho, de Lope, acto 2.º)

[93] En efecto, no hace mucho que un filósofo ha clasificado las comedias españolas en tres clases, fundado en las tres ideas capitales, que así dominan en la tierra como en el cielo. Las comedias de capa y espada, representan la tesis; las heróicas, la antítesis, y las divinas, la síntesis; ó, en otras palabras, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

[94] Cuando en la loa al auto de Lope, titulado El Nombre de Jesús, se contesta á la pregunta de ¿qué son autos? de esta manera:

«Comedias á gloria y honor del pan,
Que tan devota celebra
Esta coronada villa.»

no se emplea la palabra comedia en su significación más estricta, sino en la más lata, en que expresa toda composición de forma dramática.

[95] La única excepción, que yo conozca, es la comedia La venganza honrosa, de Gaspar Aguilar, que en la parte 5.ª de La flor de las comedias de España (Madrid, 1616), lleva el título de comedia de capa y espada.

[96] Las comedias de ruido se llamaron también comedias de caso y comedias de fábrica. Lo primero consta del Día de fiesta, de Juan Zabaleta: Coimbra, 1666, parte 2.ª, pág. 95, y lo segundo de un escrito inédito de Bances Candamo sobre el drama español.

En la Rhythmica, de Caramnel (2.ª edición, Campaniae, 1668), se encuentran algunas observaciones, explicando ciertas voces técnicas del arte teatral español, dignas de ser conocidas:

«Autor de comedias apud Hispanos non est qui illas scribit aut recitat, sed qui comicos alit et singulis solvit convenientia stipendia.

Compañía de comediantes est illorun societas, qui sunt ad comediam agendam necessarii. Ad quorum etiam numerum spectant personae mutae, quae in obsequiis humilionibus serviunt et ipsi vocantur Mete-sillas, quia sellas in theatrum important.

Primer Papel et Segundo Papel dicitur qui agit primam, qui secundam personam. Prima persona solet esse Rex aut Regina. Interim qui primus est inter comicos, habet jus, ut eligat et agat personam, quam velit.

Entremés apud hispanos est comoedia brevis, in qua Actores ingeniose nugantur.

Actus est id quod hodie vocamus jornada: et jam praescripsit consuetudo, ut comoedia non nisi tres actus habeat et duabus horis representetur.

Hodie Prologus comoediis Hispanis praemittitur et vocatur Loa, quia profunditur in Auditorum laudes: et recitare prologum est echar la loa, quare laudes non tam dicantur quam in Auditores profundantur.

¿Quid est Plaustris ferre Poemata? Scint qui in Hispania viderunt las comoedias, quas Actos del Corpus vocamus: nam scenae et proscenium per publica fora vehuntur, ut notabat Horatius.»

Autor de comedias, entre los españoles, no es el que las escribe ni las recita, sino el que mantiene á los cómicos y paga á cada uno de ellos el estipendio convenido.

Compañía de comediantes es reunión de personas necesarias para representar la comedia. A cuyo número pertenecen también los personajes mudos, que sirven para ciertos oficios humildes, y se llaman Mete-sillas, porque son quienes las llevan al teatro.

Primer papel y segundo papel se dice el que representa á la primera y á la segunda persona. La primera persona suele ser el rey ó la reina. También el primer papel, entre cómicos, tiene el derecho de elegir y representar el personaje que quiera.

Entremés, entre españoles, es comedia breve, en la cual los actores hacen, sin formalidad, gala de su ingenio.

Acto es lo que hoy llamamos jornada: ya ha prescrito la costumbre de que la comedia tenga sólo tres actos, y se represente en dos horas.

Hoy precede un prólogo á las comedias españolas, llamado loa, porque se consagra á alabar á los espectadores; recitar el prólogo es echar la loa, dando á entender, no tanto que se necesitan esas alabanzas, cuanto que se derraman entre los espectadores.

¿Qué significa llevar poemas en carros? Sábenlo los que han visto en España las comedias, que llamamos Autos del Corpus, porque el escenario y el proscenio se llevan por las plazas públicas, como indicaba Horacio.—(T. del T.)

[97] «Dos caminos tendréis por donde enderezar los pasos cómicos en materia de trazas. Al uno llaman comedias de cuerpo; al otro de ingenio, ó sea de capa y espada. En las de cuerpo (que son las de reyes de Hungría ó príncipes de Transilvania), que suelen ser de vidas de santos, intervienen varias tramoyas y apariencias.»

Suárez de Figueroa, El pasajero: Madrid, 1617, página 104.

«El poeta juró que no escribiría más comedias de ruido, sino de capa y espada.»

Luis Vélez de Guevara, El diablo cojuela, tranco 4.º

[98] La señal externa, que diferencia á los autos de las comedias, es que aquéllos no se dividen, como éstas, en actos ó jornadas, aunque, á la verdad, haya algunos autos al nacimiento que se exceptúan de esta regla.

[99] Estas falsas denominaciones provienen de los años en que, como dijimos antes, se había prohibido la representación de las comedias, porque como la prohibición no se refería á los autos, se abusaba de este nombre para expender fraudulentamente mercancías de contrabando.

[100] Agustín de Roxas dice, en su Viaje entretenido (1603), que

«Las loas fueron inventadas
Para loar y eternizar los nombres,
Para hacer inmortales á las famas,
Para animar los hombres que emprendiesen
Cosas altas, empresas memorables,
Y en comedias antiguas y modernas
Para tener propicios los oyentes,
Para alabar sus ánimos hidalgos
Y para engrandecerles sus ingenios.»

López Pinciano, en su Philosophia antigua poética (Madrid, 1596, pág. 413), divide las loas ó los prólogos, porque tal es el nombre con que las llama, como erudito, en laudatorios, cuando son alabados el autor ó la obra; en relativos, cuando el poeta da las gracias al público, y contesta á sus enemigos; en argumentativos, en los cuales se ilustra lo futuro por lo pasado, y, por último, en mixtos.

[101] En El pasajero, de Suárez de Figueroa, pág. 109, se dice expresamente que en las farsas, que comunmente se representan, han ya abandonado esta parte, que llamaban loa. Y según de lo poco que servía, y cuán fuera de propósito era su tenor, anduvieron acertados.

[102] Muchas loas, que preceden á los autos de Calderón, no son suyas, sino escritas por otros por indicación de los editores.

[103] Roxas, por ejemplo, las menciona, que servían para alabar diversas ciudades de España, las estaciones del año, los días de la semana, el arte escénico, etc., y que, sin duda, podían recitarse antes que todos los dramas imaginables.

[104] Se ha quedado la costumbre de llamar entremeses las comedias antiguas, donde está en su fuerza el arte, siendo una acción y entre plebeya gente.—Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias.

[105] En todo lo que se ha escrito hasta ahora acerca del teatro español, y también en mi obra, se afirma que el primer teatro de corte de Madrid, ha sido el que mandó construir Felipe IV en el palacio del Buen Retiro Consta, sin embargo, de un manuscrito de la Biblioteca nacional de Madrid, titulado «Relaciones de las cosas sucedidas, principalmente en la corte, desde el año de 1599 hasta el de 1614, por Luis Cabrera de Córdoba,» que ya á principios del siglo xvii, en el palacio ó alcázar real, que existía en el mismo lugar en donde está hoy el palacio real (al poniente de Madrid, mientras el Buen Retiro estaba al Oriente), se representaron algunas comedias, y que Felipe III, además del teatro, que al parecer hubo de existir en uno de los salones de su palacio, mandó construir otro en las casas del Tesoro, cerca de su residencia. El pasaje citado, que lo confirma, dice así: «Madrid á 20 de Henero 1607. Hase hecho en el segundo patio de las casas del Tesoro un Teatro, donde vean SS. MM. las comedias como se representan al pueblo en los corrales que están deputados para ello, porque puedan gozar mejor dellas que quando se les representa en su sala, y así han hecho alrededor galerías y ventanas, donde esté la gente de palacio, y SS. MM. irán allí de su camera por el pasadizo que está hecho, y las verán por unas celosías.»

De este mismo manuscrito copio algunas otras noticias:

«Madrid á 9 de Octubre 1599. SS. MM. llegaron á Zaragoza á los 11 del pasado.

Hubo fiesta de toros y juego de cañas, y el día San Mateo un torneo de á caballo en una plaza que llaman de Nuestra Señora, donde se hizo una montaña con ciertos repartimientos, que se representan en ella autos y otras invenciones.

Valladolid á 9 de Febrero 1602. A los trece del pasado el Duque de Lerma hizo á Sus Magestades una grande fiesta en el cuarto, donde pasa en Palacio en ciertos aposentos y galerias que tienen alli muy buenas.—De alli pasaron Sus Magestades á otra sala muy bien aderezada, y delante de los Reyes estuvieron las Dos Damas, y en el otro testero estaba el aparato de una farsa, pintada la ciudad de Barcelona al natural, donde representaron los pages del Duque una comedia del carnaval de Barcelona, que dió mucho gusto á Sus Magestades.

Madrid á 28 de Junio 1614. La noche de San Juan los Reyes gustaron mucho de la gente que salía al Prado de San Gerónimo, y de lo que en aquella noche pasa en el campo. Al otro dia vinieron á la plaza de la Villa á la fiesta de toros y juego de cañas, que hubo donde el Cardenal Deste tuvo el mismo lugar que en la huerta del Duque, y aunque las libreas de las cañas fueron muy buenas, las cuadrillas pudieron jugarlas mexor: volviéronse á la huerta para ver la comedia de la Sta. Juana, que es cierta monja de exemplar vida que hubo en un Monasterio, que llaman de la cruz á cuatro leguas de aquí.»

La comedia mencionada sería acaso la Santa Juana, de Tirso de Molina.

[106] Journal de voyage en Espagne, por Boisel: París, 1660, pág. 298

[107] Probablemente alude al canto, que precedía á toda representación, no al prólogo ó loa propiamente dicho, que á veces se acompañaba también con música.

[108] Voyage d'Espagne, curieux, historique et politique fait en l'annie 1665: A París, chez Charles de Lerey, 1665, pág. 28.

[109] Relation du voyage d'Espagne de la comtesse d'Aulnoy: A la Haye, 1705.

[110] Voyage d'Espagne curieux, etc., pág. 110.

[111] Es tan escaso el conocimiento, que tenemos de la escenografía del teatro español, que serán bien recibidas las noticias siguientes:

«Lo que estaba muy descuidado era la decoración del escenario, y todo lo relativo á la propiedad de la representación. Con corta diferencia se hallaba todavía en el estado en que la pinta Cervantes, pues las representaciones se hacían, ordinariamente, sin más aparato que unas cortinas de indiana ó lienzo pintado, pendientes de una cuerda, que atravesaba de una parte á otra la embocadura, á diez palmos de elevación; el foro lo formaba también una cortina de tafetán carmesí, y ésta tenía detrás otra, á distancia de ocho palmos, con lo cual se figuraba algún solio ó cosa semejante. Cuando se hacían comedias, en que hubiese de figurarse torre, cárcel ú otro edificio de esta especie, se ponía sobre las mismas cortinas, y entonces se aumentaba un dinero el precio de la entrada, que, como queda dicho, eran catorce. Sin embargo, en tiempo de Navidad y Carnestolendas solían hacerse comedias de teatro, con bastidores y máquinas, y entonces se colocaban los telones que entre año estaban arrimados: se ponía orquesta, y se aumentaba, á proporción, el precio de las entradas y palcos. La música ordinaria estaba reducida á una vihuela, que tocaba el guitarrista de la compañía. Sólo en las comedias, que se hacían el viernes, y habían de repetirse el domingo (porque el sábado no las había por devoción), se añadían dos ó tres violines y un oboé; con cuyo acompañamiento, y el de la guitarra, que tocaba el músico de compañía, y siempre salía al tablado á dar el tono, solía cantar la graciosa algunas coplas.» (El teatro de Valencia, por L. Lamarca, pág. 27.)

«Scenarum mutationes Hispani superfluas judicant: quas tamen Itali esse necessarias supponentes in theatris fabricâ pro unicâ interdum Comoediâ magnam summam ducatorum impendunt. Et hic, si loquamur sincere, inconsequenter Hispani laborare videmur: quonian hinc leges scribendi Comoedias ab Antiquis latas fastidimus, inde scenarum mutationes cosas superfluas judicamus, cum tamen haec duo non subsistant. Cur non volumus, ut nostrae Comoedia subsint Veterum legibus? Quia falsae hypothesi leges á Veteribus prolatae insistunt. Putabant ipsi Comoedias Viris tantum doctis scribi, et coram doctis tantum agi, cum tamen certum sit et nos supponimus, illas scribi vulgo el coram numeroso vulgo representari. Et cur non volumus mutare scenas? Quia ab earum mutatione conceptuum subtilitas, verborum elegantia et nitor prolationis non defendet. Ecce severas scribendi Comoedias leges negligimus, nam illae repraesentantur propter vulgus, qui illas leges non capit: et ecce scenarum mutationes negligimus, nam docti, quorum est, de conceptuum et versuum nitore judicare, ut bona laudent carmina, hoc impendium non indigent. Ego hoc auderem discurrere. Seu doctis seu indoctis scribantur Comoediae, debent scenae muitari et apparentiae quas vocant admitti: illarum enim varietate doctorum et indoctorum oculi dilectantur.»

(J. Caramuelis Primus Calamus, tomo II, qui continet Rhythmicam. Editio secunda: Campaniae, 1668, página 708).—(Los españoles juzgan superfluas las mudanzas de escena: á las cuales, por el contrario, los italianos estiman tan necesarias en el arte teatral, que, á veces, para poner en escena una sola comedia, gastan considerables sumas de ducados. En esto, si hemos de hablar con sinceridad, parécennos inconsecuentes los españoles: porque despreciamos las leyes establecidas por los antiguos para escribir comedias, y, no obstante, juzgamos cosa superflua las mudanzas de escena, siendo así que son dos extremos incompatibles. ¿Por qué no queremos que nuestras comedias observen los preceptos de los antiguos? Porque se supone que esas reglas, establecidas por ellos, son erróneas. Creían ellos que las comedias tan sólo debían escribirse por los doctos y sólo ante los doctos representarse, siendo cierto, como pensamos, que hayan de escribirse para el vulgo, y también representarse ante numeroso vulgo. Y ¿por qué nos oponemos á los cambios de escena? Porque de estos cambios no depende la sutileza de los conceptos, la elegancia de la frase y el brillo de la exposición. De aquí que hagamos poco caso de las leyes severas para escribir las comedias, porque se representan para el vulgo, que no comprende esas leyes; y de aquí que despreciemos las mudanzas de escena, porque los doctos, capaces de apreciar el primor de los conceptos y de los versos, para alabar los buenos poemas dramáticos, no necesitan de esos requisitos. Yo me atrevería á opinar que, ya se escriban las comedias por los doctos ó por los indoctos, debe mudarse la escena y acomodarse á las apariencias de la representación, porque esa variedad deleita por igual á doctos é indoctos.—(T. del T.))

[112] Erróneo parece, pues, lo dicho por la Academia Española en su prólogo á las comedias de Moratín, cuando asegura que las comedias de capa y espada se representaban con aquellas decoraciones sencillas é invariables, y que, al contrario, en todas las demás se ostentaba mayor lujo escénico. Hay comedias de capa y espada, cuya representación no se concibe sin algún cambio de decoración, indicándose así expresamente en antiguas ediciones, como, por ejemplo, en La Confusión de un Jardín, de Moreto; en la cual hay escenas ininteligibles, á no suponerse que el teatro está adornado con árboles. Hay, en cambio, otras obras de esta clase, cuyos personajes de primer rango, poco comunes en ellas, no exigen, sin embargo, mudanzas de escena, como en la de Tirso, titulada Amor y celos hacen discretos, cuya acción se supone ocurrir en un solo aposento.

[113]

«Salimos aquí nosotros
A recitar nueve ó diez (personas)
Por un interés muy poco,
Dos horas y media ó tres.»

(Gaspar Aguilar, loa de la comedia La Nuera humilde.)

«En este Senado ilustre
Oidnos solas dos horas,
Y si es mucho, ved que el tiempo
Acaba todas las cosas.»

(Tárrega, loa de La Perseguida Amaltea.)

«La comedia ahora empezamos;
De aquí á dos horas saldremos,
Cuando ya estará acabada.»

(Lope de Vega, loa de primer tomo de sus Comedias.)

[114] Lope de Vega, en la época, en que las comedias tenían cuatro jornadas, dice que en cada uno de los tres entreactos se representaba un entremés; pero después no se hizo así, y ordinariamente se representaba uno solo.

«Entonces en las tres distancias
Se hacían tres pequeños entremeses,
Y ahora apenas uno, y luego un baile.»

(Arte nuevo de hacer comedias.)

[115] El pueblo, en especial, acudía en tropel á los teatros, distinguiéndose Sevilla por los desórdenes que en ellos se cometían, en cuya ciudad, como dice Rojas, hormigueaban en el teatro los espadachines y barateros.

[116] Lope de Vega dice, en su Nuevo arte de hacer comedias, que Felipe II no podía sufrir que apareciesen en la escena personajes reales; pero, á pesar de esto, es falso, como asegura un escritor alemán, que publicase con dicho objeto ley alguna.

[117] En la biblioteca de la Real Academia de la Historia, se encuentra manuscrita la Consulta que hicieron á S. M. el Rey Felipe II, García de Loaysa, Fr. Diego de Yepes y Fr. Gaspar de Córdova sobre las comedias. Los autores de este escrito piden la prohibición absoluta de las comedias, y dicen, entre otras cosas: «Destas representaciones y comedias se sigue otro gravisimo daño, y es que la gente se da al ocio, deleytes y regalos y se divierte de la milicia, y con los bailes deshonestos que cada dia inventan estos faranduleros, y con las fiestas, banquetes y comedias se haze la gente de España muelle y afeminada é inhabil para las cosas de travajo y guerra.—Pues siendo esto asi, y teniendo V. Mgd. tan preciosa necesidad de hazer guerra á los enemigos de la fé, y apercibirnos para ella, bien se vee quan mal aparejo es para las armas el uso tan ordinario de las comedias que aora se representan en España. Y á juizio de personas prudentes, si el Turco ó Xarife ó Rey de Inglaterra quisieran buscar una invencion eficaz para arruinarnos y destruirnos, no la hallarán mejor que la destos faranduleros, pues á guisa de unos mañosos ladrones, abrazando matan y atosigan con el sabor y gusto de lo que representan, y hazen mugeriles y flojos los corazones de nuestros españoles, para que no sigan la guerra ó sean inutiles para los trabajos y exercicios della.»

De los manuscritos de la misma biblioteca copio además las dos ordenanzas reales siguientes:

«I. En el consejo se tiene noticia, que, en las comedias y representaciones, que se recitan en esta ciudad, salen mugeres á representar, de que se siguen muchos inconvenientes. Tendreys particular cuydado de que mugeres no representen en las dichas comedias, poniendoles las penas que os pareciere, aperciviendoles que haciendo lo contrario se executará en ellas.

De Madrid á cinco de setiembre de mil y quinientos y noventa y seys años.

II. Por muy justas causas y consideraciones á mandado Su Majestad, que en todos estos reynos no pueda aver sino ocho compañias de representantes de comedias y otros tantos autores de ellas, que son Gaspar de Porras, Nicolas de los Rios, Baltasar de Pinedo, Melchor de Leon, Antonio Granados, Diego López de Alcazar, Antonio de Villegas, Juan de Morales, y que ninguna otra compañia represente en ellos de lo cual se advierte á Vm. para que ansi lo haga cumplir y executar ynviolablemente en todo su distrito y jurisdiccion, y si otra cualquiera compañia representase procederá contra el autor de ella y representantes, y los castigará con el rigor necesario, y en ninguna manera permita que en ningun tiempo del año se representen comedias en monasterio de frayles ni monjas, ni que en el de la cuaresma aya representaciones de ellas, aunque sea á lo divino, todo lo cual hará guardar y cumplir. Porque de lo contrario se tendrá Su Magestad por desservido.

De Valladolid 20 y seis de abril de 1603 años.»

En las Relaciones, ya citadas, de Luis Cabrera de Córdova, se lee:

«Madrid 16 de henero 1599. Aviase proveido á instancia de los Hospitales, que se representasen comedias por la mucha necesidad que padecian los pobres sin el socorro que desto les venia, pero el Confesor de S. M. lo ha resistido de manera que se ha mandado revocar la orden dada.

Madrid, 17 de abril 1599. Tambien se ha dado licencia para que de aqui adelante se hagan comedias en los Teatros como las solia haver, las cuales dicen que se comenzarán á representar desde el lunes.»

[118] En el Tratado de las comedias, en el cual se declara si son lícitas, y si, hablando en todo rigor, será pecado mortal el representarlas, el verlas y el consentirlas, por Fructuoso Bisbe y Vidal, doctor en ambos derechos: Barcelona, 1618, se anatematizan con el mayor celo las comedias depravadas é inmorales, entre las cuales, según parece, se cuentan las más famosas de esta época. Es divertido con extremo el siguiente párrafo, pág. 54 vuelta: «El principio que tuvieron en Alemania las herejías, fué por estas tales comedias: comenzaron poco á poco á introducir representaciones de clérigos amancebados, religiosos disolutos, monjas libres y desenvueltas y casamientos de religiosos con religiosas. Con esto comenzaron á desestimar las personas, y viniendo con las continuas representaciones á hacer los oídos á esto, vinieron, después, á hacer de veras lo que al principio representaban de burlas y así se casaron, públicamente, religiosos con religiosas, con gravísimo escándalo, y se vino á desestimar la religión y entrarse con esto otras herejías, que era lo que el demonio pretendía.»

[119] «Otros las componen (comedias) tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes, y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes cesarían, y aun otros muchos más, que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen, no sólo aquéllas que se hiciesen en la corte, sino todas las que se quisiesen representar en España.» Dedúcese de las palabras subrayadas, que entonces existía en Madrid censor de teatros (y, en efecto, se encuentran antiguos manuscritos de Lope de Vega y de otros, á los cuales acompaña la licencia del censor), pero muy indulgente, al parecer, y no más que para llenar una mera formalidad, desapareciendo, poco después, por completo. (V. las notas de Diego Clemencín al Quijote, parte 1.ª, cap. 8.º.)

[120] Alonso, mozo de muchas amos, compuesto por el Dr. Jerónimo de Alcalá Yáñez: en Barcelona, por Esteban Liberós, 1625, pág. 144 vuelta.

[121] Francisco de los Santos, Historia de la orden de San Jerónimo, parte 4.ª, lib. II, cap. 1.º—Dichos y hechos de Felipe III, págs. 229 y 240.

[122] Navarrete, Vida de Cervantes, pág. 184.

[123] De las memorias de un Santiago Ortiz, escritas al comenzar el reinado de Felipe IV, de las cuales trataremos después, consta que los directores de las compañías nada pagaban á las hermandades, sino que, al contrario, recibían de ellas adelantos y auxilios en dinero.

[124] Pellicer, en su confuso y desordenado Tratado histórico, etc., nos habla de ellos sin reflexión ni crítica, refiriéndose unas veces á los fondos de las hermandades, otras á los de las compañías, ó confundiendo los de unas y otras, y aumentando siempre con su obscuridad y defectuoso método las contradicciones que se observan en estos datos.

[125] Por lo curiosas daremos las noticias siguientes:

La suma anual que percibieron las cofradías, hecho el cálculo al finalizar el siglo xvi, ascendió á unos 14.000 ducados. Cada representación producía unos 300 reales, y una del 10 de agosto de 1603:

 Reales.
Las mujeres en la cazuela97
Los hombres en el patio, gradas, bancos, etc119
Los aposentos y desvanes48
Las celosías y rejas18
Total282

En esta cuenta no se comprende la suma que se reservaba el director de la compañía.

[126] Mesonero Romanos, en un artículo titulado Las casas y calles de Madrid, de mucho mérito y resultado de diligentes investigaciones, dice (Semanario pintoresco) lo siguiente:

«En los dos teatros populares de Madrid, así como en el suntuoso del Buen Retiro, del Palacio y de las residencias Reales del Pardo y la Zarzuela, brillaban indistintamente en su tiempo las musas populares de Lope de Vega, Tirso, Moreto y Calderón; el primero, sin embargo, prefería el teatro de la Cruz, y también el rey Felipe IV, que asistía de incógnito á sus funciones, pasando por la plazuela del Ángel y por una casa inmediata entonces al teatro, é incorporada después en él, que, según nuestras noticias, era de D. Jerónimo Villaizán. En este mismo teatro representaban la aplaudida María Calderón, la no menos famosa Amarilis (María de Córdoba) y la Antandra (Antonia Granados). D. Rodrigo Calderón, el duque de Lerma y otros magnates, al contrario, concurrían más al Príncipe, en donde tenían un aposento con celosías. Las famosas actrices, posteriores á las antedichas, María Lavenant y María del Rosario Fernández (la Tirana), representaban comunmente en el Príncipe.»

[127] «Responder quería Don Quijote á Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino, cargada de los más diversos y extraños personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció á los ojos de Don Quijote, fué la de la misma muerte con rostro humano; junto á ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; á los pies de la muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su arco, carcaj y saetas; venía también un caballero armado de punta en blanco, excepto que no traía morrión ni celada, sino un sombrero de plumas de diversos colores: con éstas venían otras personas de diferentes trajes y rostros. Todo lo cual, visto de improviso en alguna manera alborotó á Don Quijote, y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se alegró Don Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa aventura; y con este pensamiento y con ánimo dispuesto de acometer cualquier peligro, se puso delante de la carreta, y con voz alta y amenazadora, dijo: «Carretero, cochero ó diablo, ó lo que eres, no tardes en decirme quién eres, á do vas, y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más parece la barca de Caron que carreta de las que se usan.» A lo cual mansamente, deteniendo el diablo la carreta, respondió: «Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Angulo el Malo; hemos hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana, que es la octava del Corpus, el acto de las Cortes de la muerte, y hémosle de hacer esta tarde en aquel lugar que desde aquí se aparece; y por estar tan cerca y excusar el trabajo de desnudarnos y volvernos á vestir, nos vamos vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de muerte; el otro, de ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de reina; el otro, de soldado; aquél, de emperador, y yo, de demonio, y soy una de las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros papeles.»—Don Quijote, parte 2.ª, cap. 11.

[128] Don Quijote, parte 1.ª, cap. 12.

En la novela cómica Alonso, mozo de mucho amor (Barcelona, 1625), se lee la siguiente anécdota, relativa á este punto:

«En un lugar de Castilla la Vieja, un día de Corpus, por la festividad y regocijo, hicieron una representación unos mozuelos labradores, y fué el auto de la Cena de Cristo Nuestro Señor: púsose en el tablado una mesa muy bien aderezada; sentáronse á comer los doce apóstoles con su Maestro; sacaron un cordero en una gran fuente de plata; hízose pedazos y fueron comiendo de él, y de tan buena gana, como la que tendrían de almorzar unos mozos en lo mejor de su vida. El que representaba la persona del glorioso evangelista San Juan, aunque estaba como dormido en el pecho del Señor, como veía que los demás apóstoles comían, de la manera que podía, de cuando en cuando, sacaba la mano y cogía del mejor bocado del cordero, y ayudaba á sus compañeros. El que hacía el personaje de Judas, enojado con el apóstol, viendo que no guardaba la propiedad que debía, con mucha cólera le dijo:—O sois San Juan ó no sois San Juan: si sois San Juan, dormid y no comáis; y si no lo sois, comed, y vaya otro á servir por vos.»

[129] Cuenta el héroe de esta historia (pág. 136 vuelta), que mientras sirvió en Sevilla á un director de escena, tenía que escribir los anuncios todas las mañanas; después, desde la una, estar de centinela á la puerta del teatro; su amo acudía más tarde, y se sentaba en el despacho, enviándolo al vestuario para cuidar de los cofres y de los vestidos que habían de usarse en la comedia. Desempeñaba á veces el papel de dragón en las comedias de santos; otras veces el de muerto en las piezas trágicas; luego hacía de bailarín, etc.

[130] Joco-Seria, Burlas veras ó Reprehension moral y festiva de los desordenes publicos en doce entremeses representados y veinte y cuatro cantados. Van insertas seis Loas y seis Jácaras, que los Autores de comedias han representado y cantado en los teatros de esta Corte. Por Luis Quiñones de Benavente: Madrid, 1645, y Barcelona, 1654, fol. 1.—En esta misma obra (fol. 816), se leen también los siguientes versos, análogos á los citados:

«Sabios y críticos bancos;
Gradas bien intencionadas;
Piadosas barandillas;
Doctos desvanes del alma;
Aposentos, que callando
Sabéis suplir nuestras faltas;
Infantería española
(Porque ya es cosa muy rancia
El llamaros mosqueteros);
Damas, que en aquesa jaula
Nos dais con pitos y llaves
Por la tarde alboreada:
A serviros he venido.
Seis comedias estudiadas
Traigo, y tres por estudiar,
Todas nuevas: los que cantan
Letras y bailes, famosos,» etc.

Estos versos de Benavente, que cita el Sr. Schack, han sido copiados del libro que se titula Colección de piezas dramáticas, entremeses, loas y jácaras, escritas por el licenciado Luis Quiñones de Benavente, y sacadas de varias publicaciones ó de manuscritos recientemente allegados por D. Cayetano Rosell, devotísimo del autor, como uno de los Libros de antaño, nuevamente dados á luz por varios aficionados: Madrid, librería de los Bibliófilos, 1872. La obra consta de dos tomos, con curiosas observaciones al final del primero; notas muy interesantes, y distintos apéndices al final del segundo, sobre los actores y actrices de la época.—(N. del T.)

[131]

«Si hubiere quien tenga á lengua
Como á mano algún aplauso,
Un vítor ú otra moneda,
En ésta ú otra ocasión
Se lo pagará el poeta.»

(Francisco de Rojas, El más impropio verdugo, á su conclusión.)

[132] Cervantes, Persiles y Sigismundo, lib. III, cap. 2.º—Guevara, El diablo cojuelo, tranco 4.º

[133] Montalván, Fama póstuma.

[134] Lope de Vega dice expresamente (prólogo al tomo IX de sus Comedias), que él no ha escrito ninguna comedia, para ser trasplantadas del teatro al gabinete del lector.—El ejemplo de Cervantes, que imprimió las suyas antes de ser representadas, quizás sea el único que nos ofrezca la literatura española de su época.

[135] Son útiles para este propósito, entre las obras de Lope, sus innumerables epístolas, las dedicatorias de sus comedias, y la segunda parte de La Filomena y La Dorotea. Según parece, el poeta refiere en la última, bajo del nombre de Don Fernando, las aventuras de una parte de su juventud. Pero como la poesía puede ir mezclada con la realidad, es conveniente no dar entero crédito á cuanto en ella dice, y en este concepto el Sr. Fauriel no anda muy acertado, cuando (Revue des deux mondes, cap. 19) considera como sucesos reales de la vida de Lope cuantos en ella se refieren; lo contrario, aunque igualmente erróneo, es lo sostenido por un Sr. Damas Hinard (en la Revue independante), de que toda la novela es una ficción, puesto que el mismo Lope afirma más de una vez que la historia es verdadera, y que mucha parte de la vida de Don Fernando concuerda con las vicisitudes bien conocidas de la suya. Parécenos lo mas sensato adoptar un justo medio entre ambos extremos, considerando á La Dorotea como un auxilio para ilustrar la biografía de nuestro poeta, siempre que sus indicaciones estén confirmadas por otros datos auténticos.

[136] Epístola de Belardo á Amarilis.

[137] En una colección de cartas de Lope de Vega al duque de Sessa, que D. Agustín Durán ha copiado del original autógrafo, y que me ha dejado examinar por la amistad que me profesa, se encuentra lo siguiente:

«Yo nací en Madrid, pared en medio de donde puso Carlos V la soberbia de Francia entre dos paredes, y, siempre que se ofrezca ocasión, hará su nieto lo mismo á ejemplo de su padre, pues de él y de San Quintín no se podrá olvidar las veces que entrare en San Lorenzo.»

Según Mesonero Romanos, el más profundo conocedor de todas las localidades de Madrid, Lope de Vega nació en la calle Mayor, y en la casa, ahora de construcción moderna, números 7 y 8 antiguos y 82 moderno, manzana 415. Como esta casa está situada cerca de la antigua puerta de Guadalajara y de la plazuela de la Villa, en donde Francisco I estuvo prisionero en la casa de los Lujanes, concuerda este dato con la indicación hecha por el mismo Lope de Vega. Es cosa notable que la casa, en donde nació este gran poeta, estuviera frente por frente de aquella otra, en la cual habitó Calderón la mayor parte de su vida.

La colección epistolar mencionada, de cuya autenticidad no puede dudarse, porque el mismo Durán asegura haberla copiado de las originales autógrafas de Lope, y que además ofrecen signos y caracteres intrínsecos muy fidedignos, contiene muchas noticias insignificantes; pero hay otras útiles para completar y confirmar la biografía de Lope.

Lo más importante es el párrafo de una, fecha en Madrid á 6 de julio de 1611, en que dice: «Aquí paso, señor excelentísimo, mi vida con este mal importuno de mi mujer, ejercitando actos de paciencia, que si fuesen voluntarios como precisos, no fuera aquí su penitencia menos que principio del Purgatorio,» y otra de 7 de septiembre de 1611, en la cual dice al duque que su esposa Juana está mejor. Dedúcese también de ella que Lope no entró tan pronto en el estado eclesiástico como Navarrete indica, y, siguiéndolo yo, repetí después... Algunas dudas se me ocurrieron no se hubiese cometido algún error en la copia de la fecha; pero, después de pensarlo maduramente, he averiguado que otras circunstancias confirman su exactitud. Sabemos por Montalván que la segunda mujer de nuestro poeta murió poco después de su hijo Carlos; pero entonces dedicó Lope sus Pastores de Belén, cuya primera edición apareció en 1612 (la licencia es de noviembre de 1611), á este mancebo, y no es posible admitir que, si al publicarse el libro, ó, por lo menos, al escribirse para la impresión, no viviera ya, la dedicatoria no llevara signo alguno de la pena de su padre. Añádese á esto que en otra carta de 4 de agosto de 1604 se dice que Juana da buenas esperanzas; pero como nosotros sólo sabemos de dos hijos, que Lope tuvo de su segunda esposa (Marcela y Lope, el más joven, fueron fruto de otras relaciones amorosas), y como el nacimiento de su hija Feliciana coincide con la muerte de su madre (epístola de Belardo á Amarilis), hay que deducir que el hijo nacido de Juana, á mediados de 1603, fué este mismo Carlos. Este murió, según dice Montalván, á la edad de siete años, y, por tanto, su muerte no pudo ocurrir antes de 1611; y si la fijamos á fines del otoño de este año (cuando Los Pastores de Belén estaban ya en prensa), hubo de vivir Doña Juana, por lo menos, hasta fines de 1612. Lope pudo ser ya entonces hermano de cofradías, y sólo más tarde ordenarse de sacerdote.

De la carta última, á que aludimos, y del contenido de otras, copio aquí la parte de ellas, que ofrece algún interés para conocer la vida de Lope ó la historia del teatro, siendo digno de especial atención lo que dice de Cervantes, porque realmente da á entender que hubo enemistad grave entre estos dos grandes hombres.

«Toledo 4 de Agosto 1604. Yo tengo salud y toda aquella Casa. D.ª Juana está para parir, que no hace menores los cuidados. Toledo está caro pero famoso, y camina con propios y extraños al paso que suele; las mugeres hablan, los hombres tratan, la justicia busca dineros, no la respetan como la entienden, representa Morales, silvale la gente: unos caballeros están presos, porque eran la causa de esto: pregonose en el patio que no pasase tal cosa, y asi apretados los Toledanos por no silvar se peen, que para el Alcalde mayor ha sido doble desacato porque estaba este dia sentado en el patio. Aplacó esto porque hizo La Rueda de la fortuna, comedia en que un Rey aporrea á su muger y acuden muchos á llorar este paso como si fuera possible......

»De poetas no digo muchos en cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe á D. Quixote. Dicen en esta ciudad que se viene la corte para ella. Mire Vd. por donde me voy á vivir á Valladolid, porque si Dios me guarda el seso, no mas Cortes, coches, caballos, Alguaciles, músicos, rameras, hambres, hidalguias, poder absoluto y sin P... disoluto, sin otras sabandijas que avia ese Oceano de perdidas y escuela de desvanecidos... no mas, por no imitar a Garcilaso en aquella figura Correctionis quando dijo

A satira me voy mi paso á paso,

cosa para mi mas odiosa que mis librillos á Almendares y mis Comedias á Cervantes.

»Si allá murmuran de ellas algunos que piensan que las escribo por opinion, desengañeles Vm. y dígales que por dinero.»

Carta sin fecha: «Estos dias he escrito un libro que llamo Pastores de Belen, prosa y versos divinos á la traza de La Arcadia. Dicen mis amigos, lisonja aparte, que es lo mas acertado de mis ignorancias, con cuyo animo le he presentado al Consejo y le imprimiré con toda brebedad, que ha sido devocion mia, y aunque de materia sagrada, tan copiosa de historia humana y divina que pienso será recibido igualmente.»

Carta sin fecha: «No hay acá cosa nueva mas de que el gran Morales vino, y anoche estaban Pastrana, etc., la Señora Josefa Vaca descolorida y menos arrepentida. Hiciéronles bayles, vilos desde la calle por la reja, y habiendo dicho Victor, respondió dentro Pastrana: Esto habiamos de decir nosotros, y llovieron albricias de boca por todo el aposento.

»Carlos anda con calzones, dice que desea que V. E. le vea.»

«Toledo á 4 de Septiembre de 1605. Mi Jerusalén enviela á Valladolid para que el consejo me diese licencia. Imprimirela muy á prisa y el primero tendrá V. E. Es cosa que he escrito en mi mejor edad y con estudio diferente que otras de mi juventud, donde tiene mas poder el apetito y corazon.»

«Lerma á 19 de Octubre de 1613. Ya, Señor Exmo., estamos de partida para Ventorrilla. El miercoles se hará en aquel jardin, si quiere el agua, la comedia de estos caballeros y luego tomaré yo, si Dios fuese servido, el camino de mi casa para servir á V. E., como deseo...—Muy metidos estamos en hacer Dragones y serpientes para este teatro; pudiera ahorrarse la costa con darnos algunas de estas Señoras mondongas...—De Madrid me han escrito que por pregon público se ha prohibido que las mugeres no vayan á la Comedia, no se que se murmura aquí acerca de la causa.»

La noticia que doy de que Lope se casó con Isabel de Urbina, inmediatamente después de su vuelta de Inglaterra, se ve confirmada por la siguiente anécdota, por otra parte, insignificante, que cuenta en una carta sin fecha, porque no es posible suponer que, en caso contrario, refiriera de sí mismo lo que dice:

«Quiero contarle á V. E. un cuento, y es, que llegando yo mozuelo á Lisboa quando la jornada de Ingalaterra se apasionó una cortesana de mis partes y yo la visité lo menos honestamente que pude. Dile unos escudillos, reliquias tristes de las que habia sacado á una vieja madre que tenia, la qual con un melindre entre puto y grave me dijo asi: No me pago cuando me huelgo.»

Carta sin fecha: «No se si es sobra de tiempo ó falta de gusto juntar V. E. estos papeles que me escribe, pero de cualquiera suerte quisiera que fueran, ya que ignorancias mias, en su original por lo menos, por que aunque tengan los nombres no serán mias, pues de partos y adulterios ya no tendrian la primera forma que les di en sus principios. Liñan hizo algunas y yo las vi: del Cid eran dos, una de la Cruz de Oviedo y otra que llamaban la Escolastica, de Brabonel tambien, y de un Conde de Castilla: no se que escribiere otras: De Lupercio hubo algunas tragedias, pienso que buenas, lo que permitió aquel siglo en que ni los ingenios eran tantos ni los ignorantes tan atrevidos....... Se entretuviera mucho V. E. viendo tanto representante con el luto en los estómagos que es cosa lastimosa. Todos se han venido aquí, que como es el corazon este lugar no hay parte necesitada que no le pida favor.»

Merece notarse, como consta de la fecha de otras cartas, que Lope residió en Toledo, á fines de julio de 1610, y desde el 15 al 22 de marzo de 1611.—El Marqués de Pidal posee otra colección de cartas autógrafas de Lope de Vega al duque de Sessa.

[138] Libro de la vida del V. Bernardino de Obregón, por D. Francisco de Herrera y Maldonado, pág. 265 b.

[139] Nicolás Antonio.

[140] Montalván, Fama póstuma en Las obras sueltas, tomo XX.

[141] Ibid., y en Filomena, pág. 2.

[142] Arte nuevo de hacer comedias.

[143] Vida del V. Bernardino de Obregón, por Herrera, pág. 265.

[144]

«Así desde las Indias á Valaquia
Corra tu nombre y fama,
Que ya por nuestra patria se derrama
Desde que viste la morisca puerta
De Túnez y Biserta.
Armado y niño en forma de Cupido,
Con el marqués famoso
Del mejor apellido,
Como su padre, por la mar dichoso,
No siempre has de atender á Marte airado
Desde tu tierna edad ejercitado.»

[145] Vanderhamen, Historia de D. Juan de Austria, lib. IV.—Torres Aguilera, Crónica de varios sucesos, parte 3.ª, caps. 7.º y 8.º—Babia, Historia pontificia, parte 3.ª, cap. 7.º

[146] Vanderhamen, libs. IV, V y VI.

[147] V. las Memorias de la Academia de la Historia, tomo VI, apéndice 13.—Francisco I, durante su forzosa permanencia en España, exclamó, admirado de la extraordinaria juventud de muchos soldados españoles: ¡Oh bienaventurada España, que pare y cría los hombres armados!—L. Marineo, Cosas memorables, lib. V.

[148] Dedicatoria de Pobreza no es vileza, tomo XX.

[149] Si la historia de Fernando, en La Dorotea, fuese idéntica en todo á la de Lope, como lo es en algunos puntos, hubo de ir á la Universidad á los diez años y abandonarla á los diez y siete; pero lo primero concuerda difícilmente con los otros datos. Ateniéndonos también á La Dorotea, sus padres hubieron de morir mientras él residía en Alcalá, apoderándose de sus bienes un malvado, que huyó con ellos á América.

[150] Epístola de Belardo á Amarilis.

[151] Epístola al Dr. Gregorio de Angulo.

[152] En la Filomena se llama Elisa á Dorotea, y Nise á Marfisa.

[153] Dice así:

«Ni mi fortuna muda,
Ver en tres lustros de mi edad primera
Con la espada desnuda
Al bravo portugués en la Tercera,
Ni después, en las naves españolas,
Del mar inglés los puertos y las olas.»

La nimia precisión con que se expresa este poeta español, hablando de aquel tiempo, nos inclinaría acaso á interpretar las palabras tres lustros por quince años, y así se ha hecho, en efecto. (Véase un artículo sobre la vida de Lope, inserto en el cap. 19 de La Revue des deux mondes.) Pero el suceso, á que alude, ocurrió en el año 1577, y no concuerda con la historia, que nada nos habla de expedición alguna en dicho año contra las islas Azores. Para mí las palabras citadas han de entenderse durante tres lustros, y opino que Lope se refiere á todo el tiempo en que sirvió como soldado, comprendiendo, por tanto, el principio de su carrera militar, esto es, su primera expedición á la costa de África. Este espacio de tiempo abraza justamente unos quince años, desde 1573 á 1588.

[154] Herrera, Historia de Portugal, lib. IV.—Mosquera de Figueroa, Comentario de la jornada de las islas de las Azores, lib. I, fols. 14 y siguientes.—Miñana, en su Continuación á Mariana, tomo III, lib. VIII, cap. 10 de la edición en folio.

[155] Miñana, A., cap. 12.—Herrera, lib. V.—Mosquera de Figueroa, lib. II, fols. 58 y siguientes.

[156] Dorotea, lib. V.—Filomena, parte 2.ª

[157] Dedicatoria de Querer la propia desdicha á Claudio Conde (vol. XV).

[158] «En una jornada de mar, donde con pocos años iba á exercitar las armas, forzado de mi inclinacion exercité la pluma, donde á un tiempo mismo el general acabó su empresa y yo la mia. Allí, pues, sobre las aguas entre jarcias del galeon Sant Juan y las vanderas del Rey Catholico escribí y traduxe de Turpino estos pequeños cantos: á cuyas Rimas puse despues la última lima...» Las palabras acabó su empresa aluden á otra expedición, diversa de la dirigida contra Inglaterra, que fracasó por completo.

[159] Baena, Hijos ilustres de Madrid, tomo I, pág. 309.—Navarrete, Vida de Cervantes, pág. 248.—Pellicer, Vida de Cervantes, pág. 193.

[160]

«Esta historia verdadera
Que halló su autor en Italia
Del Caballero de Illescas.»

(Comedias de Lope de Vega, parte 14.)

[161] Dedicatoria de Las Almenas de Toro, parte 14.

[162] Dorotea, lib. V. La Egloga á la muerte de Doña Isabel de Urbina, por D. Pedro Medina de Medinilla, entre las poesías que siguen á La Filomena, y el verso citado antes, de la Egloga á Conde, cuyas palabras, hasta que en Alba fué mi noche obscura, se explican y completan mutuamente.

[163] Así se deduce de un soneto y de un epigrama latino, que se encuentran en Las Rimas, de Lope de Vega. (Parte 1.ª, soneto 178.)

[164] Por el interés que ofrece, en cuanto se refiere á la familia de Lope, es digno de nota el párrafo siguiente de la dedicatoria de El Valor de las mujeres (impresa en 1623 del tomo XVIII de sus Comedias): «Marcela es ya monja descalça. Lope está en Sicilia con el excelentísimo marqués de Santa Cruz, mi señor y mi protector.»

[165] Epíst. á D. Francisco de Herrera.

[166] Fundación y fiestas de la congregación del Oratorio de la calle del Olivar, por D. Joséf Martínez de Grimaldo. Madrid, 1657, IV, fólio 24.—Navarrete, Vida de Cervantes, pág. 468.

[167] D. Agustín Durán poseía un cuaderno autógrafo de Lope, que contiene escritos suyos diversos, y entre ellos algunas poesías líricas inéditas. Muchos de sus renglones aparecen rayados con innumerables enmiendas y adiciones. Es notable el plan de una comedia La palabra vengada, algo detallado, que se encuentra también en este cuaderno.

[168] Dieze, en sus notas á Velázquez y Navarrete, en la Vida de Cervantes, dice que el Arte nuevo de hacer comedias es del año 1602; Moratín le atribuye la fecha de 1609, y este dato parece el verdadero, porque el número de comedias, compuestas por Lope, que indica aquí, concuerda con el señalado por Pacheco en su apología del poeta, que precede á La Jerusalén conquistada, y excede considerablemente al expresado en el preámbulo al Peregrino en 1603.

[169] Cristóbal de Mesa, Rimas: 1611, fols. 187 y 216.—Artieda, Discursos y epigramas, fol. 87.—Villegas, Eróticas, epíst. 7.ª—Figueroa, El pasajero: Madrid, 1607, fols. 103 y 108.

[170] León Pinelo, en sus Anales de Madrid, no impresos, habla así de la fama y admiración general de que gozó Lope de Vega:

«Llegó á conseguir tanta estimacion para con todos, que se puede advertir de esto tres raras circunstancias que de otro ninguno se dicen: la primera, que no hubo en España grande, título, prelado, caballero, ministro, religioso ni hombre de calidad, letras y partes que no le buscase, y si se ofrecia no le diese con mucho gusto su lado y su mesa. Y de fuera de España le comunicaron todos los grandes ingenios, y hasta el pontífice Urbano VIII, de feliz memoria, que no habia persona de cualquier habilidad ingenua en toda Europa de quien no tuviese particular noticia. La segunda circunstancia fué la estimacion que le dió el pueblo donde quiera que estuvo, y particularmente en esta corte, donde en oyéndole nombrar los que no le conocian se paravan en las calles á mirarle con atenzion, y otros que venian de fuera luego le buscavan y á vezes le visitavan solo por ver y conocer la mayor maravilla que tenia la corte, y muchos le regalavan y presentavan alhajas, sin más título que el de ser Lope de Vega, y si llegava á comprar cualquiera cosa de mucha ó poca calidad, en saviendo que era Lope de Vega, se la ofrezian dada ó se la vendian con toda la cortesía y baja de valor que les era posible; la terzera es notable que dieron en Madrid, más de veinte años antes que muriese, ese dezir por adagio á todo lo que querían zelebrar ó alavar por bueno, que era de Lope, los plateros, los pintores, los mercaderes, hasta las vendedoras de la plaza, por grande encarezimiento, pregonavan fruta de Lope, y un autor grave, que escribió la historia del señor D. Juan de Austria, para levantar de punto la alavanza, dijo de uno que era capitan de Lope, y una muger, viendo pasar su entierro, que fué grande, sin saver cuyo era, dijo que aquel era entierro de Lope, en que acertó dos vezes.»

Después de describir prolijamente León el entierro de Lope, dice del año 1636:

«En este insigne ingenio tuvieron principio las comedias en la forma que hasta oy permanezen, y con su muerte han ydo descaeziendo, de modo que el Doctor Montalvan, en el año de 1632, pone setenta y siete poetas, de que refiere los nombres, y los más escrivian comedias; oy no podremos señalar quatro que se apliquen á esta ocupazion, y así se van despoblando los Theatros y desaciendo las compañías de la farsa.»

[171] Pinelo, Anales de Madrid, manuscrito del año 1635.—Francisco Manuel de Melo, Apólogos dialogales: 1657, pág. 635.—Quevedo, en las Obras de Burguillos.—Montalbán, I, c.

[172] Fabio Franchi, el editor de las exequias poéticas é italianas de Lope, dice así: «Negli anni del 30, 31, 32, che mi trovai en Madrid, conobbi e practicai il famosissimo poeta spagnuolo Lope de Vega, é sebbene mio principal fine di audare in Spagna doveva essere per conoscere quest'insigne homo, fu almeno la cosa, che portai piu racomandata al mio desiderio, e con ragione, per che trovai in quel fertilissimo ingegno ed erudito soggetto, che la fama era menore del suo merito. Lo practicai secretamente, e posso dire, che in tre anni nessuna commedia sua usci in teatro, che io non la sentissi una o due volte, trovando sempre che ammirar di nuovo. In fine ricco di tutte le sue opere stampate e di molte manuscritte ed obbligato delle sue cortesie me sie tornai in Italia, dove feci invidia a quelli, que mi sentivano dire aver praticato il gran Lope de Vega. Dopo continuai seco la corrispondenza, finche intesi el suo passaggio á miglior vita.—Essequie poetiche en Las Obras sueltas, tomo XXI, pág. 3.»—En los años 30, 31 y 32, en que estuve en Madrid, conocí y traté al famosísimo poeta español Lope de Vega; y como mi principal objeto al encaminarme á España fué conocer á este hombre extraordinario, una vez logrado, fué también satisfecho mi más vehemente deseo, hallando, al tratar á tan fecundísimo ingenio y erudito, que su fama era inferior á su mérito. Lo traté privadamente, y puedo decir, que, por espacio de tres años, no se representó comedia alguna suya, que yo no viese una ó dos veces, encontrando siempre en ellas algún nuevo motivo de admiración. Rico al fin con todas sus obras impresas y muchas manuscritas, y con un vivo recuerdo de su cortesía, regresé á Italia, excitando la envidia en cuantos me oían decir que yo había tratado al gran Lope de Vega. Después continué con él en correspondencia, hasta que supe su paso á mejor vida.—(T. del T.)

[173] La Spongia, de Torres Rámila, ha desaparecido, según se cree, sin dejar rastro ni huella; pero su refutación, por Francisco López de Aguilar, da una idea de la misma. Además, siendo tan rara esta refutación, no parece inútil extractar algo de ella, para comprender la crítica de aquel tiempo. Se titula así: Expostulatio Spongiae a Petro Turriano Ramila nuper evulgatae. Pro Lupo a Vega Carpio, Poetarum Hispaniae principe. Auctore Julio Columbario B. M. D. L. P. Item Oneiropaegnion et varia Illustrium Virorum poemata. In laudem ejusdem Lupi a Vega V. C. Tricassibus Sumptibus Petri Chevillot: anno 1618.—Rámila había dicho, aludiendo á Lope: «¡Quantos comoediarum acervos aspero nummo histrionibus recitandos commissisti, in quibus plerumque ineptire soles!»—¡Cuán grande muchedumbre de comedias, llenas de ordinario de sandeces, diste á recitar á los comediantes con trabajosa ganancia!—(T. del T.)—El pseudónimo Columbarium (esto es, Aguilar), le contesta de este modo: «O urbanam hominis frontem! qui sic Apollinem nummorum dispensatorem credit, ut alumnis suis cum poeseos splendore divitias putet erogare? Falleris graviter, si credis, musas etiam de egestate cogitare et ut poeticae facundiae ita divitiarum thesauros dominio suo coercere. Pauci certe sunt (in Hispania praecipue) qui carminibus suis e magnatum domibus fortunam deduxerint.»—¡Oh, frente urbana de hombre! Qué, ¿crees á Apolo dispensador de dineros, de suerte, que á sus discípulos concede riquezas á la vez que el esplendor de la poesía? Gravemente te engañas si piensas que las musas se preocupan de la pobreza, y que se hallan bajo su dominio tesoros de riquezas como de facundia poética. Pocos hay seguramente (y más en España), que hayan logrado con sus versos adquirir una fortuna en los palacios de los grandes.—(T. del T.)

Rámila lo atacaba también de esta manera: «Bellerophonti quotidie admoves soccos et cursitando defatigari non cessas, ut doctisimus in te scripserat cordubensis, cujus admirandae posteritati carmina canis potins quam canus allatras et mordes in theatro.»—Cada día arrimas los zuecos á Belerofonte, y no cesas de fatigarle corriendo, como había escrito contra ti el doctísimo cordobés, á cuyos versos, que han de ser admirados por la posteridad, can, más que cano, ladras y muerdes en el teatro.—(T. del T.)—A lo cual responde Aguilar: «Sciscitari parum á te lubet; quando ullos Gongorae versus Lupus noster censoria virgulo notaverit? Quando ipsum in theatro traduxerit? Intonuerat in illum foedis vocibus et magnos viros in Lupi odium concitarat, de ipsius versibus nulla non muginabatur et per suae (ut ita loquar) dicacitatis emissarios libellos volaticos evulgarat, cum ne verbum quidem ullum respondisset Vega, majoris animi esse ducens sola se modestia vindicare.»—¿Tienes á bien hacernos saber cuándo nuestro Lope deprimió con su censura verso alguno de Góngora? ¿Cuándo lo presentó tampoco en el teatro? Se había desencadenado contra él con palabras descompuestas, y había excitado á aborrecer á Lope á algunos magnates; refunfuñaba de sus versos, y además (para hablar así), había publicado libelos hijos de su mala voluntad, sin responderle Vega palabra alguna, y teniendo por más digno vindicarse sólo con su modestia.

Rámila había echado en cara á Lope su ignorancia del latín, y esto da motivo á su defensor para escribir la siguiente diatriba: «¡O ineptam criminandi licentiam et absurdum invidiae commentum, ei Romanae linguae inscitiam objicere, qui toties diversis Galliae, Italiae aliarumque nationum hominibus scripsit, toties incredibili styli suavitate respondit. Qui toties non vulgati saporis versus Ibericae Musae intertexuit, toties Heroum Hispanorum facta latino carmine celebravit. Testes vos facio, celebres tota Hispania Academiæ, quae alumnum vestrum e luce palam publicis honoribus decorastis!»—«¡Oh licencia estúpida de acusar, y absurdas fábulas de la envidia, calificar de ignorante de la lengua Romana á quien respondió tantas veces con increible suavidad de estilo á diversos franceses, italianos y de otras naciones; el que tantas veces interpoló entre sus versos españoles otros de lengua no vulgar, y tantas veces celebró en versos latinos las hazañas de los héroes españoles! ¡Testigos sois vosotras, Academias famosas en toda España, que á vuestro discípulo dispensásteis públicamente vuestros honores.» (T. del T.)—Rámila había dicho también, que pecaba la Jerusalén por no guardarse en el héroe la unidad debida, y que la buena memoria del rey Alfonso padecía con invenciones poéticas deshonrosas, y que la Angélica, la Arcadia y la Dragontea, eran ridículas, etc. La réplica de Columbario á todos estos ataques, es vaga y llena de generalidades. Más digno de atención, aunque lleno de las más exageradas alabanzas al poeta, es lo que dice un cierto Alfonso Sánchez en un apéndice á la obra citada. (Magistri Alphonsii Sanctii, Viri eruditisimi et Sacrae linguae in Complutensi Academia Profesoris publici. Primarii Appendix ad expostulationem Spongiae.) Establece como principios que:

«Artes á natura profectas.

»Licere prudenti doctoque, in repertis artibus mutare plurima.

»Non debere naturam ubique servare artem aut legem, sed dare.

»Lupum novam poematis artem condere potuisse In Lupo omnia secundum artem quod ipsi sit ars.

»Lupum veteres omnes poetas natura superasse.

»Que las artes son hijas de la naturaleza.—Que es lícito al docto y prudente mudar muchas cosas en las artes existentes.—Que la naturaleza nunca debe guardar arte ni ley, sino darlas.—Que Lope pudo fundar un poema nuevo en virtud de otra arte nueva.—Que en Lope todo es con arreglo al arte, porque él mismo es arte.—Y que Lope, por su naturaleza, había aventajado á todos los poetas antiguos.» (T. del T.)—Después intenta desenvolverlos en forma de disputa académica, empleando más bien declamaciones que argumentos. A continuación copiamos algunos párrafos de su apología.

«Ille (Lupus) excusat comoedias ita inventas prosequuntum, ne a more patrio discederet, non esse tamen veteri more a se compositas. Sed quid ad te, magne Lupe, comoedia vetus, qui meliora multa sæculo nostro tradideris, quam Menauder, Aristophanes et alii suo. Est in pretio antiquitas, quia prima, et longinquitas parit venerationem. Sed stet illis sua laus sine fraude, tibi gloriam inmortalem praesentia seacula impartiantur, futura servent. Scriptum reliquit Cicero, illum esse bonum Oratorem qui multitudini placet. Consule ergo multitudinem, nemo discrepat, omnes uno ore id optimum, quod Lupus dixerit, id pro lege normaque poematis. Hic siste parumper el admirandum famam, gloriamque singularem contemplare, quam nemo mortalium, ut, opinor, est adeptus. Omnis conditionis sexus, omnis et aetas, cum quid optimum probat, id a Lupo esse decit. Optimum et aurum, argentium, esculenta, poculenta et si quae ad usum humanae naturae alia, elementa denique ipsa á Lupo; rebus inanimatis vulgus nomem Lupi indidit, detulit illi sceptrum plebs, boni libentes, mali inviti regnum attulerunt, jure ergo regnat inter poetas

Velut inter ignes
Luna, mínores.

»Sic ergo ut Rex jus dici poetis, ipse supra jus poetarum, ipsi sibi ratio normaque poematis, quod sibi visum id ratum firmumque esto. Si quid tibi ab illo factum dictumve in poemate contra jus fasque poeseos esse videtur: non assequeris, causa latet, ille novit, tu pare illius imperio, sic Rex jubet, jus regni est jura dare, non accipere. Hoc tibi suadeas, tantam gloriam in scribendo assequuntum, quantum nemo unquam superioribus seculis, sive de literis sive de armis sit sermo, comparavit Lupus rebus omnibus, quae meliores esse probantur, nomem imposuit suum, et tune dubitas novam poesos artem posse condere? id modo flagitat natura, postulat saeculi conditio, res denique poseunt. Ciceronis orationis hodie in admiratione habemus, si tamen á diis manibus venisset Cicero et in Complutensi theatro unam ex illis repeteret, prae molestia omnes dilaberentur. Quia natura rerum ingenia hominum priscia illa fastidiunt, nova ergo invenienda, sequendum quo natura, ne deseramur. Tempere quo Mena floruit, ipse fuit Hispanus Ennius, Pacuvius et Livius, ecce vetus poema. Sequitur Garcias Lassus, qui poema excoluit, sylvas, bucolica et amores in duxit, en medium. Postremo Lupus, et novum, et noster Maro Ovidiusque, sic eum libet appellare, non Terentium; Natura Maro et Ovidins est.—Si Epici poematis nobis artem reliquisset Maro, non sequeremur? At quia Lupus dat respuemus? An fecundius illi ingenium, quia e Latio, isti non ita, quia ab Hispania? Profecto hic apud nos multo magis floret, quam Maro et Ovidius apud Romanos floruerunt; ingrata patria, quae exteros adorat, cives suos debito fraudat honore.—Non solum ergo novam artem posse tradere ad poemata judico, sed omnibus eum tanquam artem et poetices omnis regulam praeponerem, quem sequi imitarique deberent. Quae eum facit, ea hodie natura, mores et ingenia poseunt, ergo arte facit, quia sequitur rerum naturam. Contra si ad regulas veterumque leges Hispano componeret, contra naturam rerum et ingenia faceret.—Restat ergo apud Hispanos Lupum nihilsine arte imo omnia artificiose prudenter que scribere, ipsumque sibi et aliis artera esse.—Excúsase (Lope) de escribir así las comedias, tales cuales eran, porque de hacerlo con sujeción á la antigua usanza, se apartaría de las costumbres patrias. Pero, ¿qué te importa ¡oh gran Lope! la comedia antigua, cuando compones muchas en nuestro tiempo mejores que las que Menandro, Aristófanes y otros legaron al suyo? Valor tiene la antigüedad, y su prelación y lontananza grangea la veneración. Pero sin disminuir por malas artes su gloria, lo presente te galardona con fama imperecedera, y lo futuro te la conservará.... Cicerón dijo que es buen orador el que agrada al pueblo.

Complácele, pues, que ninguno discrepa de opinión; antes todos claman unánimes que lo óptimo es lo que Lope dijere, y esta ley es regla poética. Detente breve espacio, y contempla el renombre maravilloso, el lustre singular, que ningún otro mortal ha jamás alcanzado. Hombres y mujeres de cualquier clase, edad ó condición, para calificar lo más selecto, llámanle de Lope. El oro, la plata, los víveres, las bebidas, y cuanto sirve á los gustos humanos, si es exquisito, de Lope se apellida; hasta para las cosas inanimadas nombra el vulgo á Lope, y la plebe le ha dado el cetro, de buen grado los buenos, los malos acatan contra su voluntad su soberanía, y con razón reina entre los poetas.»

«Como la luna
Entre los astros inferiores.»

«Así como Rey da leyes á los poetas, y él es superior á toda ley poética, razón y norma de la poesía, y su opinión ha de ser obligatoria y firme para los demás. Y, si al parecer, hace ó dice poéticamente algo contra las leyes y conveniencias poéticas, aunque no lo explique, sus motivos tendrá, y bástete obedecerlo, porque como soberano de su reino, da leyes y no las admite. Hay que convencerse de que son tan celebrados sus escritos, que nunca, en siglos anteriores, lo fué tan famoso ninguno en letras ni en armas.—Si Lope ha impuesto su nombre á todo lo superior que existe, ¿es posible dudar de que ha podido establecer nuevas reglas á la poesía? Demándalo la misma naturaleza, pídelo la condición de nuestro siglo, la necesidad lo exige. Si hoy admiramos las oraciones de Cicerón, cierto es también, que si Cicerón resucitase y repitiese una de aquellas en el teatro complutense, cansaría á todos hasta el extremo, porque es conforme á la naturaleza de las cosas que las antiguas invenciones aburran, y que lo nuevo, si es también natural, agrade. Mena, Envio, Pacunio y Livio español, escribió la poesía antigua; la media, Garcilaso, que pulimentó sus versos, y describió las selvas y los amores pastoriles, y Lope, por último, la nueva, y es nuestro Marrón y nuestro Ovidio, porque tal es su nombre, no el de Terencio, puesto que la naturaleza lo ha hecho Marrón y Ovidio.—Si Virgilio nos hubiese dejado un arte de escribir la epopeya, ¿no la seguiríamos? ¿Y porque es de Lope la rechazamos? ¿Es acaso más fecundo el ingenio del uno, porque es del Lacio, que el del otro, por ser de España? Seguramente florece éste mucho más entre nosotros que Virgilio y Ovidio florecieron entre los romanos. Ingrata es la patria, que adora extraños, y priva á sus hijos del honor debido.—Creo, no sólo que puede trazar nuevos preceptos para escribir poemas, sino que prefiero á todos esos preceptos, por ser como arte y regla de toda poética, digna de ser seguida é imitada. Lo que hace es, porque así lo pide hoy la naturaleza, las costumbres y los ingenios, y por tanto lo hace con arte, puesto que se ajusta á la naturaleza de las cosas, y, por el contrario, se opondría á esto, y á lo que exigen los ingenios modernos, si compusiese con sujeción á las reglas de los antiguos, forzando en este molde las leyes españolas.... Por último, es corriente entre los españoles, que Lope nada escribe sin arte, sino que, antes bien, artificiosa y prudentemente, y él mismo es arte para sí y para los otros.»

A la conclusión entona el pomposo himno siguiente: «Facilis est in faciendo versu Ovidius et dulcis, nullum que reperies apud latinos suaviorem et ad poeticen thabiliorem. At in his non sequitur Lupus noster, sed praecedit, in facilitate par, in suavitate praestantior, in natura superior, in dissolutionibus nulli comparandus, in translationibus et allegoriis admirabilis, in omnibus quae pertinent ad artem quam natura postulat. Ipse videtur natura ipsa eloquens, quae se exprimit, im plurimis inimitabilis, in multis quem imitare non possis quod supra ingenia. Corpus vero poematis sic ornat, componit et illustrat, ut nihil á symmetria et pulchritudine discrepet, imo sic aptat, ut non ab humano ingenio, sed ab ipsa natura profectum esse videatur. In latinis paucos reperies illi pares in aliquibus, in omnibus neminem. In Graecis multo plures. Est in Latinis Maro divinus, hujus tamen Aeneidam ad Jerusalem Lupi appone. Grandis est in illa Maro, grandior in ista Lupus... In Latinis non est cumquo Draconteam aut Angelicam componas... ¡Sed quid plura pro Lupo tota acclamanti et consentiente rerum natura, mirante sæeculo! Non omnes ad omnia nati. Illi soluta claruit oratione, astricta alter, et alii quiden ad Heroica, alii ad dithyrambos nati; sicut in discipliniis aliis Theologi, Philosophi et Medici, Mathematici alii, non enim in omnibus omnia. At in Lupo tam admirabile ingenium, et ad omnia facile, ut qui modo in uno genere floreat, in altero regnare videatur, sic in omni poemate est Lupo, et omnia poemata in Lupo exculta perfectaque. Quare procul livor et invidentia, quamvis invidiosus existat, quia extra omnes aut supra invidentiam est Lupus. Soli ne invideant astra, lumen accipiant et sileant. Nam simul ac Sol is te Hispaniae affulsit nostrae, nulla visa sunt astra poetarum nisi noctu. Vive diu:

«Vir Celtiberis non tacende gentibus
Nostraeque lans Hispaniae.»

»Te Musarun Chorus adoret, Apollo illis praesidere te annuat, et in magno deorum Concilio aurea sede juxta se Jupiter assidere jubeat inter duas perpetuas comites, Minerva et Venerem, Gratiis, Musis deabus acclamantibus. ¡Dicite, Io Paean!

»Fácil y dulce es Ovidio haciendo versos, y ningún otro se encontrará entre los latinos más suave y más hábil para la poética. Pero Lope el nuestro no le sigue, sino que le precede y lo iguala en la facilidad, lo excede en la suavidad, es superior naturalmente, incomparable en los desenlaces, admirable en sus figuras y alegorias, y en cuanto pertenece al arte natural. Es elocuente por si, siguiendo sólo su natural impulso, casi siempre inimitable, no pudiendo imitársele en muchas cosas por ser superiores á los ingenios naturales. Adorna, compone é ilustra el cuerpo del poema de tal modo, que todo es simétrico y bello, y de tal manera lo dispone, que no parece obra de humano ingenio, sino de la misma naturaleza. Pocos se encontrarán entre los latinos que le igualen en algunas prendas; pero en todas, ninguno. Entre los griegos hay más. Virgilio Marón es divino entre los latinos; pero compara su Eneida con la Jerusalén de Lope. Grande es Marón en aquélla, mayor Lope en ésta. Entre los latinos no hay con qué comparar á la Dragontea y la Angélica. Pero, ¿á qué hablar más en favor de Lope, cuando lo aclama y ayuda la misma naturaleza, maravillándose el siglo? Todos no nacen para todo. Uno se hace famoso con la prosa, otros con el verso; unos han nacido para lo heróico y otros para los ditirambos, como en las ciencias unos son teólogos, otros filósofos y médicos, otros matemáticos, y no todos descuellan en todo. Pero el ingenio de Lope es tan admirable y tan flexible para todo, que brilla en un género literario y en otro parece ser soberano. Así, en toda composición se encuentra á Lope, y todos los géneros poéticos han sido cultivados y perfeccionados por Lope. ¡Lejos, pues, malevolencia y envidia, aunque el envidioso exista, porque sobre una y otra está Lope! No envidien los astros al sol, sino reciban su luz y se callen. En cuanto brilló este sol en España, ningún astro poético se vió ya sino de noche. ¡Vive, pues, perpetuamente!»

Vir Celtiberis non tacende gentibus,
Nostraeque laus Hispaniae.

«Adórete el coro de las musas, concédate Apolo presidirlas, y mande Júpiter que en el Gran Consejo de los dioses te sientes á su lado en silla de oro, entre tus dos perpetuas compañeras Minerva y Venus, y aclamándote las gracias, las musas y las demás diosas. ¡Decid, vitor pæan!»

De la veneración, llevada hasta la idolatría, que profesaban á Lope sus admiradores, da también una prueba el índice de la Inquisición de 1647. En el mismo se habla de un escrito, Símbolo de la fe que ha de tener á la poesía el apóstata de ella, que comienza: «Creo en Lope de Vega todo poderoso, poeta del cielo y de la tierra, etc.»

[174] Hállanse éstas, así como casi todas las treinta y dos obras no dramáticas de Lope de Vega, en las Obras sueltas de Lope de Vega: Madrid, 1776 y siguientes, veintiún tomos en 4.º

[175] Los manuscritos de Lope de los Sres. Pidal y Durán no dejan ya lugar á dudas, porque los hay, entre ellos, de las composiciones impresas de Burguillos.—(N. del T.)

[176] Pellicer, I c., I pág. 177.

[177] Oración á la muerte de Lope de Vega, por el doctor Luis Cardoso.

[178] Para formarnos una idea de la ligereza de Montalván, al estampar estas cifras, diremos, que, después de afirmar que los regalos de los grandes, recibidos por Lope, ascendían en su conjunto á 10.000 ducados, añade luego que sólo del duque de Sesa había recibido 24.000.

[179] El famoso Lingendes dice en una carta suya de España, dirigida á la señorita de Mayenne: «Os remito el soneto de Lope, que, por su fama y según mi propio juicio, es el ingenio más distinguido y el hombre á quien yo he oído hablar mejor en toda España.»—Lettre du Sieur Lingendes escritte de l'Escurial á mademoiselle de Mayenne: París, 1612.

[180] La casa que habitó Lope de Vega casi siempre, estaba situada en la calle de Francos (llamada hoy calle de Cervantes), manzana 227, núm. 11 antiguo y 15 moderno. No ha muchos años existía en su antiguo estado, viéndose el pequeño patio con el jardinillo, de que habla Montalván; pero después se ha derribado, variando por completo su forma. La calle, que se denomina hoy de Lope de Vega (antes calle de Cantarranas) lleva sin razón este nombre; en ella estaba el convento de Descalzas, en donde profesaron Marcela, hija de Lope, y doña Isabel, hija natural de Cervantes.

[181] Ya diez años antes de la muerte de Lope, decía Mira de Mescua: «Pues si Suidas y Quintiliano se admiraban de que Menandro hubiese escrito ochenta comedias ¿qué admiración se deberá á aquél, de quien hoy se leen más obras escritas en los tres estilos de la poesía, que de todos los poetas griegos, latinos y vulgares?....»

(Véase la licencia de impresión, que precede al tomo XX de las comedias de Lope.)

De las palabras de Lope consta, que corresponden cinco pliegos á cada día de su vida.

.....sale ¡qué inmortal porfía!
A cinco pliegos de mi vida al día,

en cuyo supuesto ha de calcularse que escribió 133.225 pliegos en toda ella, y sin contar sus pocas obras en prosa, 21.316.000 versos. Sin embargo, ese cálculo no es seguro, porque ni se sabe con seguridad la época, en que comenzó á escribir, ni tampoco la extensión, que ha de atribuirse á cada pliego.

[182] Tantos, por lo menos, contamos en las antiguas ediciones, que tenemos á la vista (Barcelona, 1605, y Bruselas, 1608). La reimpresión en cinco tomos de las obras sueltas añade ciento veinte títulos, sacados probablemente de una edición posterior.

[183] Hace algunos años, el librero Salvá (entonces en Londres) puso á la venta manuscritos antiguos de las comedias de Lope, en cuyo caso se encuentran ó se encontrarán en poder de Lord Holland, etc.

[184] Un año antes de imprimirse en Valencia la primera parte de las comedias de Lope, apareció en Lisboa el siguiente tomo, hoy bastante raro:

[185] Un ejemplar completo de esta colección no existe en ninguna biblioteca de Europa, según nuestras noticias; el menos defectuoso es el de Londres, en el Museo Británico: compónese de toda la serie de los tomos, desde I hasta XXV, pero las partes, que en cada uno de ellos habían de constar de diversas comedias, son sólo sencillas. En la Biblioteca Real de Francia faltan el I, V y VI tomos; pero en la Biblioteca de l'Arsenal existe el I, y en la de Sainte Genevieve el V, de modo que en París falta sólo el VI. En las bibliotecas españolas, en donde por cada obra de poesía se guardan cien vidas de santos, no se conserva, según parece, ejemplar alguno ni medio completo, y lo mismo sucede en las alemanas.

[186] Comedias de éstas antiguas, sueltas, de Lope, que ya no se encuentran en ninguna parte, las había en París en las bibliotecas de los Sres. Ternaux Compans y Salvá.

[187] El poeta italiano, Marino, dice á este propósito, en el elogio fúnebre de Lope (Obras sueltas, tomo XXI, pág. 18): «Vera arte di commedie é quella, che mette in teatro quello che piace agli uditori: questa é regola invincibile della natura e voler la carestia d'ingegno, o il far del critico á poca spesa sostentare, che una effigie sia bella perchi abbia le figure del volto corrispondenti all'arte, se gli manca quel ingasto e aria inesplicabile, ed invisibile, con il quale la Natura (con l'Arte) le lega insieme, serà voler sostentare, che la natura sia inferiore á quelli, che, crepando di critici, fingono al loro beneplacito l'arte in ogni cosa.»—Verdadero arte de comedias es aquél que ofrece en el teatro lo que agrada á los concurrentes: ésta es regla constante de la naturaleza; y sostener, por falta de ingenio ó por darla de crítico á poca costa, que es bella una imagen, si tiene el rostro ajustado á las reglas del arte, pero careciendo de ese marco y de esa atmósfera, tan inexplicable como invisible, que derrama sobre ella á un tiempo la naturaleza y el arte, es empeñarse en sostener que la naturaleza es inferior á los que, vanagloriándose de críticos, crean el arte en todo á su capricho.—(T. del T.)

[188] Hasta en sus comedias asestó sus sátiras contra los gongoristas. Así, la heroina en Las bizarrias de Belisa, para zaherir y burlarse de una rival, dice lo siguiente:

«Aquélla, que escribe en culto
Por aquel griego lenguaje,
Que no le supo Castilla
Ni se lo enseñó su madre.»

En otra, Amistad y obligación, al recomendarse un poeta, Severo, á un novio llamado Lope, le pregunta éste si es ó no culterano; y, al contestarle que lo es, le dice que se quede á su lado para escribir sus secretos, porque, estando en culto, serán secretos verdaderos para todos, no pudiendo nadie entenderlos.

[189] "Calixto. Ni comeré hasta entonces, aunque primero sean los caballos de Febo apacentados en aquellos verdes prados, que suelen cuando ha dado fin á su jornada.—Sempronio. Dexa, señor, essos rodeos; dexa essas poesías, que no es habla conveniente la que á todos no es comun, la que pocos entienden. Di: aunque se ponga el sol, y sabrán todos lo que dices."—Celestina, acto 8.º

[190] Lope dice, en la dedicatoria de esta comedia á Montalván: Repare en que fué la primera en que se introdujo la figura del donaire, que desde entonces dió tanta ocasión á los presentes. Hízola Ríos, único en todas y digno desta memoria. V. md. la lea por nueva, pues cuando yo la escribí no había nacido. De las últimas palabras se deduce que la innovación de que se trata es anterior al año de 1602, en que nació Montalván. El gracioso de La francesilla, tronco de todos los otros semejantes del teatro español, se llama Tristán.

[191] Véase, como ejemplo, lo que dice Tirso de Molina en Amar por señas:

«Montoya.Muchos discretos
A sus ministros han dado
Cuenta de cosas más graves,
Cuyo consejo remedia
Imposibles: ¿qué comedia
Hay (si las de España sabes)
En que el gracioso no tenga
Privanza contra las leyes
Con duques, condes y reyes,
Ya venga bien, ya no venga?
¿Qué secreto no le fían?
¡Qué infanta no le da entrada?
¿A qué princesa no agrada?
Don Gabriel.Los poetas desvarían
Con esas habilidades;
Pues dando á la pluma prisa,
Por ocasionar la risa
No excusan impropiedades.»
 
Moreto, en El Marqués del Cigarral, se expresa así:
 
«Marina.Las señoras no se tratan
Por no perder su estima,
Con la familia lacaya.
Fuencarral.Después que se introdujeron
Las comedias en España,
Pueden servir los lacayos
En los estrados y salas,
Y aun hablar con las señoras
De jerarquías más altas
Que la señora Marina,
Pues son princesas é infantas.»

[192] Las alabanzas del Sr. Schack á la fecunda inventiva dramática de Lope, aunque parezcan exageradas, son, sin embargo, justas. No hay en el mundo entero, y será muy difícil que lo haya, poeta dramático, que, en este concepto, se le acerque, no que se le iguale. Es un verdadero prodigio, un monstruo de la naturaleza.

Lo que sí parece extraño, es que, siendo tantas y tan varias sus invenciones, permanezcan ignoradas é inexplotadas por nuestros actuales poetas dramáticos, que, teniendo tan inagotable y rica mina dentro de casa, prefieren espigar y mendigar en territorio ajeno, y buscar en Inglaterra y Francia lo que tan de sobra tenemos en España.

Los resortes dramáticos, ¿no son siempre los mismos, suprimidos los detalles de lugar y de tiempo? ¿Hemos llegado á tal degradación que sólo lo extranjero nos agrada, y que, por serlo, menospreciamos todo lo español? ¿Será necesario que los alemanes (permítaseme la expresión) vengan á españolizarnos?—(N. del T.)



***END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HISTORIA
DE LA LITERATURA Y DEL ARTE DRAMÁTICO EN ESPAÑA, TOMO II***

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INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone providing copies of Project Gutenberg-tm electronic works in accordance with this agreement, and any volunteers associated with the production, promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works, harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees, that arise directly or indirectly from any of the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause. Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of electronic works in formats readable by the widest variety of computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, is critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.gutenberg.org/fundraising/pglaf. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://www.gutenberg.org/about/contact For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit http://www.gutenberg.org/fundraising/pglaf While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: http://www.gutenberg.org/fundraising/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Each eBook is in a subdirectory of the same number as the eBook's eBook number, often in several formats including plain vanilla ASCII, compressed (zipped), HTML and others. Corrected EDITIONS of our eBooks replace the old file and take over the old filename and etext number. The replaced older file is renamed. VERSIONS based on separate sources are treated as new eBooks receiving new filenames and etext numbers. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks. EBooks posted prior to November 2003, with eBook numbers BELOW #10000, are filed in directories based on their release date. If you want to download any of these eBooks directly, rather than using the regular search system you may utilize the following addresses and just download by the etext year. http://www.gutenberg.org/dirs/etext06/ (Or /etext 05, 04, 03, 02, 01, 00, 99, 98, 97, 96, 95, 94, 93, 92, 92, 91 or 90) EBooks posted since November 2003, with etext numbers OVER #10000, are filed in a different way. The year of a release date is no longer part of the directory path. The path is based on the etext number (which is identical to the filename). The path to the file is made up of single digits corresponding to all but the last digit in the filename. For example an eBook of filename 10234 would be found at: http://www.gutenberg.org/dirs/1/0/2/3/10234 or filename 24689 would be found at: http://www.gutenberg.org/dirs/2/4/6/8/24689 An alternative method of locating eBooks: http://www.gutenberg.org/dirs/GUTINDEX.ALL *** END: FULL LICENSE ***